A golpe de bonobús
Alberto Arilla y Rebeca Magallón //
Crónica de un viaje de ida y vuelta en autobús por el centro de Zaragoza
A falta de mejor medio de transporte y sitiados en Zaragoza por las restricciones de la pandemia, decidimos hacer una crónica de viaje en autobús. Aquí está nuestra ida a la Facultad en el 39 y nuestro regreso a casa en el 38. ¡Disfruten del viaje!
“Llego en cinco minutos”
Son las 9 de la mañana y espero a la línea del 39 en el barrio de La Jota, tengo mucho camino por delante. Subo al bus y está casi vacío. Las únicas personas que hay son las dos señoras que se me han colado, llevan ropa de deporte y no paran de hablar sobre ir a entrenar. ¿Qué mejor entrenamiento que ir andando en vez de ir en bus?, me pregunto yo. Tres paradas después, el urbano se va llenando. La media de edad rondará los 50 años. Dos amigas vestidas con abrigos de pelo, mascarillas a conjunto y gafas de sol como diademas comentan que la semana se les hace muy larga para salir a desayunar solo un día.
Sube más gente, ahora está totalmente lleno, aunque eso no parece que le preocupe a nadie. Con las restricciones por la pandemia podemos estar un máximo de 41 y ahora mismo debemos ser casi 50. Hay varias personas sentadas en asientos prohibidos, tapados con cintas amarillas en cruz a los que casi les hace falta una calavera con unos huesos cruzados. Llevamos un año en pandemia, pero sigue habiendo inconscientes que pasan de todo, así que ¿por qué hacer caso a medidas tan simples como no sentarse en los sitios marcados?
Los pocos jóvenes que están ahora en el transporte público tienen los ojos fijos en la pantalla del móvil. De los 25 años hacia abajo somos todos bastante similares. Se nos reconoce por las grandes mochilas o bolsos, el móvil siempre en la mano y la expresión de querer estar en cualquier sitio menos aquí.
A la quinta parada, llegamos a la Plaza de la Seo y gran parte del autobús se baja. Entre los que quedamos se escucha a una chica hablar por teléfono: “Que sí, que ya llego, que voy en el bus y llego en 5 minutos”. El “que ya llego” es una de las cosas que más se pueden escuchar en el transporte público. Es una mentira que todos decimos y nadie cree.
Entrar en la Plaza España siempre me fascina, es un completo caos: autobuses, coches, bicis, personas cruzando por todos los lados… y cada uno encuentra su lugar en medio del desorden. Parece increíble cómo somos los ciudadanos, cuando nos ponen en una fila con los límites marcados y hasta indicaciones en el suelo cada uno hace lo que da la gana. Eso sí, pon en una rotonda un carril para autobús, dos para coches, uno para bici y un paso de cebra, entonces ahí mágicamente todos saben qué hacer y cómo hacerlo. Curioso, ¿a qué sí?
Baja la mayor parte del bus, todo está en silencio. No sé si es una de esas cosas que no ocurren muy a menudo o es que siempre voy con los cascos y la música demasiado alta. Solo se escuchan los golpecitos que el chico sentado detrás de mí está dando al asiento. Una llamada de teléfono me sobresalta, esta vez es un señor de unos 60 años el que entona el “que voy en el bus, llego en 5 minutos”. No fueron 5 minutos.
Ya veo mi parada, Avda San Juan Bosco número 10, me levanto y me acerco a la puerta. Con una última mirada repaso a mis compañeros de viaje, gente anónima con los que vengo compartiendo a diario virus, bacterias, sudores. Algunas caras sí me suenan, de coincidir en horarios. Nadie diría que de algún modo somos también una unidad familiar. Me echo gel hidroalcohólico, miro que no me atropelle ninguna bici y me tiro a la calle.
