El escritor que creía en los fantasmas: Sir Arthur Conan Doyle
Marta Sofía Ruiz//
El creador del detective del 221B de Baker Street inventó a uno de los personajes más racionales de la literatura. Sin embargo, creía firmemente en la necesidad de médiums en las comisarías, algo que Holmes habría despreciado.
El día que murió Sherlock Holmes, muchos obreros ingleses portaron crespones negros e incluso los periódicos publicaron necrológicas, acompañadas de expresiones de duelo. Miles de cartas comenzaron a llegar a las editoriales y cabeceras más destacadas y al mismísimo 221-B de Baker Street. Desde los ciudadanos de a pie al príncipe de Gales, todos lamentaron el final del héroe y se cuestionaron la decisión del autor. Arthur Conan Doyle, el ilustre inventor de uno de los personajes más recordados de la literatura, se había cansado de su creación.
El padre de Holmes no fue un escritor al uso: médico, caballero del Imperio Británico y firme creyente en el espiritismo. Sus libros sobre el famoso detective de Baker Street le permitieron ganarse una reputación en el estudio del crimen. El método deductivo de Sherlock creó escuela entre los oficiales británicos y el autor llegaría a aconsejar a la policía en algunos de los casos más famosos de la época. Con Jack el Destripador o el “secuestro” de Agatha Christie, la opinión popular lo situaría como un valedor de la buena investigación y de la resolución de misterios. Sin embargo, Conan Doyle, creador del serial y de un nuevo género de ficción basado en la razón de su personaje, terminaría su vida haciendo una férrea defensa de la necesidad de médiums en las comisarías. Y de la validez de la ayuda del más allá en las investigaciones policiales.
El creador del genio
Doyle nació el 22 de mayo de 1859, descendiente de una familia católica. Parte de la infancia del escritor queda reflejada en sus historias. Sus padres se casaron cuando Mary solo tenía 17 años y acaba de volver de Francia tras estudiar heráldica. La educación de su madre, quien le leía libros y le inculcaba la necesidad de ser un caballero, sería su primera influencia en la literatura. Charles Doyle, del que el escritor heredaría el apellido, aparece de forma repetida, pero camuflada, en las historias del autor. Era alcohólico crónico, sufría depresiones y epilepsia y terminó sus días en un sanatorio. Su madre, Mary, le llegó a enviar a un internado en Inglaterra cuando solo tenía 9 años, en un intento de alejarle de la cada vez más deteriorada situación familiar. Pero eso no evitaría que la figura del marido alcohólico y violento apareciera de forma repetida en las historias de Holmes quien, además, padecía su propia adicción -la cocaína en una disolución del 7 por ciento-.
Cuando Doyle se refería a sus progenitores, en cartas y manuscritos, el distinto afecto que sentía por ambos quedaba patente. De Charles, arquitecto y dibujante que llegaría a ser jefe de Obras Públicas de Edimburgo, afirmó: «Ya sabe cuánta es mi admiración por él, aunque sospecho que existe poca simpatía intelectual entre nosotros dos». Sin embargo, al hablar de su madre, las palabras rebosaban respeto y amor: «En todo momento era una dama, una señora, igual cuando le regateaba al carnicero o regañaba a una empleada atolondrada, pero también cuando revolvía el guiso con la cuchara de madera mientras sostenía con la otra mano la ‘Revue des Deux Mondes’, leyendo muy cerca de sus ojos miopes». Sería su madre la que le llamaría «grandísimo burro» en una famosa carta tras la muerte de Holmes. Y la que le animaría a aceptar el título de Caballero del Imperio Británico.
La universidad y el nacimiento de Holmes

Mientras estudiaba Medicina en la Universidad de Edimburgo, Doyle se enroló en un ballenero que se dirigía al Ártico, y que necesitaba un médico. Allí, el joven viviría la que describió como “la primera verdadera aventura de su vida”. Partió con varios libros y cuadernos en blanco. En uno de ellos escribió una crónica del viaje y creó alrededor de setenta dibujos. Doyle narraba su torpeza para caminar por el hielo, el miedo que pasó al caer al mar helado o la tristeza que le causó la muerte de Andrew, el miembro más anciano de la tripulación. En la anotación del 19 de marzo, el escritor, de entonces veinte años, decía: “Ojalá se despejase la bruma. Llovizna un poco. Cane y Stewart estuvieron boxeando por la tarde. Hablé de literatura con el capitán, piensa que Dickens es poca cosa al lado de Thackery”. Al volver de su viaje, había ganado solo cincuenta libras. Debido a sus notas no le aceptaron en ningún hospital, así que volvió a estudiar. Sería entonces cuando Joseph Bell le daría clase de cirugía. Este profesor, al que muchos han señalado como el principal inspirador de Holmes, enseñaba técnicas quirúrgicas y hacía deducciones y observaciones sobre la gente a la que trataba. Características reconocibles en el detective. Sin embargo, los teóricos no sitúan a Bell como el único ‘muso’ de Sherlock. Bryan Charles Waller -un médico que vivió alquilado en la residencia de los Doyle y cuya renta salvó durante una época a la familia del asilo- también aportó parte de sus rasgos al detective. Especializado en patología -se hacía llamar ‘patólogo consultor’- mandón, creído y rápido en sus decisiones, es reconocible en el morador de Baker Street. Sin embargo, -y a pesar de que en un comienzo el detective nació influido por las distintas figuras que habían pasado por la vida de Doyle- pronto empezó a tener personalidad propia.
