Delitos y Cine: Uno y Trino
Jorge Marco, Julio Beltrán, Pablo Gracia//
El tres es, sin duda, un número mágico, una cantidad plural que nos rodea en todos los ámbitos y en torno al cual gira nuestro imaginario. Tres son las patas que hacen falta para sostener un taburete y tres pies son los que no hay que buscar al gato. Decimos que a la tercera va la vencida y contamos hasta tres cuando nos enfadamos… ¡Incluso Dios es trino! Bueno, tonterías aparte, tres son, habitualmente, los actos de una obra dramática y tal vez sea esa la razón de que la trilogía sea un formato tan común en las distintas artes narrativas. En el cine, por supuesto, muchos son los directores que decidieron dividir sus obras en tres partes. Sean continuaciones directas o simplemente un grupo temático, las trilogías se han afianzado casi como un formato propio y, por ese motivo, en este artículo compartiremos con vosotros algunas de nuestras favoritas, esperando que os resulte interesante el análisis si ya las conocéis o animaros a verlas si no fuere el caso.
La condición humana (Masaki Kobayashi, 1959-1961)

Una buena forma de calibrar la calidad de un guionista cinematográfico es su capacidad para sintetizar, en unas pocas palabras o imágenes, tramas e ideas complejas. Tanto es así que existe un ejercicio muy popular en las academias que consiste en intentar transmitir toda la esencia narrativa de una película en una sola frase. Resumir una trama entera, a sus personajes y las relaciones que mantienen entre ellos, en unas pocas palabras es una tarea complicada y ambiciosa que rara vez se alcanza con finura. El caso que ahora mismo nos ocupa, la monumental obra de Kobayashi, lleva esta premisa hasta un extremo imposible. En lugar de presentar toda una obra en una sola línea, presenta, en una sola obra, a toda la humanidad.
La condición humana es una película de esas que uno recuerda toda la vida. A lo largo de sus casi 10 horas de duración, dividas en tres partes de dos capítulos cada una, Masaki Kobayashi nos narra las aventuras y desventuras de un joven socialista japones, Kaji, durante la Segunda Guerra Mundial. Abordar una producción tan inmensa resulta realmente abrumador, de modo que será mejor que comencemos hablando un poco de aquellas personas que hicieron posible una película que, a día de hoy, es considerada un pilar fundamental en la historia del cine en particular y de la narración en general.
Masaki Kobayashi, pese a ser uno de los directores japoneses más influyentes de su generación, no gozó de la fama de otros contemporáneos, como Ozu o Kurosawa. Probablemente se deba a que su producción cinematográfica fue mucho más reducida. Al igual que el protagonista de la obra que hoy nos ocupa, Kobayashi sufrió en carne propia la represión y la crueldad que el Japón imperial reservaba para aquellos que durante la Segunda Guerra Mundial abanderaban ideas humanistas y socialistas.
Cuando apenas comenzaba su aprendizaje en el mundo del cine, fue reclutado forzosamente por el ejército imperial y enviado al continente asiático. Él, abiertamente pacifista, se negó a entrar en combate o a ser promovido a cualquier rango superior a soldado. Las atrocidades cometidas por los japoneses sobre el pueblo chino, que Kobayashi presenció en primera fila, afianzaron aún más sus ideales humanistas, que marcarían por completo toda su obra posterior. Tras pasar el último año de la guerra como prisionero soviético, fue liberado y logró regresar a Japón, donde continuaría su formación cinematográfica.
Tiempo después, a finales de la década de los 50 y teniendo ya algunas películas a sus espaldas, Masaki Kobayashi emprendió su proyecto más ambicioso: una descomunal película, basada tanto en vivencias personales como en las novelas del escritor nipón Junpei Gomikawa, en la que plasmaría el terrible papel que su nación desempeñó contra sus países vecinos y contra su propio pueblo durante la guerra. Recordemos que, durante estos años, Japón pasa por un momento traumático. La derrota militar, las bombas atómicas y la posterior intervención yanki han creado una profunda crisis identitaria.
La concepción imperial y fascista de Japón ya no es aceptable, así como la normativa ética que hasta ese momento se había impuesto. El país del sol naciente, en ruinas tanto física como moralmente, se debate entre el remordimiento y el negacionismo de sus crímenes – que aun hoy perdura entre los sectores conservadores –. En este delicado contexto, la productora de Kobayashi se negó en un primer momento a rodar una película tan explícitamente crítica con la historia reciente de su nación y no fue hasta que Kobayashi amenazó con abandonarles que accedieron, imponiendo condiciones de rodaje y márgenes de tiempo precarios, a producir la película.
