La escritura, un abrigo ante la muerte: El duelo en la narrativa actual
Autora: Alba Ortubia//
“Duelo” para Montero y “grief” para Didion. Muy similar a la “grève” de Curie, pero que en su idioma significa “huelga”. Huelga de la razón, primero, porque no puede asimilar la pérdida, y del corazón después, porque no soporta las oleadas de dolor. De ahí que las primeras fases del duelo sean la ira y la negación, seguidas de la negociación, la depresión y la aceptación. Según Kübler-Ross, la esperanza es aquello que suele permanecer en todas las etapas, aunque huirá cuando la orilla del Aqueronte comience a mojarte los pies y Caronte reclame sus monedas.
“Creo que deberíamos adquirir el hábito de pensar en la muerte y en el morir de vez en cuando, antes de encontrárnosla en nuestra propia vida” afirma Elisabeth Kübler-Ross en su obra Sobre la muerte y los moribundos. Lo único seguro en la vida es la muerte. Solo la transitoriedad de nuestra existencia nos garantiza que no es una simple ilusión. Solo lo que ha existido puede tener un final. Si todos conocemos el destino despiadado que aguarda a cada individuo sin excepción, se postula paradójica la existencia del duelo. No debería hacer falta un proceso de adaptación emocional si ya hemos interiorizado el desenlace de la vida. Estás menos asustado ante la muerte venidera cuando está “a kilómetros de distancia” que cuando “está a la puerta” explica un paciente de la psiquiatra suizo-norteamericana.
Nunca es fácil recibir a la dama de la guadaña cuando atiza el picaporte. Kübler-Ross ahonda en las fases que atraviesan los pacientes moribundos cuando conocen su diagnóstico fatal y el inminente duelo de aquellos que les rodean. La negación es la primera de estas etapas: “Es la incredulidad ante la tragedia: la vida fluía, tan normal, y, de pronto, el abismo” dice Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte. De forma menos explícita y a través de la biografía de Marie Curie, esta periodista y escritora muestra la evolución de su pena. La muerte de Pablo, su marido, servirá como desencadenante del ensayo. La autora toma distancia de su pesar sirviéndose de los diarios de la científica de origen polaco, quien perdió repentinamente a Pierre, el amor de su vida. Montero reflexiona sobre el duelo y pone de manifiesto su universalidad.
El poder igualador de la muerte, lejos de ser una metáfora, se explicita también en los procesos del duelo. Ambas mujeres se refugiaron en la escritura para aplacar la tristeza porque ninguna pudo despedirse de su amado. Curie se volcó en su diario y Montero en su libro. Ambas sienten la necesidad de dejar por escrito cada detalle de los últimos días de sus parejas antes de que se conviertan en “memorias incandescentes”.
“A veces tengo la sensación de que uno se mueve en la vida dando vueltas por los mismos lugares, como en un desconcertante juego de la Oca” piensa Montero sobre las coincidencias de la vida. Del duelo por Pablo, la pareja de Montero, pasamos al duelo por Pablo, el hijo del también periodista y escritor Sergio del Molino. En La hora violeta, el escritor zaragozano narra el periplo al que su hijo, de tan solo nueve meses, debe hacer frente cuando le diagnostican leucemia.
En estas páginas se nos hace partícipes del dolor que le desgarra, quizá el mayor dolor por el que puede pasar un padre: la muerte de un hijo. “Un hijo que jamás leerá los libros que le dedicamos”. Un relato íntimo en el que el lector se siente intruso. Del Molino transmite su impotencia ante el cáncer pero también su rabia, su depresión y culpa. Sentimientos que resuenan en los lectores. “¿Cómo voy a mantener a raya el pensamiento mágico si cada recuerdo parece una advertencia?”
Al hilo de las preocupaciones de Del Molino, Joan Didion asegura que “los supervivientes miran hacia atrás y ven presagios, mensajes que se perdieron”. En la mente de quien atraviesa el duelo nada es arbitrario. Los electrodomésticos se rompen “como si nos quisieran prevenir o se lamentaran por anticipado”. Llueve en las ciudades a las que viajaron como si lloraran su pérdida. Cualquier aspecto de la vida cotidiana puede servir como símbolo de un destino alternativo. Los supervivientes se martirizan preguntándose qué hubiera pasado si se hubieran fijado lo suficiente. Quizá sea más fácil aceptar la muerte atribuyéndose parte de la culpa que viéndola como un proceso natural inevitable.
“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. La novelista norteamericana también tuvo que afrontar la dolorosa pérdida de su marido John, quien falleció a causa de un infarto fulminante. Al mismo tiempo, su hija se debatía entre la vida y la muerte en la UCI de un hospital neoyorquino.
Didion cuenta esta concatenación de acontecimientos traumáticos en su libro El año del pensamiento mágico. Al mismo tiempo, analiza las fases de su duelo patológico que transiciona de la autocompasión a la aceptación: “La locura se está alejando, pero no hay ninguna claridad que venga a ocupar su lugar”. Con axiomas como ese, la autora expone sin paliativos las luces y sombras de las últimas etapas del duelo de Kübler-Ross. La aceptación de la muerte llega pero no exenta de dificultades. Por mucho que los supervivientes dejen que sus muertos “se conviertan en la fotografía de la mesa” sienten que los traicionan cuando intentan rehacer su vida.
Parece mentira que Joan Didion sostuviese que “la muerte no escribía dejando poca marca, no escribía a lápiz” cuando el ensayo sobre el fallecimiento de su marido se ha convertido en todo un tratado sobre cómo sobrellevar el final de nuestros días. Esa sentencia se vuelve aún más contradictoria al profundizar en las obras de estos tres autores, que encuentran en la escritura un abrigo ante la frialdad de la muerte. Rosa Montero define la creatividad como “un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”. Del Molino redacta una elegía desahogando su pena desbocada: “Y ahora ni siquiera te voy a encontrar aquí en la punta de mis dedos, mientras tecleo este libro que no quiero dejar de escribir, pero al que tengo que poner punto y final”.
La vida y los libros se parecen en otro aspecto crucial, y es que los dos comparten ese punto y final. Es curioso que tanto Montero como del Molino califiquen la muerte de “anticlímax” siendo que han llenado cientos de páginas hablando sobre ella, con sus correspondientes momentos de tensión. Quizás el final de la existencia sí sea su apogeo, igual que el final de una novela. La serenidad que invade cuando ya está todo hecho, cuando ya está todo leído.