Detrás de un gran escritor, no hubo una sola mujer

Mientras Holmes se mantenía apartado de las mujeres -a pesar de las historias que proliferaron alrededor de Irene Adler, especialmente durante el “Gran Hiato”, la época en la que el detective estuvo literariamente muerto- Doyle tuvo dos grandes amores. Louise Hawkins, ‘Touie’ de forma cariñosa, fue la primera mujer del escritor, con la que tuvo dos hijos. Mujer tranquila, hogareña y fiel compañera del autor, contraería tuberculosis. A pesar del traslado temporal de la familia a Suiza, la señora Doyle no volvería a recuperar la salud, y pasaría los últimos años postrada en cama, prácticamente inválida, hasta su fallecimiento en 1906.
A Jean Leckie la conoció en 1897, experta amazona y mezzosoprano. Ambos se enamoraron de manera instantánea, aunque no consumarían su relación -al menos según los respetados biógrafos de Doyle- hasta la muerte de Louise. Los teóricos aluden a su sentido de la moralidad, que veía correcto mantener el contacto con Leckie si no mantenía relaciones con ella. Durante todos esos años su romance sería platónico, a pesar de encontrarse de manera frecuente. Louise, al igual que los amigos y familia cercana del escritor, conocía la relación, pero –al menos según los datos conocidos- la disculpaba.
Finalmente, tras el fallecimiento de ‘Touie’ y el posterior periodo de duelo por su esposa, Jean y Doyle se casaron, en septiembre de 1907. A pesar la discreción de la boda, los periódicos de la época le dedicarían titulares: “Marriage of Sir Arthur Conan Doyle” (London Morning Post), “Sir Arthur Conan Doyle weds miss Jean Leckie” (New York Herald), “Detective-Master and his bride” (Berliner Zeitung), “Sherlock Holmes quietly married” (Buenos Aires Standard) o “Lady Detectives” (La Chronique, de Bruselas). El escritor tenía cuarenta y ocho años, su nueva mujer era diecisiete años menor. Con ella tendría tres hijos.
Las cataratas de la discordia
Mucho se ha debatido sobre los motivos que llevaron a Doyle a escribir El problema final, en el que Holmes muere despeñado con su archienemigo, Moriarty. Las páginas de aquel número de diciembre de 1893 de The Strand Magazine ponían fin a la existencia de un héroe popular que había nacido cuando el escritor aún soñaba con ser un médico de éxito y tenía tanto tiempo libre en su consulta de oftalmología que se dedicaba a escribir.
Cuando Sherlock Holmes apareció por primera vez en Estudio en escarlata, como un estudiante independiente de química con un olfato especial para la resolución de crímenes, Doyle era incapaz de predecir el éxito del que gozaría el personaje. El aumento de la popularidad del detective esclavizó al autor, que debía ingeniar nuevas aventuras que se leían a ambos lados del Atlántico. Pero Sherlock no era su gran legado. Doyle prefería las novelas históricas, aquellas que le valieron el título de Sir por su defensa de la guerra de los Boers y que el público general no conoce.
Tras el éxito de los primeros relatos, los editores querían más historias que calmasen la demanda de los admiradores de Sherlock. El éxito de Escándalo en Bohemia le permitió subir los precios y aumentar aún más su paga, de las 25 libras que había obtenido con esta obra, hasta los 35 en las siguientes. The Strand Magazine estaba dispuesta a pagar cincuenta por cada nuevo relato, que a partir de entonces ya se agruparían bajo el nombre genérico de Las aventuras de Sherlock Holmes.

En 1891, Holmes y Conan Doyle ya eran nombres que sonaban en todos los hogares. Doyle había dejado de ser un personaje desconocido y abandonó el ejercicio de la medicina para dedicar todo su tiempo a escribir. Comenzaron a proliferar otros escritores que lo imitaban, con sus respectivos competidores del ilustre Holmes. Había llegado la hora de que el detective encontrase la muerte en las cataratas suizas de Reichenbach.
