Tres metros bajo el suelo

Texto: Gonzalo Calvache//

En un terremoto, un derrumbe o una inundación, la vida de personas inocentes corre un gran peligro pero, ¿cómo ayudar a quienes se quedan atrapados bajo los escombros? Los perros rescatistas han demostrado que no existe avance tecnológico que supere a su poderoso olfato en el momento de localizar a una persona sepultada. Para salvar vidas cada segundo cuenta.

Y allí estaba yo, inmóvil en ese pequeño hueco, bajo palos, piedras y restos de desechos. No pasaron muchos minutos y, de un instante a otro, la luz se esfumó por completo. Comencé a sudar como si el aire fuera escaso. Era oficial: esta vez había quedado atrapado varios metros bajo el suelo. Y mientras el pequeño cilindro de metal en el que me había refugiado en posición fetal resonaba y se hundía aún más con cada golpe de los pesados escombros que caían sobre mí, pensaba: “Tranquilo, Gonzalo, lo importante es mantener la calma. Si estos hábiles canes pudieron oler a un cadáver atrapado en el fondo del agua ¿cómo no van a encontrarte? Solo es una pequeña fosa”.

Todo comenzó el 12 de agosto del 2014 en la capital de Ecuador. Ese día, después de 24 años sin haber sentido sismos de consideración, la tierra se agitó al norte de la urbe provocando un temblor de 5.1 grados en la escala de Richter.

“Después de esa tembladera se han vuelto a sentir por lo menos 70 réplicas un poco menos fuertes, pero también sacuden la tierra. Todo es polvo en esta zona. Dos pobres obreros murieron aplastados; el pequeño William también se murió aplastado por los costales de arroz que le cayeron encima en la despensa de su familia, y más de 20 personas quedaron bien heridas, mi señor. Dios quiera que se tranquilice la tierra si no… ¿Qué será de nosotros?”, dijo Víctor Paladines cuando llegamos con el equipo de televisión para cubrir los sucesos a la zona del cerro Catequilla, epicentro del sismo.

Mientras terminaba de grabar los testimonios de moradores y autoridades ese día, miré como el equipo de intervención y rescate de la Policía Nacional y la Cruz Roja, hacían lo imposible por descender hacia el fondo de una empinada quebrada llena de rocas y materiales de construcción destruidos por el sismo. En una esquina de ese lugar, además, se había formado un estanque lleno de lodo y basura. “Es que ahí quedaron sepultados los dos trabajadores”, gritaron algunos vecinos de la zona cuando intenté preguntar a la Policía cuál era el afán de la búsqueda.

Las condiciones de la zona hacían muy difícil el trabajo de rescate y ya para el medio día, los familiares de las personas sepultadas habían perdido la poca esperanza que aún tenían de encontrarlos con vida. Aún así, los rescatistas debían intentar recuperar los cuerpos. Pero todo intento fue inútil. La zona del derrumbe era tan extensa y peligrosa que ni los mejores hombres entrenados para sobrellevar este tipo de desastres y equipados con la maquinaria necesaria pudieron completar la misión.

A la mañana siguiente un grupo de militares de la Brigada Patria llegó a la zona junto a su perro rescatista, Max, para realizar otro intento. El can estaba entrenado para rastrear el olor de una persona sepultada sin importar que el individuo estuviese con o sin vida. Un sargento recibió la orden y soltó la cuerda de Max al tiempo que gritaba: “A trabajar, mi cachorro”.

Un teniente activó el cronómetro. No pasaron más de 50 segundos cuando el perro que corría por medio de los escombros vistiendo también su uniforme militar comenzó a ladrar. “Es aquí, soldados. Procedan a velocidad”, gritó uno de los militares. Max se había parado a ladrar a un lado de la fosa formada al fondo de la quebrada; el equipo de la brigada no dudó en acatar la orden del can y se lanzó al agua. Poco tiempo después, el perro volvió a ladrar por lo que se zambulleron los buzos y unos pocos minutos más tarde los cuerpos sin vida de los obreros atrapados por el sismo fueron elevados a la superficie.

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Rescate en el Cerro Catequilla, epicentro del sismo de 5.1 grados, en la ciudad de Quito. Fuente: Ejército Ecuatoriano

Toda esta operación no duró más de 15 minutos. Atónito, comprobé la efectividad del poder olfativo de Max. En los ojos de los miembros de la Brigada Patria se reflejaban el orgullo, el cariño y el respeto que tienen estos militares por los animales y su inteligencia. Hay momentos imposibles de predecir: un sismo, un derrumbe, una inundación pueden acabar con cientos de vidas humanas en segundos y en Catequilla, ¿qué habría ocurrido si el equipo de militares y Max hubieran llegado antes?

