El futuro es de las máquinas
Paula Orrite//
Traspasando el campo de la ciencia ficción, los robots están cada día más aceptados en el entorno laboral, mientras empiezan a dar sus primeros pasos en muchos hogares del mundo. Al mismo tiempo, asistimos al nacimiento de una nueva especie, producto de la fusión del ser humano y la máquina: los ‘cyborgs’.
Los humanos tienen sueños, dice el personaje de Will Smith, sentado en la sala de interrogatorios. El detective escudriña a su prisionero, sospechoso de haber cometido un asesinato. Pero los ojos que le devuelven la mirada no son humanos. Hasta los perros tienen sueños, pero tú no. Tú eres solo una máquina. Una imitación de la vida. ¿Puede un robot escribir una sinfonía? ¿Puede un robot convertir un lienzo en una obra maestra? Desde el otro lado de la mesa, el robot, que posee conciencia de sí mismo, que defiende que tiene un nombre más allá de un número de serie, que insiste en que el detective y él no son tan diferentes, alza sus ojos y replica: ¿Podría usted?

Sabemos lo que diferencia a una persona de una máquina. Los robots no pueden decidir por sí solos, no tienen capacidad de empatía, no lloran, no ríen, no sienten amor ni odio. Pero los avances de la tecnología, especialmente en el campo de la robótica, planean revolucionar el mundo y cambiar la definición de ser humano tal y como la conocemos.
Robótica colaborativa: la alianza entre humanos y robots
Buddy es un robot de metro y medio de altura con una interfaz amigable que recuerda a los dibujos japoneses. También es el primer robot doméstico de bajo costo. Puede monitorear la casa para enviar alertas, contestar llamadas de teléfono y hacer compañía a niños con autismo o a personas mayores. Sus creadores, la compañía francesa Blue Frog Robotics, planean sacarlo al mercado el próximo año a un precio similar al de un Smartphone o un ordenador. Dentro de poco cualquier familia podrá tener un robot. Así, las máquinas se integran poco a poco en nuestra sociedad: colaboran en las labores domésticas, participan en terapias de rehabilitación e incluso interactúan con los humanos en el espacio de trabajo. Si bien son muchas las facilidades que ofrecen, la integración de los robots en el mercado laboral puede remontar a algunos a la Revolución Industrial del XIX, cuando los artesanos destruyeron los telares automáticos que iban a sustituirlos en sus puestos y, por lo tanto, quitarles el dinero con el que conseguían sobrevivir cada día.
En los países más industrializados, se estima que hay 400 robots por cada 10.000 empleos. Cada año se incorporan unos 200.000 robots al mercado laboral. A pesar de lo apocalíptico de la situación, Javier Serrano, en su ensayo El hombre biónico (Almuzara, 2015), señalaba también sus muchas ventajas. Las tareas más pesadas quedarán relegadas a las máquinas, mientras que el factor humano seguirá siendo necesario para la supervisión o el mantenimiento de las mismas. ¿Cuál es el problema entonces? El ser humano está sometido a una continua presión por adaptarse. En un futuro, el trabajador tendrá que reinventarse cada semana para alcanzar al nivel de sus competidores robóticos, que no rechazarán ninguna tarea y siempre serán hábiles en ellas. Pero aunque muchas personas no consigan ponerse al día, todavía existen trabajos que las máquinas no pueden realizar. Seguimos prefiriendo el contacto las personas al de un conjunto de cables; el calor humano a la frialdad que desprenden las máquinas. Creemos que las emociones son necesarias para la enseñanza y el cuidado de trabajos artesanos y los “hecho a mano” siguen prevaleciendo sobre la fabricación automatizada.