Un héroe inmortal
Sin embargo, Holmes ya era inmortal. A finales de 1895 Conan Doyle y su primera esposa viajaron a Egipto y allí se sorprendieron al descubrir que los relatos de Holmes habían sido traducidos al árabe por encargo del Gobierno del virrey turco. Además, habían sido seleccionados como libros de texto para la realización de tareas de investigación de la policía. Conan Doyle se molestaría en una ocasión cuando, un agente egipcio, tras examinar los rasgos de su rostro de forma minuciosa – al estilo de Sherlock Holmes según su interpretación del manual-, llegó a la conclusión de que mostraba “tendencias criminales”. Parecía que las cataratas suizas no iban a ser el final que Doyle deseaba para su personaje.
En agosto de 1901, The Strand Magazine decidió publicar por capítulos una novela corta que Doyle había escrito previamente y que se situaba antes de la muerte de Holmes, El perro de los Baskerville. Se ha escrito mucho sobre la autoría de esta novela y el grado de participación de Bertram Fletcher Robinson en la escritura del libro. Doyle lo mencionaba en los agradecimientos, aunque en posteriores discursos, su explicación sobre la participación de su amigo cambiaría desde una “colaboración” a “él mencionó la leyenda”. Discusiones aparte, el original estaba escrito por Doyle y posteriores análisis han determinado que se trata del estilo propio del autor. La temprana muerte de Robinson avivaría, sin embargo, las teorías conspiratorias, que llegaron a afirmar que Doyle mató a su amigo ante una posible denuncia por plagio. El perro de los Baskerville se convirtió en un éxito de ventas y The Strand Magazine llegó hasta una séptima edición. La publicación de la historia en formato libro solo contribuyó aún más a su popularización.
Estos resultados desencadenaron una lluvia de ofertas de editores de Londres y Nueva York que deseaban volver a publicar nuevas historias del héroe londinense. Doyle insistía, sin embargo, en que no tenía ninguna intención de resucitar al detective, pero las ofertas se volvieron difíciles de rechazar. La revista Collier’s llegó a ofrecer 4.000 dólares por cada relato, con independencia de la extensión. Se mostraban interesados por un mínimo de seis episodios, pero se comprometían a publicar todos los que escribiese. Finalmente, firmaría un contrato de ocho historias con Collier’s, prorrogable a doce. También se publicarían en The Strand Magazine, con la que Londres vivió el retorno de Holmes.
Y tras unos años, resucitó de entre los muertos
Ante la necesidad de resucitar su personaje, Doyle debía encontrar una manera de hacerlo creíble. El detective había muerto en Reichenbach. Watson era testigo y poseía la carta que Holmes le había dejado. Finalmente, Doyle encontró la fórmula. Tras morir Moriarty al caer, Holmes ve la posibilidad de librarse del acoso de sus seguidores y finge su propia muerte, para despistar a sus enemigos. Tras estas series, otra novela, El valle del terror, que discurre casi toda en Norteamérica, vio la luz en 1915. En años posteriores se produjo un descenso notable de los relatos de Holmes, hasta que la serie concluyó en 1927 con la publicación de la aventura de Shoscombe Old Place.
Trevoll Hall, crítico de la investigación paranormal y profundo conocedor de las figuras de Sherlock Holmes y su creador, afirma que algunos de sus últimos relatos, de segundo orden, desarrollan ideas o manuscritos que había apartado por poco aprovechables en años anteriores. En opinión de Hall, alrededor de 1920, con Doyle volcado en el espiritismo, disponía de poco tiempo para crear nuevos relatos centrados en una figura que despreciaba lo sobrenatural. Su hijo Kingsley había muerto en la guerra y el escritor se refugió en los médium y en la posibilidad de contactar con él. El padre de Holmes necesitaba creer en algo más.
Ayúdeme, señor Holmes
La fama universal que adquirió Sherlock Holmes en las décadas posteriores a 1890 tuvo una consecuencia inesperada para Doyle: comenzaron a lloverle cartas de admiradores que le contaban las más pintorescas anécdotas y problemas que le daban ideas para nuevos relatos.
Conan Doyle siguió recibiendo cartas durante toda su vida, dirigidas al 221 B de Baker Street, un número que entonces no existía pero que coincidió hasta el año 2002 con las oficinas centrales de la Abbey National Building Society. En 1951, debido al volumen de la correspondencia, la empresa asignó personal para atender las cartas que le llegaban a Sherlock Holmes. Aquel año, con motivo de una exposición organizada para el Festival of Britain por la biblioteca Marylebone – en la que podía contemplarse la sala de estar de los apartamentos de Baker Street- se proporcionó a la estafeta de correos de Londres una dirección a la que enviar la correspondencia destinada a Sherlock. En la actualidad, el 221, alberga un museo sobre el famoso detective, que responde las cartas que aún recibe.

Elemental, querido Arthur
Como el creador del detective más formidable que ha dado la literatura y erudito de la criminología, Doyle fue una de las doce personas a las que se invitó a formar parte de un club distinguido con un apelativo bastante opaco: Nuestra Sociedad. Sin embargo, no tardaría en ser conocido de forma popular como El Club de los crímenes. Corría el año 1904. Los miembros se dedicaban a estudiar los delitos de su tiempo, pero mantenían sus deliberaciones en secreto, de forma que, un siglo después, poco se conoce de los asuntos que trataban.
Se reunían para cenar, tres o cuatro veces al año. Al concluir la velada, se presentaba una disertación sobre algún crimen famoso histórico o contemporáneo, en la que en ocasiones participaban los abogados que habían formado parte del caso para aportar datos novedosos sobre el proceso, ocultos a la opinión pública.
Conan Doyle formó, además, parte del reducido grupo de miembros que se citó en el East End de Londres para ir tras los pasos de Jack el Destripador, que, en otoño de 1888, cuando se publicó Estudio en escarlata en formato libro, ya había matado a no menos de cinco mujeres en Whitechapel.
Así, Churton Collin, H.B. Irving, el doctor Cross y Conan Doyle acompañaron al doctor Frederick Gordon Brown y a los detectives de la policía londinense que estaban más al tanto de las circunstancias de los crímenes en unas pesquisas destinadas a descubrir al autor de los asesinatos que conmocionaban al país. Algunos estudiosos señalan a ese grupo como el que apuntaría a la posibilidad de que el autor fuera un carnicero o un médico, debido a sus conocimientos anatómicos.
A lo largo de los años, Doyle colaboraría con la policía en numerosas ocasiones. En algunas de manera oficial y en otras de forma extraoficial, al ser preguntado por periodistas o admiradores acerca de su postura en un caso concreto. Así, participó de forma decisiva en casos como el del inglés de origen indio George Edalji – conocido como el caso Dreyfus inglés- y sería clave en su liberación. También intervendría en el secuestro-desaparición de Agatha Christie, en 1926, cuando acudió con un médium a la comisaría. El vidente, a partir de un guante de la escritora, supo decir que ella estaba viva y que aparecería en pocos días ya que se encontraba molesta por algo. De hecho, Christie, enfadada por los escarceos de su marido, a quien se negaba a conceder el divorcio, se había ido durante unos días a un balneario- sin avisar a nadie- donde se inscribió con un nombre falso.
Ayuda policial del más allá

Tras el caso de Agatha Christie, Doyle había tenido diferencias con el periodista y escritor de novelas policiacas Edgar Wallace. Según este último, la explicación de aquel misterio debía buscarse en el estado de salud mental de la novelista. Doyle, como se ha mencionado, había recurrido a un vidente. Ambos protagonizarían una serie de artículos cruzados en diferentes publicaciones, acerca de la validez de los médiums en las investigaciones policiales. Todo comenzó con las declaraciones de Doyle en las que afirmaba que “siempre habría un vidente” en las comisarías bien dotadas del futuro.
En 1929, Doyle inició un periplo de la causa espiritista, en Holanda y los países escandinavos. Sin embargo, al llegar a Estocolmo, sufrió una angina de pecho que le obligó a regresar a Inglaterra. Ya en el país británico, y aparentemente recuperado, retomó su cruzada por el más allá. En julio de 1930 formó parte de una delegación que expuso ante el ministro del Interior una serie de quejas sobre las dificultades que encontraban “los médium auténticos” por la vigencia de las leyes de represión de la brujería de la época de Jacobo I (1566-1625). Estas normas eran utilizadas por la policía para intentar evitar estafas. Esta sería la última defensa del escritor, que fallecería de un ataque al corazón una semana después. Poco antes de morir, escribió: «El lector juzgará que yo he vivido muchas aventuras. Las mayores y más gloriosas me esperan ahora».
Doyle fue enterrado en los terrenos de su mansión de Sussex. En la sencilla lápida que cubre su tumba, la familia hizo figurar la siguiente inscripción:
Acero inquebrantable
Bondadosa rectitud ARTHUR CONAN DOYLE Caballero, patriota, médico y literato 22 de mayo de 1859- 7 julio de 1930Tras la venta de Windlesham, en julio de 1955, sus restos fueron trasladados al cementerio de la iglesia All Saints, en Minstead, cerca de Bignel Wood, donde había comprado una casa en 1925. Allí han permanecido hasta el día de hoy, al pie de un enorme roble sobre el que ya han caído tres rayos.
Autora:
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![]() Estudié periodismo porque creía, y aún creo, que la información puede cambiar el mundo. Devoro libros y series, vivo con los cascos y la sonrisa puestos y consumo los podcast más extravagantes. También discuto sobre política y tengo un cuaderno lleno de notas sobre todas las cosas de las que quiero escribir.
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