Delitos y Cine: Política ficción
Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//
El pasado 28 de mayo asistimos a unas elecciones autonómicas, cuyos resultados tuvieron como respuesta, entre muchos engorrosos asuntos, el adelanto de las generales, que se celebrarán el próximo 23 de julio. Suponemos que todos los ciudadanos de nuestro país deben de estar ya un poco saturados y aburridos de tanta política, mitin electoral, tertulia televisiva y debates acalorados. En esta sección, preferimos ser parte del problema que de la solución y, por eso mismo, este mes os traemos un surtido de curiosas y excelentes películas que giran en torno a la política, la nuestra y la de los demás. ¡Esperamos que sean de ayuda en la necesaria meditación preelectoral y os resulten interesantes!
B. (David Ilundain, 2013)
El 15 de junio del año 2013, hace ya diez años, tuvo lugar en la Audiencia Nacional una de las sesiones que más peso e influencia ha tenido en el desarrollo de los acontecimientos políticos de este país: el hombre que lo sabía todo, Luis Bárcenas, extesorero del Partido Popular, declaró como imputado ante el Juez Ruz. No era la primera vez que esto sucedía. Ni el hecho de que un extesorero del PP declarara como imputado ni que Luis Bárcenas, en concreto, lo hiciera ante Ruz. Pero ese día fue diferente. Bárcenas, cambiando radicalmente su estrategia judicial, buscando protegerse a sí mismo y a su familia, decidió hablar. Esto puso en jaque, por primera vez en mucho tiempo, al hermético mundo de corrupción del que una vez fue amo y señor.
Entendiendo las infinitas repercusiones que estas revelaciones tenían, y aprovechando el carisma de Luis Bárcenas, el dramaturgo Jordi Casanovas tardó poco tiempo en escribir y llevar a los teatros su obra Ruz-Barcenas, cuyas representaciones estarían dirigidas por Alberto San Juan. Haciendo uso de tan solo dos actores, recreaba aquel encuentro utilizando para los diálogos únicamente la transcripción oficial de la declaración de Bárcenas. Uno de los asistentes a esas representaciones teatrales fue David Ilundain, que quedó cautivado por el concepto de la obra y decidió llevarla a la gran pantalla.

El salto del guion de Casanovas al cine no fue un camino de rosas. Ninguna cadena televisiva quiso financiar la producción –vayan ustedes a saber por qué– y otros tantos intentos recaudatorios fracasaron. No obstante, el desinterés de instituciones y cadenas televisivas no lograron enterrar el proyecto, ya que, gracias a una exitosa campaña de crowdfunding, David Ilundain logró recaudar cerca de 56.000€ que finalmente le permitieron producir su ópera prima.
Para el reparto, la máxima de no tocar aquello que funciona prevaleció. Pedro Casablanc y Manolo Solo, que ya eran los actores de la obra teatral, interpretan a Luis Bárcenas y el Juez Juan Pablo Ruz respectivamente. El resto del reparto es más bien anecdótico, ya que la totalidad de la película, salvo intervenciones puntales, reposará sobre la conversación de estos dos personajes. Tanto Solo como Casablanc están geniales en sus caracterizaciones y la sinergia que entre ellos se establece ayuda en gran medida a que los 75 min de rodaje no se hagan pesados.
Casablanc, sobre todo, consigue una actuación absolutamente sublime, plasmando perfectamente al tesorero a pesar de la falta de parecido físico, que gustosamente se pasa por alto. Nos regala al Bárcenas que todos recordamos: un hombre inteligente, de respuesta rápida, que gusta de tener la situación bajo su control, atrevido en las formas y escaso de paciencia. Sus entonaciones y sus calculadas gesticulaciones enriquecen enormemente una actuación que, claramente, es el pilar principal sobre el que se sustenta la calidad del film. En el resto de apartados -ambientación, vestuario, técnica- la película es siempre correcta y austera, permitiendo que las interpretaciones y el guion tomen el protagonismo.

Tal vez la ópera prima de Ilundain no sea perfecta, pero es furiosamente valiente. Es una película exótica en cuanto a forma y fondo que ataca sin piedad la realidad política del momento, con nombres y apellidos. Mariano Rajoy, Álvaro Lapuerta, Rodrigo Rato, María Dolores de Cospedal, José María Aznar, Juan Roig… Son tan solo algunos de los políticos y empresarios que pierden la cabeza en esta matanza. B no solo es una obra curiosa por sus circunstancias, es una denuncia y un grito desesperado por exponer algunos de los peores males de nuestra sociedad.