De este modo, Kobayashi contactó a Yoshio Miyajima, amigo íntimo y uno de los mejores directores de fotografía que Japón alumbró. Juntos, compartiendo ideales y objetivos artísticos, fueron los responsables de convertir el guión de Kobayashi en una de las obras visualmente más impactantes del cine japones, alcanzando una excelencia técnica y estética que nada tiene que envidiar al cine de Kurosawa. Finalmente, tras semanas durmiendo cuatro horas al día y desfalleciendo víctimas de su autoexplotación, La condición humana vio la luz del día, dividida en tres partes como una trilogía: No hay amor más grande, Camino a la eternidad y La plegaria del soldado.
En la primera de las tres películas nos presentan a Kaji que, como ya hemos mencionado, es un joven socialista y pacifista que intenta pasar desapercibido mientras su país se vuelca en el conflicto bélico. Para evitar ser reclutado forzosamente, Kaji acepta un puesto como supervisor laboral en una mina de la Manchuria ocupada, que utiliza prisioneros chinos en régimen de esclavitud como trabajadores. Kaji, siguiendo sus principios, intentará mejorar la calidad de vida de los prisioneros, buscando demostrar que un trato humano hacia ellos beneficiaría la actividad minera. No obstante, la tiránica y supremacista opresión que los jefes militares ejercen sobre los prisioneros frustra constantemente los intentos de Kenji por mejorar su situación.
La tensión entre las ideas de Kenji y la brutalidad marcial de los líderes del campo de concentración seguirá creciendo, colocando a Kenji en una delicadísima posición por la que deberá tomar una compleja decisión: priorizar su seguridad y la de su esposa o plantarse firmemente en defensa de los mineros chinos. Aquí Kobayashi planta la semilla moral de su trilogía y, si bien las siguientes dos películas son más ambiguas y complicadas, esta lanza un mensaje claro hacia el espectador: un ser humano no es aquel que guarda silencio cuando el resto se convierte en bestias. Un ser humano, para Kobayashi, es aquel capaz de alzar la voz y sacrificarlo todo por aquel al que nada le queda. Un ser humano es capaz de posicionarse en el lado de los justos aun sabiendo las consecuencias que ello le acarrea. Y, donde haya un ser humano, surgirán otros para seguirle.

En la continuación inmediata, Camino a la eternidad, Kaji no ha logrado seguir prolongando lo inevitable y ha sido reclutado por el ejército imperial. A lo largo de este capítulo se nos narrará el cruel, deshumanizante y alienante entrenamiento al que eran sometidos los jóvenes japoneses antes de poder entrar en batalla bajo el estandarte nipón. Aquí estalla otro de los núcleos morales de la obra: el conflicto interno en la psique del soldado. Kaji es pacifista y no heriría ni mataría a nadie bajo ningún concepto, pero en esta ocasión la capacidad de dictar su propio destino parece ser aplastada por los instructores, que no dudarán en someter a Kaji y a sus compañeros a terribles maltratos físicos y psicológicos en pos de transformarlos en emisarios de la muerte. Kaji intentará mantener firme su brújula moral al tiempo que ayuda a sus compañeros a combatir la brutalidad marcial.
Esta película fascinó e influyó en muchas posteriores, creando prácticamente el subgénero de entrenamiento militar. A Stanley Kubrick, por ejemplo, debió de encantarle este film, ya que fusiló todos los puntos clave de su guion para producir La chaqueta metálica (1987) que, irónicamente, es infinitamente más conocida.
En su última parte, La plegaria del soldado, se nos narra la entrada de Kaji en el campo de batalla. La URSS avanza imparable, rompiendo todos los frentes nipones al tiempo que el bando imperial envía a miles de jóvenes mal equipados hacia una muerte segura. Frente a los tanques del ejército soviético, nada puede hacer el pelotón de Kaji, que es brutalmente aniquilado. Este episodio está extraído casi literalmente de las vivencias de Junpei Gomikawa que, combatiendo los acorazados rusos, participó en una batalla de la que solo 4 de los 158 integrantes de su unidad salieron con vida. Al igual que Gomikawa, Kaji logra sobrevivir y comienza un periplo que lo convertirá en desertor, prisionero ruso e incluso líder improvisado de un grupo de desplazados.