¿Qué supondría ir a la consulta del médico y ser atendido por un robot? El escritor también fantasea sobre algunas de las ventajas que ofrecerían los médicos-máquina: guardarían información sobre el historial del paciente, tendrían referencias sobre los miles de fármacos disponibles y tomarían nota de nuestros hábitos y personalidad para elaborar un diagnóstico completo. Serrano explica que la empatía o sensibilidad de un médico no puede ser sustituida por un robot pero, matiza, a veces las personas solo quieren que los escuchen y eso una máquina puede hacerlo perfectamente. “Lo que está en la raíz de muchas dolencias y patologías es desagraciadamente la soledad o pérdida de relación con el entorno”.
A día de hoy, los robots no desarrollan la función de un médico, pero sí realizan pequeñas cirugías. Manuel González Bedia, ingeniero de sistemas de la Universidad de Zaragoza, resalta la precisión de las máquinas para llevar a cabo determinadas tareas. Si se programa a un robot para que haga una incisión de 6 milímetros y medio, la máquina realizará la incisión con más eficiencia que un humano. Sin embargo, tendrá que operar bajo supervisión. El médico es quien facilita las órdenes a la máquina. Bedia no cree que nadie pudiera ponerse en manos de un robot si no hay una persona detrás dándole instrucciones.
¿Qué ocurre cuando no hay una persona detrás? Más allá del riesgo al que estés dispuesto a someterte, cuando una máquina tiene el control de la tarea que realiza se pierde la noción de responsabilidad. El proyecto de Google de fabricar una gama de coches sin conductor está más avanzado de lo que los medios cuentan, pero estancado a la hora de salir al mercado porque han tropezado con un gran obstáculo. Cuando una persona conduce ebria y tiene un accidente, esa persona es la responsable. Sin embargo, si es el robot el que falla, porque una máquina también tiene un margen de error en su actuación, ¿quién es el responsable? ¿El ingeniero que lo diseñó? ¿El robot? Bedia cree que la pena de cárcel que se impone a una persona que ha cometido un accidente produce una reparación simbólica socialmente aceptada. Esa persona recibe un castigo por el daño que ha cometido, pero no existe ninguna reparación social cuando se castiga a un robot. Mientras la tecnología se desarrolla y se siguen construyendo modelos que se asemejan al Coche fantástico, las aseguradoras y las empresas siguen debatiendo con un problema que es más ético que técnico.
El organismo híbrido: mitad humano, mitad robot
Aunque la sociedad evoluciona hacia la creación de unos nuevos seres que imitan la estructura humanoide, seguimos estando seguros de que no es correcto denominarlos humanos. Pero, ¿qué ocurre si la máquina y el ser humano se fusionan? En la actualidad, partes del cuerpo que no funcionan correctamente pueden ser sustituidas por máquinas. Las personas que sufrían de alguna parálisis pueden ahora coger objetos, comer o caminar; existen gafas que permiten ver a invidentes o exoesqueletos para personas con daños en sus médulas. Hay incluso casos más peculiares como el del documentalista canadiense Rob Spence, que perdió la vista en su ojo derecho y decidió implantarse una cámara adoptada a su cuenca. A partir de entonces, comenzó a autodenominarse ‘Eyeborg’. El término procede de la palabra ‘cyborg’, empleado por primera vez por Clynes y Kline en 1960 para referirse a un ser humano con mejoras que le permitirían adaptarse a un entorno extraterrestre. En la actualidad, definimos ‘cyborg’ como un ser formado por materia orgánica, es decir, partes fundamentales del cuerpo humano, y materia inorgánica, como dispositivos tecnológicos o aparatos robóticos.
Lo que ha comenzado siendo una solución para solventar discapacidades podría llevar la definición del ser humano a un nuevo nivel. El escritor Javier Serrano opina que la población acabará por adelantar en unas pocas decenas lo que la evolución natural nos otorgaría en unos cientos de años. Recuperar la movilidad o volver a ver es solo el primer paso para obtener unas funciones que nunca antes han estado disponibles en nuestra estructura biológica. Francesc Mestres, investigador del departamento de genética de la Universidad de Barcelona, considera que los ‘cyborgs’ podrían ser fundamentales para potenciar la mayor característica de nuestra especie: la inteligencia. Piensa que en el futuro podría ser creado un ser humano biónico que utilizara un ordenador como fuente principal, es decir, una persona con un chip conectado al sistema nervioso central que pudiese potenciar su inteligencia. Mestres apunta que este chip podría implantarse al nacer, por lo que seguiríamos hablando de especie humana y no de máquinas. Sin embargo, también recalca las consecuencias éticas que provocaría la creación de una generación de superhombres.
