Crónicas del compromiso. Conversando con Patricia Nieto
Kiko J. Sánchez//
Cronista y profesora de Comunicación social y Periodismo en la Universidad de Antioquia (Medellín), Patricia Nieto (1968 – Sonsón, Colombia) es un referente de la crónica colombiana actual. Ha publicado en diversos medios –Soho, Cromos, Revista de El Espectador, Las2Orillas…- y escrito varios libros, como Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2008), por el que recibió el Premio Nacional de Cultura, o Los escogidos (2012), elegido Mejor Libro de Periodismo por el Círculo de Periodistas de Bogotá. También ha participado como documentalista y guionista en documentales como No hubo tiempo para las tristezas, del Centro Nacional de Memoria Histórica, en el que incluso se encarga de la letra de las canciones.
Pasó por Barcelona para impartir un taller en la Universidad de Barcelona y participar, junto a su “amiga de muchos años”, la periodista mexicana Marcela Turati, en una charla de Altäir Magazine. Nosotros, siempre al acecho, nos aseguramos de hablar con ella ya de regreso a su casa en Medellín.
Un fin de semana largo, Patricia Nieto tomó un autobús para ir a Cartagena de Indias, buscando las orillas del Mar Caribe. Trataba tal vez de alejarse unos días del estrés de la redacción de La Hoja de Medellín donde empezaba a trabajar como reportera. Sin embargo, Patricia tuvo una visión que cambiaría su vida y su labor como periodista.
«El paisaje desolador que me sorprendió esa mañana de octubre es la
síntesis de mi patria».
Entre la neblina de las montañas de Medellín surgió la imagen de una mujer que extendía su mano temblorosa pidiendo unas monedas. Esa imagen despertó la mirada de la cronista que, a través de la ventana del autobús, descubría un paisaje de “ranchos recién construidos con plásticos y latas en ese tramo de la vía”. De regreso a Medellín Patricia se puso a indagar. “Y entendí que ellos eran desplazados de la guerra que se vivía en el campo”. Esa fue su “epifanía”. “El momento sagrado [para los cronistas]; cuando el deseo de conocer se revela nítidamente como una posibilidad para la acción intelectual”. La imagen de esa señora, que mendigaba monedas en tierra ajena y que, dice, aún le visita en sueños, le llevó a adquirir un compromiso: dar voz a las víctimas de un conflicto que dura ya casi seis décadas
Y son esas víctimas las que ahora, mientras los primeros rayos del sol iluminan la estancia -de un blanco solo interrumpido por los lomos multicolor de los libros que descansan en las estanterías- hacen que el hablar didáctico, dulce y pausado de la cronista se entrecorte y busque refugio en un trago del primer café de la mañana.
Afinando la voz de los callados
-¿Cuál es el gran interrogante que aún ha de responder la crónica colombiana?
Hay un interrogante muy importante, y es el relato de los victimarios, de las personas que han estado en las armas. Cuando alguna de estas personas es detenida o se entrega a la justicia aparecen en titulares, en las primeras planas, y hacen un relato parcial de lo que ha sido su vida en la guerra. Otros han escrito libros biográficos, en ocasiones mediados por un periodista. Pero pienso que desde el periodismo y las ciencias sociales es necesario trabajar para lograr unos testimonios lo más cercanos a la verdad que los victimarios puedan contar. No sé cuál será el momento, no sé si es este hay que esperar todavía años.
-Alguna vez has dicho que tu país tiende a creer antes al victimario que a la víctima; lograr esos testimonios quizá serviría para cambiar eso
Es muy importante. Cuando los paramilitares empezaron a entregarse por la Ley de Justicia y Paz fueron los primeros relatos y dijeron: sí, masacramos a tantas personas. Sí, tirábamos los cuerpos al río, sí, descuartizábamos los cadáveres, sí, teníamos hornos crematorios… Solo en ese momento gran parte de la población colombiana empezó a aceptar que lo que las víctimas venían denunciando era cierto. La voz de los victimarios apareció para darle veracidad y autoridad a la voz de las víctimas. Gran parte de la población creyó que las atrocidades y los horrores eran ciertos porque el victimario lo testimonió o lo contó, no por las víctimas. Aun así hubo un cambio. Algunos dejaron de ver a las víctimas como locos, como madres histéricas que salían a marchar por las calles y empezaron a leer las crónicas y la historia de este país con otra mirada.