Es en este capítulo final entendemos al fin y de forma completa el mensaje de Kobayashi. La contradicción, la miseria, la esperanza, la bondad, la supervivencia a toda costa y bajo cualquier consecuencia… la condición humana, su esencia, se nos muestra cristalina gracias a la infinita empatía que sentimos hacia Kaji, sus ideales y sus trágicas circunstancias. Las casi diez horas de metraje se justifican precisamente en este punto. En lograr que todo espectador sienta como siente Kaji, que sufra y se desviva con él. Partiendo de lo concreto, Kobayashi y Miyajima logran alcanzar el corazón de lo universal. La historia de Kaji, de un solo hombre, es la historia de toda la humanidad.
“El cine es aquello que captura la cámara”, dijo en una ocasión Kobayashi para una entrevista. No sé si será exactamente así, pero desde luego lo que capturó su cámara sí lo es. Es tan cine que redefine el cine, lo reformula para siempre. La condición humana es un antes y un después para todas las ramas artísticas y narrativas que toca. Un cuento real que aborda, con una técnica formal impecable e inédita, el significado de la resiliencia, del pacifismo, del bien, del mal y de la humanidad. En definitiva, esta película es especial porque, a través de algunas de las escenas más bellas jamás rodadas, uno puede conocerse a sí mismo.
La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas (Patricio Guzmán, 1975-1979)

Imaginemos que durante la caída del Imperio romano hubiera existido una cámara que pudiera captar veinticuatro veces por segundo el colapso de toda una civilización. ¿Cómo veríamos las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira si ese proceso creativo pudiera ahora contemplarse en una pantalla? ¿Nos sentiríamos implicados con Napoleón Bonaparte si fuera posible verle filmado en los últimos instantes de la batalla de Waterloo?
Desde luego, somos muchos los que desearíamos que hubiera existido una cámara en cualquier momento de la Historia previo a la invención de la fotografía y el cine. La cantidad de información que puede ofrecer una sola imagen —a la que se presupone limpia de prejuicios— es infinitamente superior a todas las explicaciones del mundo.
Es por este motivo que, aunque no sea tan impresionante —ya que cuando sucedieron estos acontecimientos el invento de los hermanos Lumière iba camino de cumplir ochenta años—, La batalla de Chile, dirigida por Patricio Guzmán, se haya convertido con el paso del tiempo en un elemento capital para comprender y analizar la situación de Chile en los meses previos al golpe de estado de 1973.
La primera parte de este magnífico documental, titulada La insurrección de la burguesía, arranca el 4 de marzo de 1973 durante la jornada electoral para decidir la composición del parlamento. Un cámara y un entrevistador recorren el gentío preguntando a todos lo que pueden “qué va a votar y qué porcentaje de voto prevé para cada una de las fuerzas”. La respuesta de una señora muy bien vestida no deja dudas acerca de la poralización política que vivía el país americano: Los comunistas asquerosos tienen que salir todos de Chile”.
Salvador Allende y la Unión Popular habían ganado las elecciones en septiembre de 1970, casi tres años antes. Llegó así el momento de aplicar la “vía chilena al socialismo”, un proyecto en el que Allende confiaba debido a larga tradición democrática del país y a la fuerte conciencia y actividad social del pueblo chileno. En el programa de la UP se hablaba de nacionalización y reforma, políticas que estaban condenadas a desaparecer. Por las buenas o por las malas.
No había pasado ni un mes desde la victoria de Allende cuando la CIA envió a su corresponsal en Santiago dos cablegramas con órdenes precisas y tajantes: “El propósito de la operación es evitar que Allende asuma el poder. El soborno del Parlamento ha sido descartado. El objetivo es la solución militar…”. A esto le continuaron asesinatos de militares demócratas, paros e insurrecciones. Todo ello regado por la financiación estadounidense, que organizaba grupos de extrema derecha al mismo tiempo que pagaba 700.000 dólares al diario El Mercurio, que se dedicó a propagar mentiras y crear relatos terroríficos sobre lo que podía sucederle a Chile si continuaba por el camino abierto por el nuevo gobierno.
El país americano, acosado por todos los frentes imaginables, cerraba 1972 con un 140% de inflación. Allende, consciente de la situación, había denunciado las intentonas imperialistas que se cernían sobre Chile en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Recibió una ovación de más de tres minutos.