Este caso marcó, o más bien puso fin, a una era en España. El descontento acumulado por la crisis económica, el movimiento del 15M y el escándalo de causas judiciales, como la aquí narrada, lograron herir gravemente al bipartidismo español y abrieron un nuevo periodo político que todos conocemos bien.
Se acercan nuevamente las elecciones, y los papeles de Bárcenas, las peinetas, los ordenadores rotos a martillazos, M. Rajoy y los pendrives llenos de delicada información ya solo resuenan por lo bajo en forma de memes en internet. Algunos tal vez hayan olvidado como, durante un breve periodo de tiempo, un error de cálculo político llevó a que Luis Bárcenas abriera una grieta a través de la cual todos pudimos ver cómo funcionan la corrupción y las cloacas del estado. Hoy, más que nunca, películas como esta son necesarias. Tanto para recordarlo, como para luchar, dentro de las posibilidades de cada cual, por evitar que ocurra de nuevo.
Alice et le maire (Nicolas Pariser, 2019)
Paul Théraneau (Fabrice Lucchini) lo ha sacrificado todo por la política. Como alcalde socialista de Lyon ha conseguido numerosos progresos en la ciudad. Como él mismo dice: «La política es como la música o la pintura. Es toda la vida, todo el tiempo, o nada».
Sin embargo, ahora siente que ya no es capaz de pensar. “Como un coche de carreras que avanza por inercia, pero con el motor averiado”. Le han aconsejado la psicoterapia, pero él se siente bien, solo que sin ideas. Para solucionar esta situación, reubica a la filósofa Alice —que no se define como filósofa sino como alguien que ha estudiado letras y sabe un poco de textos filosóficos— para ayudarle a reflexionar.
Alice era profesora en Oxford, pero dimite cuando es contratada por el ayuntamiento de Lyon. Sin embargo, el día de la firma del contrato le informan de que su puesto de trabajo ya no existe, y que en cambio le ofrecen esta nueva plaza junto al alcalde. A partir de aquí se inicia una trama que engarza la vida política con la privada de Alice, hasta que la primera termina ahogando a la última.

De hecho, lo especial de esta película es que muestra la verdadera rutina de la política. Es decir, a diferencia de la mayoría de películas que tratan de importantes políticos como protagonistas, esta desmitifica la emocionante vida política y presenta una agobiante y a ratos soporífera rutina de comités y asambleas con discursos hiperformalizados.
Tal y como le dice Alice el primer día de trabajo a una empleada durante un pleno:
- No es muy poético, la verdad.
- Es el ejercicio.
Además, muchas de las conversaciones son siempre a deshora, con el tiempo cronometrado, entre trayectos, informes, peticiones, comités, notas a escondidas, imprevistos, etc. Este frenesí invade la vida privada de Alice y Paul, que se va presentando poco a poco como vacía, interrumpida y arrinconada. De hecho, el momento más íntimo de la película también se ve aplazado hasta altas horas de la noche.
Como vemos, la película se basa en el guion —también de Nicolas Pariser—, que a su vez se centra en el diálogo interpretado en plano medio, iluminado con luces suaves por Sébastien Buchmann. Este diálogo consigue un equilibrio difícil en el conflicto entre vida privada y vida pública, desarrollando a la vez reflexiones sobre los principales retos de nuestra sociedad: recursos energéticos encarecidos, la identidad de la izquierda, los paraísos fiscales, el poder limitado de un político, la necesidad de una economía regulada, más justa y local, etc. Así mismo el uso insistente del diálogo en plano medio nos ambienta la rutina repetitiva y formal de su vida política, recordándonos en ocasiones a una versión de Eric Rohmer.

A medida que avanza el film, la presión de la vida profesional aumenta, pero también se hace más fuerte la amistad entre Alice y Paul. Tanto que cuando se acerca el congreso en el que Paul es favorito para salir como candidato socialista a la presidencia de Francia, llegarán las primeras advertencias a Alice para controlar e influir a Paul. A partir de aquí la vida política se aleja de esta monotonía y se acerca más al thriller en el cual Paul tiene que escribir el discurso de su vida y después tomar una decisión de vital importancia. En cualquier caso, el ritmo del film cambia, y uno se pregunta a veces si esto es una concesión a las expectativas del público y si quizá no hubiera podido terminar también en esta rutina política tan importante como “ignorada” por la población y los medios de comunicación.
