Confidencia en la UCI: tratado de la agonía grabada

Texto y fotografías: Ignacio Pérez//

Malos tiempos corren para la confidencia. El secreto cómplice que antes construía y destruía imperios a su antojo se ha topado de lleno con la pandemia digital. Eloy Fernández Porta analiza esta pulsión vital en su último ensayo, una obra lúcida y ecléctica en la que se explican las claves de la gran batalla que este fenómeno tendrá que librar por su supervivencia.

Resulta paradójico, pero Eloy Fernández Porta no aguanta las confidencias. Hubo un tiempo en el que sí, en el que podía compadecer a un desconocido que le contaba que su mujer se estaba muriendo de cáncer, o en el que podía pasárselo bien conversado con la antigua jefa de un burdel en Colombia. Pero ahora ya no. Sus nervios, dice, se han escindido de su cuerpo, y con ellos se ha esfumado también su escaso don para la empatía.

El ensayista barcelonés narra su deriva misantrópica en los textos autobiográficos que, de vez en cuando, aparecen en su última obra: En la confidencia. Tratado de la verdad musitada (Anagrama, 2018). Extrañamientos, sueños y explosiones de ira que parecen guiar al autor a la hora de revisar la naturaleza y la mutación de la confidencia en los terrenos del género, el Estado y las redes sociales.

“Te voy a contar un secreto, pero no se lo cuentes a nadie”. La confidencia nos perturba, nos sacude. Es –o más bien era– un poder desestructurante y, como todo mito patriarcal, fue una mala mujer la que lo creó: un dios reinaba sobre los demás en el parnaso egipcio. Era Ra y su poder residía en que solo él conocía su nombre sagrado. Fue Isis la que creó una serpiente e hizo que picara al rey de reyes. A cambio del antídoto, le exigió su nombre. Isis crea así la confidencia, el desconocimiento, el goce de saber y el temor de ignorar.

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Un factor que revuelve lo social y lo personal. Un elemento que hace, por ejemplo, que Eloy Fernández Porta chille que “la medicina es inútil”; se cubra con la bandera de Estados Unidos y finja ser un perro con rabia; se desdoble y simule una discusión entre una América psicópata y una Europa pusilánime, o se transforme en un colono que se presenta a los nativos norteamericanos con un estandarte con una chica playboy. Confidencias performativas y esquizofrénicas con las que Porta presentó su último libro la pasada semana en Zaragoza, en el sótano de la Casa Amarilla.

Es tan fácil analizar las redes sociales como espacios de libertad y de confesión, como espacios de hipersensibilización y abrumante ego… Al fin y al cabo, es lo que nos han hecho creer. Eloy Fernández Porta se ensaña con este tópico y lo reduce a cenizas: no existen las redes sociales, no hay ego en ellas –ojalá lo hubiera–, solo hay Gran Otro.

El selfie es una buena metáfora de ese espejismo social. Nos observamos desde fuera, nos construimos desde fuera. Cual sadomasoquistas, disfrutamos de la exposición, del interrogatorio, de la calumnia. Y pasamos por alto que esos criterios y atributos a través de los cuales nos definimos nos han sido dados de manera nada altruista. La maraña mediática es nuestra nueva madre, nuestro nuevo Dios, nuestro nuevo Estado. Es también la técnica de marketing más exitosa que jamás ha existido: somos autorretratos de empresas, logos corporativos, llaveros. Somos merchandising.

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Nos va el sado, de eso no hay duda. Si no, no se explica que la búsqueda compulsiva de la burla y la desaprobación se haya convertido, según Fernández Porta, en el rasgo que nos define como ciudadanos digitales. Nos gusta tentar al Gran Otro y que este se manifieste en forma de haters, en forma de críticas y calumnias. Sentir vergüenza y sentirse víctima nos recuerda que estamos vivos, que el Gran Otro vela por nosotros. Pero se nos olvida fácilmente, por eso necesitamos enchufar el modo interrogatorio de Facebook e Instagram y dejar que el Gran Otro nos mime, que sus nervios se unan a los nuestros y hacernos creer que todavía hay espacio para el secreto cómplice.

En contraposición a la desvalorización que sufre la confidencia en el terreno digital, el secreto cómplice es un valor en alza en el ámbito del género. La cotorra, la chismosa, la metomentodo… La confidencia siempre fue mujer. Era desestabilizante, algo relacionado con los fluidos, con la risa, con el vino. No podía ser otra cosa más que femenino. Frente al acto elocutivo masculino, estaba la potencia confidente de la mujer. Lo del hombre siempre es; lo de la mujer solo puede llegar a ser.

Pero la crisis de la masculinidad ha cambiado las tornas. Frente al feminismo de tercera ola, surge el hombre metrosexual, el hombre lumbersexual, el hombre agénero. Contrafeminismos neocom que surgen en el país donde más se está dejando sentir la crisis de la masculinidad –Estados Unidos—y que basan su superviviencia en la fagocitación del mal menor. Primero fue la moda y el gimnasio, y ahora es la confidencia.

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Eloy Ferández Porta en mitad de la performace que acompañó la presentación

Más concretamente, las lágrimas, la secreción confesional por antonomasia. Revalorizan así su masculinidad, apunta lúcido Eloy Fernández Porta. Lloran ocasionalmente, se presentan como víctimas del sistema, exhiben orgullosos esa pequeña marca de feminidad, un atisbo de inteligencia emocional. Y les sale bien: parecen menos asesinos, parecen menos genocidas.

No obstante, la masculinidad no es el único sistema que ha tenido que lidiar con la confidencia. El orden mundial siempre se ha basado en ella, más concretamente, en el pánico que genera: sospecho que mi vecino tiene una bomba nuclear, pues yo construyo otra; sospecho que hay espías enemigos, pues yo mando más. Esta gestión política de la confidencia ha calado tanto que hemos llegado a tolerar que un Estado tenga sus propios secretos para, supuestamente, protegernos.

Tan asumida tenemos esa política de la tensión que el hecho de que no haya complots ni traiciones y de que todo dependa de nuestra responsabilidad individual nos extraña y aterra. “¡Dejadnos tener teorías de la conspiración!”, clama Eloy Fernández. ¡Haz lo que sea, Estado, con tal de protegernos! Porque lejos quedan los años en los que eran los propios estados los que pedían a sus ciudadanos que protegieran la nación. El espía nazi podía estar escuchando en cualquier esquina y los enemigos de la RDA podían estar planeando su próximo acto de disidencia en el salón del vecino. La confidencia debía ser exterminada y, para ello, había dos formas de conseguirlo: sirviendo a la patria callando, la fórmula inglesa, y sirviendo a la patria acusando, la socialista.

Hoy, existe una tercera y probablemente sea la más mortífera: el directo, el no permitir siquiera que el secreto cómplice nazca. La distopía del control total llama a la puerta. Al comienzo de su ensayo, Eloy Fernández Porta describe el mundo ideal de los dioses egipcios como un edén sin palabras, sin identidades, sin confidencias. Solo Ra. Parece que las cámaras y las multinacionales han sustituido al decrépito rey sol y que, sin esperarlo, nos encontramos al inicio de la partida. La historia ya sabemos cómo sigue: aparece una Isis y le sonsaca el secreto a Ra; la pregunta es ahora: ¿tienen las cámaras algún secreto?

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