«Por eso yo insisto en escuchar a las víctimas, en seguir investigando y tratando
de encontrar nuevas formas para que sus historias sean recibidas».
Esa actitud de búsqueda constante de nuevos métodos le llevó en 2006 a unir su perfil de cronista y docente en la Universidad para, ayudada por sus alumnos, impartir cursos de escritura creativa para afectados por el conflicto. “Fue una estrategia, una manera de permitir que, sobre todo los campesinos víctimas, contaran con un instrumento que tenían pero no reconocían, que era la posibilidad de escribir. La palabra, su propia palabra, como herramienta”.
Durante los tres años que duraron los talleres, aquellos hombres y mujeres anónimos también despertaron a la relevancia de lo vivido. “Que reconocieran que su historia era importante en la construcción de la memoria del país fue crucial, porque la mayoría decían que eso le había pasado a mucha gente, que era la misma historia del vecino, que a los demás colombianos no les importaba, que había otras historias más atroces y horribles que sí debían ser contadas… “.
El fruto de aquel experimento, los relatos, quedó registrado en tres libros: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El Cielo no me abandona (2007) y Donde pisé aún crece la hierba (2010), “que circularon masivamente y que son motivo todavía de lectura en voz alta en bibliotecas, parques, colegios… Es decir, su palabra se hizo pública y por ese camino reivindicaron su ciudadanía y su carácter de sujetos políticos. Saberse usuarios de una palabra les reconfiguró un poco su noción de ciudadanos con derechos. Con derechos no solo a la reparación administrativa sino a la reparación simbólica que la sociedad empieza a hacer».
-¿Cómo se acerca el cronista a estas personas para que le cuenten vidas en ocasiones tan duras?
Una condición fundamental del buen reportero es tener la capacidad de generar empatía con este tipo de gentes que están en zonas vulnerables, que han sufrido la guerra, que no están acostumbradas ni esperan que alguien las vaya a entrevistar o a interesarse en su historia. Uno tiene que ir con una actitud de mucha comprensión con lo que les ha pasado, pero no de conmiseración. Hay que establecer una relación de igualdad: la señora que me va a contar su historia es igual a mí, somos ciudadanos, somos colombianos, hemos pasado también por el conflicto de distintas maneras, tenemos cosas para decirnos. Y hay que establecer con ellos una conversación más que una entrevista, una conversación larga, que seguramente se va a extender a otras visitas. Que sea un momento de entrega de las dos personas. También una cuenta sus experiencias para crear un ambiente de confidencia en esa conversación. En definitiva, establecer una relación de mucho respeto por la persona que está narrando y ser consciente de que yo la necesito para mi trabajo y tal vez ella no me necesite a mí.
Hay que adaptarse también al ritmo vital de la otra persona. A veces viajas horas en un bus, llegas ansiosa a la entrevista y la persona te dice: “no, vuelva mañana que ahora estoy cocinando o ahora vienen mis hijos e íbamos a ir a misa”. Hay que entender cuándo te han dejado entrar y cuándo tienes que retirarte: entrar y salir de la escena y de la relación con ellos. Saber que son fuentes, personas que nos están contando su historia, pero no son amigos ni parte de la familia. Sería imposible para un cronista que cada fuente se volviera parte de su vida, de sus deberes. Hay que mantener esa distancia para escribir con autonomía el relato, pensando en el respeto por el otro y en la vida del otro, pero sin que eso condicione lo que escribo. O uno termina entrampado en el drama del otro y asumiendo responsabilidades que no son parte del ejercicio sino que terminan por contaminarlo. Es una relación que se establece con el testigo, que él sabe cómo yo que es temporal, que tiene un clímax y luego se desvanece.
-¿Alguna vez no has sabido gestionar bien esa relación?