Son muchas las reflexiones que podemos extraer de la creación de ‘cyborgs’ por causas que no sean médicas. ¿Puede ser el mejor pianista del mundo una persona que se ha implantado dispositivos en las manos para moverlas más rápido?, pregunta Serrano y, al menos, para ese debate, tiene una respuesta que contrastar con un caso actual: El concurso Miss Mundo permite que las personas que se hayan hecho retoques estéticos puedan presentarse como candidatas.
El sonido de los colores
El artista británico Neil Harbisson, de 30 años, es considerado el primer ‘cyborg’ del mundo. Harbisson nació con una rara alteración visual conocida como “acromatopsia”, que le hacía ver el mundo en escala de grises. Tras varias investigaciones, desarrolló un dispositivo que conecta a su cabeza y le permite identificar los colores que está viendo mediante ondas sonoras. En otras palabras, “escucha” los colores.
Harbisson fue diagnosticado con esta enfermedad a los 11 años. En una entrevista concedida a El País en enero de 2012, explica que ha sobrevivido perfectamente viendo en blanco y negro, con alguna que otra dificultad: no puede distinguir el agua caliente del agua fría y los mapas de metro son para él un galimatías. Fue en la Universidad de Totnes, tras escuchar al inventor Adam Montandon en una conferencia, que decidieron poner en marcha el proyecto. El dispositivo, llamado ‘eyeborg’, consiste en un ojo electrónico que, implantado a su cerebro, distingue la tonalidad de luz y lo convierte a una frecuencia audible. El artista explica que la relación entre colores y sonidos no es arbitraria, sino que hay una nota asociada a cada color. Por ejemplo, el color rojo equivale a la nota fa.
La ley británica prohíbe aparecer en el pasaporte con un dispositivo electrónico. Cuando Harbisson acudió a renovarlo y las autoridades se lo impidieron, el joven les indicó que se trataba de una parte de su cuerpo. Finalmente, el Gobierno aceptó que su tercer ojo cibernético apareciera en su pasaporte y Harbisson se convirtió en la primera persona considerada oficialmente parte máquina. Perfeccionó el dispositivo hasta el punto de que es capaz de percibir más colores que el ojo humano; distingue la banda infrarrojos y la banda ultravioleta. “Puedo saber si es un buen día o un mal día para tomar el sol porque si oigo ultravioleta sé que es malo para la piel, o también el infrarrojo me permite saber si alguien me está apuntando con un mando a distancia o si hay un detector de movimiento en un espacio”. El mundo que ve Harbisson es un mundo que se escucha. Cuenta que si no se fija en cada parte concreta del cuerpo, puede oír el color predominante en una persona. Cada individuo tiene un color y cada individuo tiene una nota.
La rebelión de las máquinas
“Un robot no puede dañar a un ser humano, ni por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.” La primera ley del código moral de conducta robótica fue ratificada por Isaac Asimov en su novela de ficción, en la que otorgaba a las máquinas la capacidad de actuar. Mientras que nosotros creamos continuamente reglas para evitar cualquier posible vacío en una acción, Asimov creía que los robots solo necesitaban tres. La primera y más importante de todas es que no podían rebelarse contra sus creadores.