Viaje en el 38 a media mañana
Son las 12.15. Me monto en la línea 38, como todos los días, que me lleva de la puerta de nuestra vieja Facultad de Filosofía y Letras hasta cerca de mi casa, por el casco antiguo. Tuve fortuna al elegir mi piso. Llevo tres años empleando el transporte público como chófer privado, sin necesidad de recurrir a plataformas del nuevo liberalismo como Uber o Cabify. De mi portal a la uni, y de la uni a mi portal. Unos veinte minutos de trayecto que se repiten día a día. Tiempo más que suficiente para ver como transcurre la vida de zaragozanos y zaragozanas que suben estresados. No suelo estar atento a las conversaciones del resto, pero desde que dejé de usar auriculares para escuchar música (un vicio que acabé por aborrecer), algo cae.
Es miércoles, y a esta hora la gente suele estar trabajando. Los estudiantes como yo tenemos un sitio vip en el bus, prácticamente vacío. Solo algún que otro estudiante más y alguna jubilada ocupan los pocos asientos disponibles en plena pandemia. Apuntes, auriculares, bolsa de la compra. Lo típico. Llega la primera parada, pocos metros después. Una parada fantasma en plena Avenida Valencia. Os prometo, porque jurar no es lo mío, que en estos tres años habré visto subirse o bajarse del bus aquí a menos personas de las que hay montadas en este momento. Ya he gastado suficientes segundos de mi vida en este asiento como para no resaltarlo. Zaragoza es esa ciudad capaz de aglutinar paradas inútiles en pocos metros y hacerte cruzar el Ebro a nado para llegar a la siguiente. No tengo dudas de que las ciudades deberían estar gestionadas, en su totalidad, por la gente de los pueblos. Mejor les iría. Aunque aquí no soy objetivo (soy de pueblo, por si no está claro).
La siguiente parada tampoco es el metro en hora punta, pero se ven atisbos de vida de vez en cuando. Son las 12.20 y el bus ya se dirige hacia Hernán Cortés, un alto en el camino frente a un gimnasio de franquicia. De esos que lo mismo se encuentran al lado de Puerta del Carmen que de un kebab berlinés. En definitiva, una muestra más de la decadencia de los barrios. Lo cierto es que podría haber aprovechado la cercanía con este gimnasio, lo admito, pero suficiente deporte hago viviendo en un quinto sin ascensor.
Tras pasar esta calle, en la que no se ha subido absolutamente nadie procedente del gym, como dicen los modernos, llegamos a uno de los puntos críticos del trayecto: Paseo Pamplona. Una jungla con dos o tres marquesinas seguidas, con tres o cuatro líneas cada una. Un aluvión de autobuses confluye, entre pitos e improperios, para imponer la ley del más fuerte. Es decir, la ley de tráfico, en la que buses y taxis tienen preferencia, en ocasiones llevada al límite. Esto último lo digo por experiencia, no tanto como pasajero sino como conductor indignado que pervierte el castellano cada vez que va al volante. Me enciendo solo de pensarlo, ¡cojones!
Un hombre de mediana edad decide que es buen momento para llamar a su tío Julián. Cree que la forma más eficaz es ordenárselo a la inteligencia artificial.
- Siri, llama a Tío Julián.
- …
- Siri, llama a Tío Julián.
- …
- ¡Siri, llama a Tío Julián!
En mi opinión, era mucho más rápido buscar el contacto por la ‘T’, pero como no he tenido la fortuna de tener iPhone, no puedo opinar. Si todo el mundo lo usa, por algo será. Digo yo.
Cuando nuestro amigo consigue, por fin, contactar con su tío Julián, el 38 baja por Independencia hasta el Coso, parada obligatoria. En los trayectos de ida, el autobús se vacía casi por completo. En los de vuelta, como este, ocurre el fenómeno contrario. Me incorporo y voy hasta las puertas de salida. Aunque esos últimos metros pueden ser un fastidio, teniendo en cuenta que mi rodilla no está para demasiados virajes bruscos tras una operación demasiado reciente. Y os aseguro que los frenazos y acelerones son comunes; son ya parte de mi rehabilitación. Tras el sprint final, llego a mi destino. Rocío mis manos de un gel hidroalcohólico tan desinfectante como maloliente y bajo del autobús. Son las 12.35 de un miércoles cualquiera en Zaragoza.
Si después de este paseo en autobús te has quedado con ganas de más, te dejamos aquí las anteriores crónicas de Zaragoza inconclusa: