“Chicago, siempre nuestro”

Cristina Morte Landa//

El café bar Chicago se encuentra en el barrio zaragozano de La Almozara. Tiene un tamaño normal, una decoración normal y una ubicación normal. Tiene una comida buena y un precio bueno. Nada es demasiado superlativo en el bar, quizás el café, pero posiblemente los habrá mejores. Lo llamativo es su esencia. Aunque quizás tampoco lo sea para todo el mundo.

Un mosquito en mi café.  Más bien, un mosquito inerte entre los bloques de hielo, la nata y la leche condensada del café bombón de aquel día. No me sorprendió, no nos sorprendió, no era la primera vez.  La mesa de madera envejecida y rancia soportaba el peso de nuestros vasos rebosantes de miles de calorías que no importaban. Nunca lo habían hecho.  Y junto a la nuestra, mesas de diferentes tamaños con pequeños silletes, sillas estándar o grandes bancos, con el mismo sucedáneo rancio de madera anterior, que ya parece ser la marca corporativa del bar. Las grietas se agolpan en el techo y se unen a las servilletas usadas, el polvo y la mugre, en el suelo. La barra y sus taburetes ocupan la mayor parte del ancho del café y resulta difícil saber la cantidad de vajilla sucia que acumula. Una valla de madera cubierta con una descascarillada pintura blanca dividía, junto a dos o tres escalones, el establecimiento en dos zonas y lo convierte. En la parte superior lo mismo que en la inferior, más mesas, más cafés rebosantes, más gente sonriente. Pero esta zona tiene un privilegio, una ventana, la única. A veces, la gente prefiere sentarse junto a ella para poder desviar la mirada en caso necesario. La cortina azul, que hace mucho tiempo que ha dejado de tener el color del mar, emborrona las vistas. Aunque no son gran cosa. Edificios bajos y antiguos, en oposición a los casi recién construidos de calles atrás –también de altura limitada– y una pequeña calle peatonal. No se esperar mucho más. Todo el barrio de La Almozara es así.  Un barrio de contrastes. Un barrio en el que convive lo nuevo y lo viejo. Con pequeñas y estrechas calles peatonales y dos grandes avenidas paralelas repletas de comercios. Zonas verdes llenas de parques y alegría y otras áridas en las que los protagonistas son los coches estacionados. Un centro de salud remodelado. Dos fruterías y tres peluquerías por cada metro cuadrado. Dos institutos y tres colegios. En eso se basa la antigua “Química”.

Bar Chicago 2Jugueteé con la pajita de mi café utilizándola como caña para pescar al mosquito. Lo saqué y comencé a beber. No era un café bombón normal, era el Louis Armstrong de los cafés. Quizás exagere pero es lo propio estando donde estamos. En la “ciudad del viento”. En el café bar Chicago, las cartas de comida llevan plasmada la imagen del mítico “Chicago Theatre”. Armstrong reina y destaca retratado en cuadros en blanco y negro sobre la pared azul, hay discos de vinilo apilados y un maletín antiguo de trompeta sobre una balda situada a la altura perfecta para pasar desapercibida. Una banda de jazz en miniatura, hecha con goma EVA corona la puerta del establecimiento por dentro, y por fuera, la madera de la fachada adorna sus laterales con estrechos y alargados retratos de dos dandis. Sin embargo, la decoración chicaguense convive con otro tipo de adornos más mundanos: un cachirulo apisonado por una minitalla de la Virgen del Pilar, una gigante chapa de Coca- Cola de un vibrante color rojo, un calendario de gatitos, un extintor colgado en la pared, dos televisores flotantes, una pantalla de proyección semejante a la de las clases universitarias y varias láminas antiguas de la bebida de la fórmula secreta repartidas sin criterio aparente ni armonía estética. Una combinación extraña pero funcional y es que, la decoración siempre queda en un segundo plano en el bar.

Un río de nata se escapó por los laterales de mi vaso. Era grande, muy grande si tenemos en cuenta su valor de 1,90€. También contenía un líquido dulce, muy dulce, quizás demasiado, pero era lo lógico al combinar ingredientes como la leche condensada, la nata, el azúcar, la canela y el sirope de chocolate.  Mientras sorbía la leche condensada, me sentía cómoda, todas lo estábamos allí, aunque no supiéramos el porqué.  La bebé que estaba en la mesa contigua hacía una hora que estaba llorando. No era un llanto normal. Era implacable y agudo. Era capaz de irritar hasta a los más amantes de los niños. Un olor fétido comenzó a expandirse por el local tan rápido que, para cuando los camareros se percataron y salieron armados con unos ambientadores de marca barata, los clientes ya cuchicheaban, se tapaban con sus bufandas o se miraban los unos a los otros con una expresión mitad risueña, mitad asqueada. Nosotras nos dimos cuenta, por supuesto que lo hicimos. Pero no nos sorprendió. No era la primera vez. No había mucha gente para ser un sábado a las seis de la tarde. Tampoco hacía falta. Seguía habiendo mucho barullo.  Mientras, la bebé seguía llorando. Mientras, el olor seguía incrustado en nuestras fosas nasales. Mientras, el estruendo provocado por tres vasos impactando contra el suelo, hizo que la bebé llorase, aún más, fuerte.  Mientras, mi bolso se cayó al suelo y en el segundo que tardé en cogerlo, se había convertido en el hábitat perfecto para las pelusas, el polvo y los pelos. Mientras, el camarero rompió un vaso, otro vaso, en nuestra mesa, lo que se tradujo en una bayeta deslizándose con esmero y parsimonia. No era una bayeta normal. Su color amarillo natal se había tornado en un tono pálido con grandes manchas negras. El olor agrio y rancio que emanaba hizo que la limpieza de la mesa ensuciase, de nuevo, nuestras narices.

Bar Chicago 3Llegaron las patatas, estozoladas las llamaban. Representan el “plato estrella” del bar, según José María, uno de los dos hermanos encargados del negocio.  Están buenas, muy buenas.  Patatas, huevo, beicon o jamón son los ingredientes, todo ello aderezado con mucho pimentón dulce. A veces, resultan demasiado aceitosas. Otras, parecen no estar cocinadas del todo. Pero las comandas de comidas o cenas siempre incluyen al menos, una ración por cada mesa de comensales. Son el “plato estrella”.  Y eso nosotras ya lo sabemos

Una patata cayó sobre el cristal que cubría la mesa, emborronando la visión de las servilletas. Servilletas que decoran la mesa bajo el cristal, como si de objetos de coleccionista se tratase. Servilletas que son la huella, la memoria de la clientela del Chicago. Mensajes de agradecimiento, declaraciones de amor, peticiones de matrimonio, poesías e incluso un método para ligar. Un método, dudosamente efectivo, a través del cual un tal José ofrecía su número de teléfono y su cuenta de Instagram a todas las chicas “preferiblemente rubias” para lo que surgiese. En todo ello se han convertido unas simples servilletas de papel que la gente lee y escribe mientras llegan sus cafés y sus patatas estozoladas.

“Chicago, siempre nuestro”, escribimos una vez. Y realmente así lo sentimos. Al menos una vez por semana desde hacía 5 años nos reunimos allí. Hacemos y deshacemos viajes, pensamos en el futuro, nos enamoramos, diseñamos entrevistas y trabajos académicos, criticamos, nos reímos y nos peleamos, e incluso fantaseamos con la idea de tatuarnos un café bombón en la parte externa de la muñeca, dónde finalmente un corazón comenzó a formar parte de nuestra piel.

No es un bar especial, los hay mejores en nuestro barrio. Bares con una decoración cuidada y un delicioso aroma a café; bares pequeños, pero acogedores, con sillones y sofás para sentirte como en casa; bares grandes y luminosos, con olor a limpio y tapas exquisitas. Tradicionales y modernos conviven en un barrio de, aproximadamente, 25000 habitantes. Pero el Chicago siempre había sido – y seguía siendo – una buena opción. Abrió en el año 2000 y creció paulatinamente hasta llegar al éxito innegable que tiene hoy. Siempre con los turnos de comidas y cenas completos, siempre la opción de muchos que quieren pasar un rato solos o en compañía. Siempre tan ruidoso, con ese barullo irritante, aunque no haya gran cantidad de gente.  Siempre con niños. Siempre con amabilidad y sonrisas. Siempre con esos elevadísimos niveles de azúcar que tienen enganchada a toda la clientela por sus competitivísimos precios.

Bar Chicago 4

Un bicho sobrevoló mi cabeza y huyó despavorido por el agudo chillido que salió de mi boca ante la advertencia de mi amiga. “Son bichos del café, intentamos erradicarlos, pero con las plantas y eso…”, respondió Carlos – la otra mitad de los dos encargados del bar – visiblemente avergonzado. No me importó su respuesta.  Ni siquiera sé por qué le pregunté. Cualquiera que fuera su respuesta tendría la misma repercusión en mis actos: seguir acudiendo allí cada semana de cada mes. Había bichos, ráfagas – más constantes de lo que deberían – de olores nauseabundos, a mitad de camino entre el huevo podrido y la humedad, camuflados parcialmente por tres ambientadores automáticos. Pero da igual, seguiremos yendo. No es el café, no son las patatas, no es la ubicación, no son las vistas, no es el precio. Todo ello puede contar con un sustituto indudablemente mejor en cualquier lugar. Quiero creer que es algo esencial. La esencia que emana el Chicago y que nos hace entir cómodas.  Cada semana necesitamos nuestra dosis de café, de amistad, de complicidad. Hemos cambiado, explorado y descubierto nuevas opciones, pero siempre volvemos aquí. Sí, lo que nos une al bar es lo que representa en nuestras vidas. Y lo que representa no es nada más que una parte de nosotras. Una parte llena de recuerdos, de risas y de todos los momentos aquí vividos. Una parte en la que siempre estamos en el mismo sitio, haciendo lo mismo, pero nunca caemos en la rutina. Una parte que describe quiénes somos.

Fuimos a pagar. Una ridícula cantidad en comparación con lo que nos aporta. “Adiós a las clientas más guapas”, dijo la camarera. No me sorprendió. No nos sorprendió.  No era la primera vez.

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