La ley del escritor ruso daba solución a un miedo que él mismo definió como el “complejo de Frankenstein”: la creación sublevándose contra su inventor. La rebelión de las máquinas ha sido objeto de interés de la ciencia ficción desde hace casi setenta años: en un mundo futurista, los artefactos que fueron concebidos para ayudar a los humanos se amotinan contra ellos. Un temor que arrastra la humanidad desde que empezó a preguntarse qué ocurriría cuando un robot, que carece de raciocinio o emociones y que no actúa bajo ningún rasgo humano, no pudiera ser controlado.

La situación ya fue plasmada a mediados de siglo en 2001: Una odisea en el espacio. En la película, Hal 9000, el ordenador central de una nave, tiene la misión de viajar a Júpiter. En un momento concreto considera que la tripulación está boicoteando la misión y comienza a dar órdenes incorrectas para deshacerse de los astronautas. Bedia considera la película de Kubrick una de las mejores obras de la ciencia ficción porque invita a la reflexión de estas cuestiones distópicas: ¿Qué pasaría si automatizamos tanto el mundo que las máquinas, que no tienen conciencia, pero sí la capacidad para movilizar un engranaje, te hacen perder tu control sobre ellas?
En respuesta, aporta otra reflexión, mucho más contundente y real: el mundo ya está automatizado y hace años que hemos dejado de tener el control. “Estábamos temiendo que las máquinas acabaran con nosotros y lo que va camino de acabar con nosotros son las reglas de la economía global que nos hemos impuesto”. El ingeniero cree que estamos atrapados en una crisis de la que no podemos salir por las reglas de transacción de dinero que hemos instaurado nosotros mismos. Vivimos en una red global de numerosos agentes a los que no podemos detener para buscar una solución. “Hemos construido un sistema que ahora no nos deja interrumpirlo”, concluye, “hemos automatizado tanto el mundo que no somos capaces de cortar”.
El engaño del test de Turing
El test de Turing, creado por el matemático Alan Turing en los años 50, planteaba que, en una interacción mediante un chat con una máquina, si la máquina nos engañara haciéndonos creer que estábamos hablando con un humano, deberíamos atribuirle tanta inteligencia como a nosotros. La máquina tenía que engañar a más del 30% de las personas con los que interactuaba para que superara el test. En junio del año pasado, los medios se hacían eco del éxito de un ordenador que había conseguido superar el test por primera vez. La máquina, un chatbot bautizado por sus creadores como Eugene Goostman, había hecho creer al jurado que estaban hablando con un niño ucraniano de 13 años.
Este triunfo ha recibido tantas alabanzas como críticas. La revista New Scientist cuestionaba la personalidad del chico al que interpretaba al preguntar si podía considerarse a un niño de 13 años el pilar de la inteligencia. Tampoco el propio test de Turing está exento de desaprobaciones; el ingeniero Manuel González Bedia cree que se le ha dado mayor repercusión de la que tiene. Criticaba que Turing eligió sin ningún criterio el número de personas necesarias para que el test fuera superado; es un número completamente arbitrario.
Sin embargo, aunque Bedia cree que el test de Turing tiene imperfecciones, él mismo está llevando a cabo uno en el campo audiovisual. En la actualidad, los muñecos de un videojuego, los extras o ‘bots’ que no son el personaje que tú manejas, están programados. El ingeniero busca saber qué comportamiento ha de tener uno de estos personajes para que cuando el usuario esté jugando contra él, piense, viendo cómo el muñeco reacciona, cómo huye o ataca, que está jugando contra una persona real.
¿Cómo puede un ‘bot’ programado hacernos creer que está siendo manejado por un humano? Imagina que estás en una batalla virtual disparando a los contrincantes y vas a quedarte sin munición. Ves que te van a ganar porque son demasiados oponentes y sabes que tienes que marcharte. Decides irte, pero en el último momento, te giras y gastas la última munición que tenías. “Ese comportamiento es absurdo, porque te estás yendo y hay algo que te puede; no ganas nada haciendo eso pero lo haces”, explica Bedia, “Ese tipo de cosas son las que te hacen intuir que ahí hay un humano”. Aunque estará programado, los ‘bots’ actuarán bajo un comportamiento que no parecerá perfectamente estricto y pensado; tan irracional como lo son los seres humanos.