A diferencia de esta pregunta, la gran labor que realizó Max sí que tiene una explicación lógica. Y es que, según los expertos, mientras una persona posee alrededor de cinco millones de células olfativas, un perro tiene por lo menos 300 millones. Es decir, un perro tiene un olfato hasta 60 veces más poderoso que el de un ser humano.

En Ecuador, el Ejército Ecuatoriano —en su afán por proteger la vida de las personas—  ha creado unidades especializadas en este tipo de rescates. Los comandos que deciden afrontar este reto reciben un duro entrenamiento dentro y fuera del país donde, gracias a una difícil rutina que pone a prueba su límite físico y mental, logran convertirse en rescatistas expertos, ya sea en una situación que se desarrolle en lo profundo de la selva, en la montaña, o en zonas urbanas tras un fuerte derrumbe. Sin embargo, pese al entrenamiento de los comandos y los avances tecnológicos para localizar a alguien extraviado o sepultado, es sumamente difícil encontrar a tiempo el punto exacto donde se encuentra una persona. En estas situaciones cada segundo cuenta. Pero como comprobé en el cerro Catequilla, en el Ejército existe otro miembro del equipo capaz de resolver este tipo de problema en segundos, un orgulloso portador del uniforme de rescatista cuyo olfato es tan poderoso que puede encontrar a una persona aunque se encuentre decenas de metros bajo los escombros.

Ese mismo año, unos meses después del sismo, visité la Brigada de Fuerzas Especiales Patria, ubicada a las afueras de la cuidad de Latacunga, con el objetivo de constatar el trabajo que realiza el ejército con los canes especializados en rescate de personas sepultadas, detección de explosivos y narcóticos. Al llegar a la entrada principal, uno de los comandos —que vestía su uniforme y llevaba pintado el rostro con los colores de la bandera tricolor— recitaba con voz firme el lema de la brigada: “Soy comando del Ecuador, la patria o la tumba es el reto que el alma pronuncia, ¡Viva la patria!”. Un día más de servicio en la vida militar.

Una vez dentro del fuerte, fui recibido por el capitán Carlos Cadena, comandante del escuadrón para guía de canes, quien me explicó que no todos los perros tienen las aptitudes para formar parte de esta unidad. Tampoco es indispensable que estos animales tengan pedigrí:

-Los perros utilizados para el rescate deben ser animales que cumplan un estricto conjunto de cualidades como, por ejemplo, tener un olfato sumamente agudo, un nivel de atención elevado, carácter ejemplar o un estado físico que le permita adaptarse a cualquier tipo de clima o ambiente, entre otras aptitudes. La raza del animal no tiene nada que ver con su desempeño; puede ser un perro mezclado sin problema. Lo que más importa es la capacidad de aprendizaje y las cualidades innatas del can.

“Si el perro no cumple alguna de esas destrezas queda descartado del equipo”, explica con voz firme el sargento Zurita. “La unidad no puede permitirse correr ningún riesgo ya que se trata, en muchos casos, de salvar vidas humanas y por ello solo los mejores son premiados con esta noble tarea”, completa el capitán Cadena. Los perros deben cumplir diferentes misiones dos o tres veces al día para mantenerse en forma.

La intriga sobre cómo es posible que un animal tan inquieto como un perro logre tal elevado nivel de obediencia se resuelve al ver el entrenamiento. Antes pensaba que se presionaba de forma brusca al can para que cumpliera su cometido. Sin embargo, para alivio de muchos, el comandante de la brigada explica que el Ejército jamás usa en ninguna de sus unidades prácticas que generen algún tipo de maltrato físico o psicológico al animal. Al contrario. Según el capitán, el secreto del éxito de estos simpáticos comandos está en el amor, el respeto y sobre todo la conexión que logra cada guía con su perro.

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Zona de derrumbe para entrenamiento del Regimiento, en Latacunga. Fuente: Ejército Ecuatoriano

“El perro se vuelve un soldado más de este escuadrón al que todos tratamos con respeto y cariño. Para él existe un único incentivo tras completar una misión: una pequeña pelota. Un premio que parecería insignificante para nosotros, pero que para ellos representa una gran recompensa porque su compañero de equipo, con el que pasa todos los días, con el que comparte su vida, es el que se la da. Todo entrenamiento desde un inicio se enfoca en esa pelota”, explica el capitán Cadena. Ya estaba sorprendido con su trabajo pero, para estar totalmente convencido de que estos perros realmente eran capaces de encontrar a una persona a la que jamás habían visto u olido y que, además, se encontraba varios metros bajo el suelo, decidí poner a prueba a los canes.

Los rescatistas me guiaron hasta un lugar lleno de escombros y rocas a las afueras del regimiento que simulaba una zona de derrumbe de alto riesgo. El objetivo de la prueba consistía en enterrarme en el suelo para comprobar que eran capaces de localizar el lugar exacto donde queda atrapada una víctima en el menor tiempo posible. Mientras me colocaba el casco, las gafas y el uniforme de protección, una enorme pala mecánica levantaba pesadas rocas para cavar una tumba bajo los escombros. Ser enterrado varios metros en una posición incómoda no es fácil, pero es un ejercicio que todo rescatista practica en sus entrenamientos para evitar ser víctima de la claustrofobia. “No se descarta la posibilidad de que mientras estemos realizando la búsqueda el guía quede aprisionado en una de estas estructuras. Por ello se les enseña a mantener el control para que los rescatistas no tengan nada, pero absolutamente nada, de claustrofobia”, dice Cadena.

Fui depositado en un bote de aceite para vehículos vacío, acostado en posición fetal para acoplarme al tamaño del tarro. “¿Estás cómodo? vas a pasar ahí un buen tiempo”, me dijo uno de los militares mientras le ponía la tapa al baúl improvisado. “Todo bien”, contesté. No era verdad pero no había forma posible de hacer más cómoda mi estancia.  

En esa oscuridad en la que había quedado, mientras me sentía una sardina más dentro de la lata, un sonido ensordecedor comenzó a retumbar en el caparazón que formaba mi pequeño refugio. Los militares habían comenzado a utilizar la pala mecánica para cubrir el piso donde me encontraba con pesadas rocas y escombros. Esas enormes piedras —algunas de más de un metro de largo— que había visto en los alrededores estaban cayendo sobre mí. Así, fui enterrado varios metros bajo los escombros. Tres metros, para ser exactos, según la brigada.

A medida que iban cayendo las rocas, los pocos rayos de luz desaparecieron. El oxígeno se hizo más escaso, provocándome una sensación semejante a la de correr mucho tiempo, demasiado rápido. Como cuando te sientes ahogado o sofocado y tienes que respirar más fuerte abriendo mucho la boca para enviar más aire a los pulmones. Sabía que bajo tierra eso no era lo ideal así que cerré los ojos pese a estar a oscuras. Uno se siente más tranquilo cuando tiene los ojos cerrados. Respiraba pausadamente mientras pensaba que si algo salía mal lo más importante era tener la mayor cantidad de aire posible para darle tiempo al equipo de efectuar el rescate.  Podría asegurar que esos fueron unos de los minutos más intensos de mi vida. Debe de ser una experiencia realmente aterradora para quienes tienen que vivir un siniestro como este en la vida real.  

En la superficie, unos 15 minutos después —el tiempo que demoraron en enterrarme—, había llegado el momento de la verdad para el primer perro, Martin, que fue liberado, según me contaron los brigadistas y mi compañero del programa de televisión que grababa el acontecimiento desde la superficie. Durante escasos 15 segundos el silencio fue absoluto. Entonces, el ladrido sobre el lugar exacto en el que me habían enterrado alertó a los comandos de mi ubicación.

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Zona de derrumbe para entrenamiento del Regimiento, en Latacunga. Fuente: Ejército Ecuatoriano

Fue tan rápida la habilidad de este perro que los militares decidieron probar uno más. Otro can llamado Aquiles hizo el mismo intento y el resultado volvió a ser sorprendente. En menos de minuto y medio este perro rescatista recorrió toda el área llena de escombros y, sin problema, usando únicamente su potente olfato, encontró el punto donde estaba enterrado. Lleno de sudor, un poco acalorado y con algo de polvo fui liberado con la misma pala mecánica que me había enterrado. La prueba fue un éxito, ya que esos dos perros no habían pisado la zona hasta que estuve del todo enterrado, tres metros bajo el suelo.

El trabajo que realiza el Ejército Ecuatoriano en la Brigada de Fuerzas Especiales Patria es un trabajo responsable, difícil, dedicado y sumamente eficaz. Han encontrado la forma correcta de entrenar a los canes de forma que, sin generarles ningún tipo de daño, sean capaces de cumplir una misión de rescate en tiempo récord y en cualquier terreno. Con mi entierro quedó demostrado que el trabajo de estos comandos de cuatro patas funciona y que serían capaces de arriesgar su propia vida para salvar la de cientos de víctimas. Esa tarde en el Fuerte Patria pude decir misión cumplida.

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