En resumen, esta es una película especial en cuanto que conecta con la realidad, tanto de la profesión que presenta como de la vida privada de sus personajes, y todo con un estilo sutil y con algún que otro golpe de humor hacia la supuesta élite cultural. Quizá su lentitud y su descripción de la verdadera vida política no contribuyeron a ser justamente valorada por el público, aunque sí logró alzarse con el premio César a la mejor actriz (Anaïs Demoustier), y se proyectó en la sección Quincena de Directores en el Festival de Cannes en 2019.
The Last Hurrah (John Ford, 1958)
En una ciudad anónima de Nueva Inglaterra —que claramente es Boston— un veterano Frank Skeffington se enfrenta a una nueva campaña electoral para revalidar su puesto de alcalde por quinta vez consecutiva. Su oponente será un joven sin ningún carisma, apoyado por los poderes fácticos de la ciudad, que envolverán a esta “promesa” de toda la propaganda que sus bolsillos puedan permitirse —¿esto suena de algo?—.
Skeffington, de origen irlandés, proviene de los bajos fondos de la ciudad. Su estilo político es directo y populista, le gusta ser un hombre de la calle, un ciudadano corriente, un tipo normal. Es cierto que usa tretas, cuando no chantajes, y puede resultar un personaje extraído directamente de la literatura picaresca española, pero no dejan de ser medidas que uno ha de tomar como mecanismo de defensa ante unos rivales mucho más poderosos, y también con muchos menos escrúpulos.
Este alcalde, interpretado por un magnífico Spencer Tracy, conoce bien las reglas del juego, sus límites y su capacidad para estirar estos cuando sea conveniente. Por eso, transforma el velatorio de un tipo detestado por todo el mundo en una especie de acto de campaña encubierto. Así, mientras su camarilla cierra actos y propone estrategias, la viuda del finado se queda tranquila al comprobar cuánta gente apreciaba a su marido. Skeffington tampoco duda, llegado el momento, en advertir la corrupción del encargado del funeral para que el coste final sea algo asumible para la desconsolada mujer. Buenas acciones recubiertas de dudosa moralidad. ¿En el fondo queremos un político cristalino o alguien qué pueda cumplir con sus promesas?
Pero los tiempos están cambiando y el estilo directo del viejo alcalde parece perder vigor frente a una campaña mediática apoyada por los banqueros y los medios de comunicación locales —esto también nos puede sonar cercano— que incluso insinúan y dejan correr rumores acerca de que su rival tiene varios millones de dólares de dudosa procedencia guardados en un banco de México —ya paro, ¿pero esto también suena de algo, verdad?—. Además, este conflicto ideológico y de clase viene también marcado por la etnia, algo que por desgracia, parece estar presente en toda la historia de los conflictos estadounidenses. Skeffington es un irlandés de raíces humildes que ha conseguido llegar a la alcaldía representando a la calle, como él mismo afirma delante de los grandes poderes de origen anglosajón, cuyo linaje y riqueza se ha perpetuado desde el nacimiento de los Estados Unidos como nación.
A pesar de que la película podría parecer en algunos momentos una divertida sátira sobre el poder y las formas que existen para llegar a él, su tesis principal se siente contundente: es el fin de un tipo de representación política. Aunque fullero y de ética dudosa, el personaje de Tracy no deja de ser alguien que parece no haber incumplido jamás una promesa. Su afecto por la gente común solo queda en un segundo término frente al gran amor que sigue profesando a su esposa, fallecida hace ya tiempo y a la que ama desde que tenía seis años, según una confesión que regala a su sobrino.
El veterano alcalde nos acaba ganando porque es tan humano como cualquiera. Su franqueza y sus trucos demuestran la inteligencia avispada de aquel que ha pasado hambre y ha conseguido salir adelante. Pero sin olvidar nunca de dónde proviene y a quién tiene enfrente.

El cariño que muestra John Ford hacia el final de una etapa histórica —que se inició en el país norteamericano con la creación del New Deal en 1933— tiene el mismo lirismo crepuscular de algunas de sus obras más conocidas como The Man Who Shot Liberty Valance o Sergeant Rutledge. El director parecía verse ya en el camino de vuelta, y ante el cambio no parece ofrecer mucha esperanza. Es el último aliento de una forma de ver el mundo, idealizada desde luego, más fácil y sencilla, pero también menos tramposa, más honesta.