Este es el trasfondo sobre el que sustenta La batalla de Chile, un documento único que nos permite vivir los meses previos al fin de la esperanza. A lo largo de sus tres partes el sentido de inmediatez es absoluto. Al mismo tiempo que se contemplan los paros de la patronal del transporte con el objetivo de paralizar el país se asiste a los entresijos de la asamblea en una mina nacionalizada. De las acciones de la JAP —Juntas de Abastecimiento y de Precios— a Leonardo Henrichsen filmando su propia muerte durante el intento de golpe conocido como tancazo, cuando un regimiento de tanques trató de derrocar a Allende. Aunque no tuvo ningún éxito, el destino que prefiguraba era desolador.
La imágenes del documental de Patricio Guzmán caen como una cascada, constante y vigorosa, con una fuerza llena de ruido y premoniciones. Al detenerse para analizarlo fríamente, cuesta llegar a concebir que un trabajo de tal magnitud pudiera ser llevado a buen puerto. El propio Guzmán contó que se llevó a cabo la elaboración de un “guión imaginario” ya que “era imposible filmarlo todo: se escogen algunos núcleos de casos específicos que pusieran en evidencia las fuerzas en tensión. Es el rostro en acción de la izquierda y la derecha nunca antes visto en el cine, el rol protagónico asignado a los contrapuntos. No había una metodología muy clara a seguir, sólo grandes lineamientos que pretendían operacionalizar el trabajo de un equipo cuyo trabajo carecía de una fecha de término”.

El torrente de la lucha popular lleva al espectador a estar, lo quiera o no, delante de una realidad. La batalla de Chile se convierte en un pasaje temporal donde desbordan la ilusión y el combate. Lo que se ve no es ficción —ninguna representación podría llegar a tener nunca esa fuerza— y por tanto, importa. La dignidad, las traiciones, el resquebrajamiento y la amenaza constante sumergen al espectador en un conflicto del que nunca se tiene claro el centro. Es, como cualquier proceso político, un ambiente multipolar. Los obreros discuten, apuntan y se rebelan. Los poderes y la burguesía se radicalizan. Del norte al sur de Chile se vive algo único que por desgracia no llegó a poder completarse.
Nadie a pie de calle podría saber en la primavera de 1973 lo que pasaría en septiembre del mismo año. Y la cámara se mantiene siempre a ras de suelo, pegada al pueblo. Un pueblo que a pesar de su convicción y entusiasmo comenzaba a resquebrajarse. La izquierda pidió armas para enfrentarse a lo que podía venir. Allende se negó, temiendo llevar el conflicto a un punto de no retorno. Surgió la desconfianza y la figura del presidente de Chile comienza a verse en la película cada vez más solitaria, desesperanzada, hasta ser apenas una cabeza con bigote y gafas a punto de ahogarse en un mar de micrófonos y tribunas.
El ímpetu de un cine revolucionario para un pueblo revolucionario terminó el 11 de septiembre. Las bombas del ejército sublevado cayeron sobre el Palacio de la Moneda. Guzmán bajó a la calle en dirección al centro de una ciudad que parecía en guerra para filmar lo que ocurría. A cada pasada de los aviones de combate, la gente salía a aplaudir. Era el fin de la vía chilena al socialismo.
Más tarde el cineasta chileno sería arrestado y conducido al ya tristemente famoso Estado Nacional. Por fortuna consiguió escapar y salvar los rollos de película que había escondido en casa de su tío. Ya fuera del país y con la indispensable colaboración del genial Chris Marker, se pudo montar un documental al que se bautizó como La batalla de Chile, dividido en tres partes como una trilogía: La insurrección de la burguesía, El golpe de estado y El poder popular.
A pesar de la aclamación internacional la realidad de los meses previos al golpe de estado está reflejada en esta trilogía, vetada a las gentes de Chile hasta 1996, después de soportar una dictadura que basó su existencia en la represión, la tortura y las desapariciones.
Pero gracias al esfuerzo de Guzmán y su equipo, más de treinta años después del fin de la democracia, entre el sonido de las explosiones, el pueblo chileno pudo ser una vez más testigo de las últimas palabras de su presidente Salvador Allende:
Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. ¡La historia es nuestra y la hacen los pueblos!
Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
Trilogía de los Diarios (Márta Mészáros, 1984-1990)

En los años ochenta Marta Meszaros ya era una de las cineastas más reputadas de la segunda mitad del siglo XX, siendo la primera mujer en ganar el Oso de Oro de la Berlinale en 1975 por su filme Adopción. Meszaros formaba parte del nuevo movimiento global de cineastas que por fin habían accedido ampliamente a los medios cinematográficos para tratar los problemas de las mujeres en la sociedad contemporánea, como la checa Věra Chytilová, la francesa Agnès Varda, (con la cual tenía una gran amistad), la sueca Mai Zetterling, la rusa Larisa Shepitko, la alemana Margarethe von Trotta, la italiana Lina Wertmüller, la belga Chantal Akerman, y un largo y por fortuna cada vez más reivindicado etcétera.
Fue entonces cuando la directora húngara emprendió su proyecto más ambicioso: una trilogía de tintes autobiográficos en la que sigue los pasos de Juli, una niña huérfana que debe forjar su identidad a lo largo de la tumultuosa postguerra de Hungría —en concreto, de 1947 a 1958—.
Este carácter personal a la vez que crítico con la sociedad marca los polos contrarios en torno a los cuales discurre el estilo cinematográfico de esta trilogía, que por tanto va desde el subjetivismo y el primer plano en conflictos emocionales —de un modo similar al cine nórdico de Bergman—, al falso documental, incluso con material de archivo. Entre estos polos se debate también nuestra protagonista, entre la facilidad del conformismo y el doloroso deber común.
La trilogía consta de: Diario para mis hijos (1984) – Diario para mis amores (1987) – Diario para mis padres (1990).
La primera película trata de la infancia de Julie, que había pasado los años de la guerra en la unión soviética junto a sus padres, hasta que el padre, escultor, es encarcelado sin ninguna causa concreta y trasladado a Siberia. Esta figura paterna veremos que se queda grabada para siempre en Julie como un modelo de honestidad frente al régimen. Poco después la madre muere, y Julie es acogida por su tía Magda —coronel en la AVO, la policía estatal—, que se siente responsable de ella y quiere darle un futuro. Sin embargo, Magda impone a Julie una convivencia basada en la autoridad, contra la que ella se rebela.
Aunque la protagonista sea Julie, sin duda el personaje más poliédrico y fascinante es Magda, porque Meszaros nos permite aproximarnos a ella como un ser humano, que a su vez había sufrido la prisión y la tortura defendiendo los ideales comunistas antes de que triunfara la revolución. Además, su cariño por Julie es sincero durante toda su vida, aunque a menudo se equivoque en los medios autoritarios para ayudarla —como querer obligarla a estudiar economía y no intentar encontrar a su padre—. Magda es interpretada por “la dama del teatro polaco” Anna Polony de una forma magistral, reflejando como una sinfonía multitud de planos que van desde el miedo y la inseguridad a la autoridad más férrea en la misma escena.
En varias ocasiones Julie se escapa de casa, pero solo gracias a Janos, un amigo de Magda, consigue escaparse y entrar a trabajar en una fábrica por su cuenta. Julie proyecta en Janos el recuerdo idealizado de su padre como un hombre fiel a la verdad, y se enamora de él.
Como esta primera película trata la infancia, tiene un carácter más íntimo, con conflictos más personales y con escenas oníricas de gran belleza, entre las cuales destacan los sueños con el padre en la cantera. A ello acompaña la bellísima fotografía en blanco y negro de Nyika Jansco, el hijo de Meszaros, que sigue siendo un importante director de fotografía en la industria de cine húngara. Jansco también fue el director de fotografía de los otros filmes, que están en color, en correspondencia con el giro hacia la objetividad que plantea la trilogía.
Y es que, en el segundo film, Diario para mis amores, encontramos el primer cambio que aleja esta trilogía del estilo occidental. Con ese título cualquier europeo esperaría que ahora se tratara la adolescencia de Julie y sus primeras relaciones amorosas, y sin embargo el film no se centra en nada de esto, más allá de la consabida admiración por Janos. Los amores de Julie son más bien sus ideales, basados en la observación y la verdad. Ya no se trata de una historia emocional con tintes oníricos y subjetivos sobre los problemas personales de Julie, sino de los problemas sociales en la URSS.
Usando su astucia para sortear los obstáculos de discriminación machista, Julie consigue entrar a estudiar dirección de cine en Moscú, en la especialidad —¿Cómo no?— de documental. Esto es importante no solo porque sigue la biografía de la propia Meszaros, sino porque marca el tono del resto de la trilogía. En vez de interrupciones con escenas oníricas ahora vamos a tener material de archivo que se mezcla con la ficción y nos distancia de la historia. Esto nos hace tomar perspectiva para cuestionarnos por qué les pasa lo que les pasa a los personajes, cuáles son los verdaderos problemas de la URSS como sociedad, y cómo podrían ser de otra manera.