Sí. Hay una historia que incluso no pude escribir y término siendo un documental (Irma, Jorge Betancourt, 2012) dirigido por otra persona. Es la historia de una niña víctima de una mina antipersona cuando tenía 2 años. Hoy tiene 23 y yo la conocí cuando perdió la pierna, en un hospital de Medellín, recuperándose. Durante toda una década la seguí buscando, visitándola… Al principio no quise escribir porque consideré que era una niña que todavía no entendía bien lo que le había ocurrido. Era una niña con el cuerpo destrozado que ni siquiera entendía lo que eso iba a significar en su vida. Pero seguí en contacto con ella, fui a verla con mis alumnos… Luego empecé a pagarle el colegio, a darle dinero para que se arreglara los dientes… Se convirtió en una relación muy cercana y eso me limitó. No era capaz de escribir su historia. Y entonces decidí entregarles toda la información a los documentalistas, que hicieron un trabajo muy bonito con ella, y fue una manera de sacar la historia y de ir cerrando ese capítulo. Seguimos llamándonos y demás, pero fue una historia larga que no supe manejar y que me ha servido para otras ocasiones.
Nuestra noticia siempre fue la guerra
«Colombia empezó a desaparecer de la agenda informativa cuando empezaron a
bajar los niveles de violencia, los niveles de combate y de guerra. Nuestra
noticia siempre fue la guerra, el narcotráfico y el terrorismo».
-¿Cuál es la situación en Colombia hoy y qué opinas de las negociaciones de paz?
Colombia está en un momento muy especial y muy tenso también. Es el momento que más cerca se ha estado del cese al fuego de las FARC. Pero yo no hablo de un proceso de paz del país porque otros actores que tendrían que estar involucrados no lo están. Este es un proceso de negociación entre el gobierno y las FARC solamente, aunque eso creó en el país una sensación de que es posible vivir con unos índices menores de violencia, que es posible soñar, pensar en, al menos, el desarme de una de los ejércitos más grandes del continente. Todo está un poco pendiente de lo que pase en La Habana, aunque ese paréntesis ha permitido el desarrollo de iniciativas ciudadanas de paz, de reconciliación y de memoria en muchas partes del país. El país empieza a encontrar unos agujeros por los que respirar a otro ritmo distinto del de la guerra. Y eso es interesante de observar y es interesante de narrar.
Pero en los antecedentes crecen las dudas de Patricia respecto a las consecuencias de un posible desarme de las FARC. «Cuando en 2007 y 2008 se desmovilizaron los paramilitares muchos de esos hombres que no tenían formación política y cívica quedaron sin patrones de comportamiento claros, sin líderes, y armaron bandas criminales; las llamadas bacrim. Ese es un problema muy grave que hay que enfrentar, porque son delincuentes que dominan zonas del país, zonas rurales y también zonas urbanas de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla. ¿Qué pasará ahora si las FARC terminan en una desmovilización general?, ¿cómo va a ser la reinserción de estos muchachos en la vida civil? ¿Qué será de todos esos muchachos que crecieron en la violencia, que su escuela fue la guerra, y ahora, 10 ó 15 años después, le dicen deja las armas, esto se acabó, vamos a darles un subsidio para que ustedes se hagan panaderos, carpinteros o taxistas? Por eso, cuando hablan de prepararnos para el posconflicto, yo no pienso en prepararnos para la fiesta o para el carnaval, es prepararnos para que la sociedad y el gobierno pensemos qué va a pasar con nosotros que llevamos 60 años con gente vinculada a grupos armados y no sabemos qué va a suceder cuando regresen. Es como una nueva fase del conflicto que hemos venido teniendo».
-¿Muchos colombianos defienden la «mano dura»?
Colombia es un país que ha caminado hacia la derecha. A recurrir a formas autoritarias para resolver conflictos sociales o políticos de larga data, y eso se ve en las elecciones. También muchas personas se hastiaron de defenderse, de temer el secuestro, de que sus empresas bajaran los niveles de productividad por culpa de los grupos subversivos… Y encontraron en el autoritarismo un camino que resolvía de manera expedita problemas a corto plazo. Pero el autoritarismo hace que las causas sigan estando en el origen del país y la nación. Aún hoy hay sectores que están en desacuerdo con los diálogos y quieren una salida militar y la derrota militar de las FARC.