Los personajes como Skeffington parecen no tener ningún atisbo de victoria frente a la radio, la televisión o los nuevos métodos de ganarse al electorado que, a pesar de resultar prefabricados y estúpidos, funcionan . La emoción de la noche electoral ya no es la misma. Parece que los de arriba siempre ganan. Y los perdedores, que siempre gustan tanto en el cine, vuelven a casa pensativos mientras el devenir de los tiempos avanza a sus espaldas iniciando algo novedoso, quién sabe si igual de bueno, pero desde luego no mejor.
The Last Hurrah se convierte en retrato desesperanzador de una nueva realidad que no parece tener ni la misma gracia ni el mismo encanto. Ya no va a haber Spencer Tracys ejerciendo políticas especiadas con mítines algo populistas y coacciones a hombres de negocios. La democracia liberal ya no parece la esperanza de mejora, sino el campo de prueba para que peleles sin ningún carisma pongan en práctica lo que los poderosos, a los que nadie vota, deseen. Las consecuencias de todo este rumbo las tenemos en la actualidad más que claras.
Aun así, bien sea por romanticismo o por empatía, la gloria de la derrota siempre ha lucido mucho mejor en la representación artística que cualquier victoria. El viejo alcalde, vencido pero digno, planea con sus allegados presentarse a gobernador del estado para ocultar su último suspiro. Ya solo quedan los recuerdos, pero cuánto ayudan.

De los callejones oscuros dónde se jugaba con los que luego serían cardenales y grandes empresarios, a una casa de dos plantas con veinte años de servicio al ciudadano a sus espaldas. Frank Skeffington, Spencer Tracy, es ya parte del pasado. No se volverán a visitar viudas, ni a reunirse con los representantes del barrio italiano para querer ocuparse de sus problemas y tratar de mejorar sus condicionas de vida, sino para rascar votos. La política se hará mucho más aburrida y violenta, cada vez más alejada de cualquier ideal de representación ciudadana para transformarse, poco a poco, en una maquinaria de publicidad engañosa.
Es curioso cómo una película de 1958 puede sorprender de esta manera más de sesenta años después. Tanto en los parecidos como en las diferencias. La obra de Ford, que en su momento podía leerse como un homenaje a un tipo de clase política decidida y valiente, se ve hoy como la plasmación de un largo recorrido en el que la clase trabajadora ha perdido cualquier tipo de referencia en el ingrato juego de la democracia liberal. Deshecha y engañada, sin Skeffingtons que intenten darles una existencia algo mejor de lo que estaba cuando tocaron puestos de responsabilidad.
Ya no parece haber políticos de ese talante —o quizás nunca los hubo— pero, una vez más, siempre nos quedará el cine para hacernos creer que conocemos al personaje interpretado por Tracy desde siempre, que alguna vez formamos parte de su cohorte tratando de ayudarle durante la campaña electoral para conseguir votos en distritos todavía disputados con los demás candidatos, porque sabíamos que esa confianza de los votantes se iba a traducir en una lucha por sus derechos.
Una fantasía, desde luego, pero que consigue reconfortar en algo a los que en la actualidad contemplamos con desazón la aplastante victoria de un sistema incapaz de atender ninguna demanda social. Han ganado los elegidos por la sombra, los que en The Last Hurrah aparecían en la televisión junto a un perro alquilado y a una familia aparentemente ideal que ni siquiera se había aprendido las frases que tenía que leer en un cartón. El desenlace, sobra decirlo, lo conocemos demasiado bien.
Ante el imparable avance de esta maquinaria de propaganda y falsedad queda poco que hacer. Frank Skeffington, por su parte, parece estar seguro de su próximo movimiento. Mejor decir adiós a tener que vivir ese cambio. Y si es con amigos, mejor.
La cámara de Ford, siempre certera, encuadra desde una distancia respetuosa la tragedia. Incluso el cardenal, que nunca había tenido ninguna simpatía por Frank, agacha la cabeza, consciente de que es el final de algo que podía resultar molesto pero cuyo arrojo era digno de admiración.
Ahora las sombras de los más allegados a ese viejo alcalde irlandés quedan contra la pared, donde permanecerán para lanzar un último hurra por alguien que representaba la promesa de un futuro mejor.
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