En nuestra opinión es por esto mismo que tanto la segunda como la tercera entrega de la trilogía no han tenido tanto éxito en Occidente. Así como la primera ganó el premio del Jurado en Cannes, estas dos últimas han pasado mucho más desapercibidas. Pero en realidad lo que hacen es adoptar una estética más propia del Europa del Este, donde lo político afecta a la conciencia individual de una forma que no ocurre en nuestro entorno. Para explicar esto me parece conveniente recordar la afortunada comparación que hizo Steven Kovács de Diario para mis amores con El matrimonio de María Braun, el film de Fassbinder.
Esta última también empieza a finales de la segunda guerra mundial y se extiende durante nueve años hasta 1954. Se ambienta en los años de posguerra alemana donde María Braun debe emplear su picardía, sin apego emocional a nada, para medrar en una sociedad competitiva y sin escrúpulos. Sin embargo, la película no hace referencia a eventos históricos concretos de esos años, sino que la evoca en la vida de la protagonista. Por el contrario, Meszaros nos da fechas y referencias concretas y nos distancia de la historia de una forma brechtiana. Nos presenta a Julie interpretada por Zsuzsa Czinkóczi de una manera fría, sin dejarse llevar por sus emociones, casi como las protagonistas de Bresson, y sin ningún tipo de provocación ni sexualidad. Es una estudiante seria, racional, preocupada no tanto por ella misma como por el devenir de su país.
Por tanto, el material histórico no es una anécdota insertada en el film a modo de curiosidad, sino que refleja la conciencia emocional más fuerte de Julie. No enfatiza la individualidad, como la sociedad occidental de Fassbinder, sino la unión entre la política y su repercusión en el individuo, como la Europa del Este de finales del siglo XX. Cabe preguntar, obviamente, si hoy día las nuevas generaciones húngaras se siguen identificando con esta estética o si el avance del capitalismo les ha acercado más a los films de Fassbinder.
Otro reconocido film que nos viene a la cabeza es el Hombre de mármol (1976, Wajda) cuya protagonista también es una joven estudiante de dirección de cine en problemas para dilucidar la verdad documental de los años de Stalin. En cualquier caso, el estilo de Meszaros es mucho más estático, franco y sutil, —por ejemplo, cuando se anuncia la muerte de Stalin en el baño de mujeres de la escuela, nadie se exalta, sino que simplemente se van despacio dejando los grifos abiertos—, mientras que Wajda emplea un ritmo más espectacular y de thriller.
En la última entrega de la trilogía, Meszaros se centra en la revolución húngara fallida de 1956 y sigue la vuelta de Julie a Budapest desde Moscú. Asumida del todo su vocación documental, Julie viaja con su cámara para documentar la sociedad destruida y dividida de Hungría. En este punto en nuestra opinión Julie llega a ser un personaje un tanto increíble por ser tan inquebrantable, tan perfecta, casi hasta un punto heroico donde ella no comete errores y solo reprocha las actitudes erróneas a los demás. Por más que sus compañeras, como la actriz que tiene un viejo amante con poder en el partido, la acusen de “vendida” es obvio que las vendidas son ellas y no abren una nueva perspectiva sobre Julie.
Incluso cuando la tía Magda está recluida, Julie no tiene ninguna compasión cuando se trata de confrontarla a la verdad, y cuando Magda intenta suicidarse Julie solo se preocupa de tomarle una fotografía desde lejos. Esta tercera entrega incluye una larga escena de una gran fiesta de disfraces donde Magda, Janos y Julie se reencuentran, generando una situación debajo de la cual se van revelando en pequeños gestos todos los conflictos que se han desarrollado a lo largo de la trilogía. Después se precipita el final un tanto thillero con el juicio a Janos, que en nuestra opinión quizá se podía haber omitido para cerrar así simbólicamente en la fiesta de disfraces. En cualquier caso, la segunda mitad de la película es una recopilación perfecta para una trilogía tan sutil como conmovedora.
Esperamos que al menos una trilogía de las presentadas os llame la atención y si queréis leer más sobre cine os dejamos por aquí nuestra sección «Delitos y cine».