Los autómatas: ¿puede sentir y pensar un robot?
Bedia opina que nosotros somos máquinas, pero con un importante matiz: una máquina va a hacer siempre lo que está previsto que haga, mientras que nosotros consideramos que tenemos capacidad de decisión. ¿Podrán algún día los robots tomar decisiones por sí solos? El ingeniero no cree en esta posibilidad, pero todo depende de lo que signifique que los humanos decidimos por nosotros mismos. La neurociencia recoge dos teorías distintas: una opina que estamos condicionados desde que nacemos; mientras que la teoría opuesta considera que sí somos libres y tenemos capacidad de decisión. “Desde el punto de vista de que estamos condicionados, podrías hacer un robot. Pero si asumes que nosotros tenemos nuestra autonomía de decisión, que yo creo que sí, entonces el robot no podría tenerla.” De esta última teoría se pone del lado Bedia, porque, concluye, si dijera que los humanos somos simplemente pura mecánica habría que poner patas arriba el mundo tal y como lo conocemos.
Si un robot no puede tomar decisiones, ¿podría actuar bajo una ética? Imagina que hay una persona atada a la vía de un tren. Un tren cargado de pasajeros aparece dispuesto a arrollarla. Tienes una palanca que puede cambiar de vía, pero si tiras de ella el tren se dirige hacia una zona donde no hay vía y mueren todos los pasajeros. Si no haces nada, la persona atada muere. Si tiras de la palanca, mueren los pasajeros. ¿Qué haría el robot en ese caso? La clave siempre se ha encontrado en la cantidad: es preferible salvar a veinte personas y dejar morir a una. Pero, ¿valen más veinte vidas que una? ¿Y si todos los pasajeros son ancianos y la persona atada a la vía es un joven? Bedia afirma que se trata de un buen dilema filosófico, pero no podemos preocuparnos de cómo lo solucionará el robot cuando todavía nosotros no hemos sido capaces de resolverlo. No importa si la máquina tiene un comportamiento ético o no; siempre hará lo que su programa le ordene. Es decir, son los humanos los que tenemos que elegir en primera instancia.
Los robots son éticos si las personas son éticas. Los robots pueden sonreír pero nunca tendrán emociones. En una situación de peligro, el cuerpo manda sangre a las manos y a los pies por si la situación te obliga a correr o a luchar. Esas herramientas naturales que nos da nuestro cuerpo para sobrevivir puede tenerlas un robot, pero nunca podrá amar, odiar o sentir nostalgia. “El problema es que la nostalgia no solo es la emoción, sino la conciencia de la emoción.” sentencia Bedia, “y es la relación de la emoción con la memoria.” Un robot no tiene conciencia, y no puede echar de menos algo que no existe. Es posible que algún día la tengan, pero ni hoy ni en un futuro próximo seremos capaces de crear conciencias artificiales porque todavía seguimos estudiando cómo funciona la nuestra.
Mientras la humanidad no solo crea máquinas, sino que va camino de convertirse en una, son muchas las preguntas que plantea el futuro. Durante todos estos años, ha sido el afán de conocimiento del ser humano lo que ha hecho avanzar a la sociedad. Victor Frankenstein se arrepintió de haber creado un monstruo. Nosotros, mientras sepamos utilizar correctamente ese poder divino que ofrece el nuevo conocimiento, esperamos no arrepentirnos de haber creado el nuestro.
Para saber más sobre inteligencia artificial:
Exposición +Humanos hasta el 10 de abril en Barcelona: http://www.cccb.org/es/exposiciones/ficha/-humanos/129032
http://www.comoves.unam.mx/numeros/articulo/2/la-inteligencia-artificial-hacia-donde-nos-lleva
http://www.muyinteresante.es/ciencia/articulo/nuria-oliver