-También hay quienes defienden la amnistía…
Yo pienso que los diálogos tienen que llegar a unos acuerdos en que las dos partes tengan que ceder, pero también pienso que es necesario un proceso de justicia. La justicia penal es aquí importante y es una manera de que los ciudadanos sientan el reconocimiento de que han sido violentados. Pero supongo que en este proceso no se podrá aplicar, habrá que ceder desde la parte jurídica, institucional y de las FARC. Ellos tendrán que ceder en sus pretensiones de que haya amnistía para todos y generalizada. Ese va a ser un punto crítico en el proceso de negociación.
De la crónica colombiana y sus maestros
Patricia Nieto es miembro de los Nuevos Cronistas de Indias, de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que fundó Gabriel García Márquez en Cartajena de Indias. Formar parte de este «club» le ha permitido, dice, tener colegas por todo el continente con los que charlar, ir de fiesta, intercambiar bibliografía… «Mis grandes colegas del periodismo los he conocido allí», afirma. También allí conoció a Gabo, al que homenajeó en Revista Anfibia el día de su fallecimiento. «De Gabo me queda la búsqueda, el esfuerzo por la búsqueda permanente de una escena, siempre. Yo le entré primero por sus cuentos y novelas, y me marcó eso de crear escenas poderosas y perfilar al personaje, que va a ser parte de la acción, y situarlo en una escena que sea contundente. Es un esfuerzo que hago en todas las crónicas, en cada momento, y eso es aprendizaje del maestro». Otro grande del periodismo colombiano al que tuvo la suerte de conocer es Juan José Hoyos: «De él aprendí, además del método del esfuerzo por contrastar toda la información, que en eso él es muy escrupuloso, a mantener en alto la pasión por lo que hacemos. Si la pasión por el oficio del periodismo se acaba, nuestro ejercicio como periodistas termina. Si empezamos a ser obreros, a cumplir un horario, a cumplir una tarea y a ganarnos un sueldo por hacer un producto habremos perdido la posibilidad de ser felices haciendo lo que nos gusta».
Otros referentes de la crónica colombiana que no olvida son Alfredo Molano, Alberto Salcedo Ramos o Germán Castro Caycedo. Pero ella integra una generación posterior de cronistas: «en la que hay, yo diría, menos amarras, como que nos liberamos un poco de los manuales, de los corsés que impone el canon, aunque conservemos eso de que la crónica es política y entramos un poco más en lo que las ciencias sociales como marco conceptual nos puede aportar. Buceamos más en metodologías de otras disciplinas. Otra generación llevará esto a los multimedia y otras maneras más contemporáneas de contar».
-¿Crees que el boom actual de la crónica puede llevar a cierta frivolización del género, a centrarse demasiado en la forma y dejar de lado esa fuerza política que tienen crónicas como la tuya?
Bueno, sí hay ciertos cronistas que están muy preocupados por la estética del lenguaje, y de la historia que cuentan y que dejan en segundo lugar el impacto político y social del tema. En ese sentido yo creo que el periodismo pierde. Pierde si esa corriente descuida la información, los datos y el fondo para cuidar en primer lugar la belleza del lenguaje. Para mí la crónica es en primer lugar información, posición política, impacto social y luego estética. Aunque ojalá uno tenga la capacidad de fusionar la belleza del lenguaje con el impacto social y el compromiso político del texto. Pero sí, pienso que puede haber una línea de crónicas desteñidas políticamente y con una precisión y un manejo bello del lenguaje. Que es un mérito, pero hay una tendencia a regodearse en la magia que se puede hacer con las palabras y olvidar datos, fuentes y compromiso social. Y si la crónica se pierde en el universo de la estética y olvida el compromiso con la sociedad pues deja de ser periodismo.
-Y para ti ¿cómo ha de ser una buena crónica?
El cronista se la debe jugar en trabajos de largo aliento. Es una condición importante de una buena crónica que el lector sienta mientras lee que el cronista estuvo el tiempo necesario dedicado a ese trabajo para conocerlo a fondo. Esto no tiene que ver con el ritmo de la escritura, que puede ser vertiginoso, devastador, que quita el aliento por las historias o los hechos que está narrando sino que, en la capa profunda del texto, entre líneas, el lector sienta, sepa y descubra que ese cronista dedicó el tiempo suficiente a estar en el lugar y conversar con las personas. Tiempo, paciencia, dedicación, sin afán. Aquí yo voy a favor del periodismo lento, del periodismo reposado. Que le da la certeza al lector de que el cronista le está dando una versión responsable, lo más completa posible de la historia que está contando y que solamente por estar ahí, como hacen los antropólogos, permite oír más allá de la voz del testigo; oír el canto del pájaro, cómo se quiebra la rama de un árbol, los pasos en la noche que se escucha en un pueblo apartado cuando está amaneciendo; descubrir la relaciones y las tramas sutiles que hay entre las personas que van a ser protagonistas de la historia; degustar la cocina, las distintas formas de cocinar a veces con escasez, descubrir cómo lo preparan, qué cocinan allí; como se visten las mujeres, donde ponen el acento de su feminidad, de su coquetería; cómo los hombres se sienten hombres, es decir, cuáles son las características en esa comunidad que dan las condiciones de masculinidad… Esas cuestiones sólo se descubren permaneciendo, conversando con tranquilidad. Vos podrías decir, si vas a contar una masacre, qué importa que comían, a qué sabía el arroz o si las mujeres estaban elegantemente vestidas para la fiesta en la que ocurrió la tragedia o no, pero uno sabe que la crónica está llena de detalles, está llena y sostenida en los detalles. En esas observaciones sutiles, que son las que permiten al cronista construir un universo.
-Se dice que Colombia es un país muy dado a la oralidad, a contarse cuentos e historias ¿cómo marca eso la crónica colombiana?
Nosotros somos narradores natos. Los abuelos nos cuentan las historias tradicionales, pero también sus aventuras. Para los que nacimos en los pueblos un ritual muy importante era, cuando caía la noche y todo era oscuridad y hacía frío, el papá o un vecino nos contaba historias del campo, de cómo se doma un caballo, cómo da a luz una vaca, de fantasmas… Y eso, yo creo, crea en los niños un imaginario y dispara la capacidad creadora. Eso le da un carácter especial a la crónica colombiana, que se extiende, yo diría, por buena parte de Latinoamérica. La crónica nuestra está hecha de drama, de drama sentimental, del drama de la guerra o del drama de la felicidad y el triunfo. Pero digamos que nuestras crónicas siempre encierran un clímax, así sea humorístico. Son crónicas que traspasan la información y se acercan mucho a la literatura. Que también está cargada con lo que nosotros somos, con lo que nos trajo también el mestizaje de distintas maneras de narrar: la narrativa que trajeron los españoles, la narrativa indígena que nosotros teníamos, la de los inmigrantes de muchos lugares del mundo que trajeron las guerras. Nuestra crónica tiene aún algún rasgo de oralidad, seguramente atado a la pluralidad que somos: este es un país que solo en los años 70 empezó a ver crecer de manera rápida las ciudades. Todavía hasta los 50 ó 60 éramos un país de campesinos. Aún tenemos ese arraigo con el medio rural en el que el relato oral es cotidiano y donde la radio es el medio de comunicación predominante con el de afuera.
-¿En qué historia estas trabajando ahora?
Hay una historia de una mujer en el Amazonas. Una mujer indígena de 40 años y es como el eslabón entre la comunidad indígena de los ancianos que insisten en permanecer en su tierra de origen y conservar la tradición y sus sobrinos que son niños de 10 ó 15 años que se ven obligados a dejar la tierra originaria para poder estudiar, tener acceso a los médicos… Ella está en la mitad, es la generación del paréntesis que tiene toda la formación en la indígena y lo ancestral pero sabe que si sus sobrinos no van a la ciudad, si no tienen acceso a los servicios de bienestar, la familia va ir extinguiéndose porque cada vez son menos. Quiero contar su historia y su papel de puente entre dos generaciones y como vínculo entre lo ancestral y la urbanización.
Autor:
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![]() Me encantaría que en mi DNI pusiera que nací en Utopía. Pero caí en el continente equivocado y además ese país aún no existe. Quizá por eso me interesan las pequeñas victorias de los que siempre pierden y las historias más curiosas que suceden en el planeta. Aquí trataré de contarlas, para que otros las conozcan y por el hecho egoísta de descubrirlas. A veces también dibujo personajes deformes y tristes que pretenden ser graciosos.
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