Naolinco de Victoria

Fernando Domínguez Pozos//

A una distancia promedio de tres mil kilómetros de la frontera norte de México, en la zona montañosa central del estado de Veracruz, oculta entre la neblina —cotidiana— de la región, enmarcada por frondosos árboles, y pronunciados bambús que delimitan la carretera de sólo dos carriles que conectan a esta singular ciudad de montaña con la capital del estado, se encuentra Naolinco de Victoria, localidad recientemente reconocida como Pueblo Mágico, por el gobierno de México. 

Un camino de pronunciadas curvas que atraviesa localidades como Jilotepec, Coacoatzintla, así como ingenios como la Concepción, es la ruta que todo aquel visitante de esta comunidad debe tomar para recorrer las calles adoquinadas, degustar el pan y dulces de leche tradicionales, así como poder adquirir los productos de piel locales, que tienen reconocimiento nacional e internacional. Precisamente, en la entrada de esta pequeña, pero pintoresca ciudad se erige el monumento de un zapatero, como representación del oficio que para generaciones de familias naolinqueñas ha significado su principal fuente de ingreso.

El pueblo de Naolinco, conocido como “lugar consagrado al sol”, es el ejemplo claro de la vida cotidiana de las pequeñas comunidades del sur del país, donde los modos de transporte predilectos son las bicicletas y/o motocicletas, así como el auxilio de animales burros y caballos, para el traslado de agua, leche y otros productos que habitantes locales utilizan día a día para preparar sus alimentos. Asimismo, es un poblado donde desde hace un par de décadas, la mayoría de las familias se han dividido por la migración, lo que se percibe con las largas filas de personas en bancos donde las divisas son recogidas por aquellos que aún permanecen en esta ciudad que es abrazada por las montañas. 

Un tradicional kiosco, así como un parque con bancas de acero que es flanqueado por el Palacio Municipal por un lado, y por restaurantes de comida tradicional por el otro, es el punto nodal de la vida cotidiana del naolinqueño. En este parque se encuentran las letras NAOLINCO, el sitio típico de la foto de los visitantes. Quienes van o vienen de degustar la comida típica del lugar —chiles chipotles rellenos, mole naolinqueño, dulces de leche, enmoladas, cecina, longaniza o unas picaditas de frijol con asiento de chicharrón—, y se preparan para caminar por los callejones y callejuelas de la ciudad en donde la oferta y venta de productos de piel es el verdadero motivo de la visita.

Imágenes de la virgen de Guadalupe, graffitis de catrinas y calaveras, enmarcan las calles y plazuelas donde la oferta de productos de piel —zapatos, cinturones, chamarras, bolsas, maletas, huaraches, entre muchas otras opciones—, supera la capacidad de asombro del turista que no conocía este pequeño tesoro y, donde más allá de marcas y capitalismo, se encuentra al productor local que entrega un producto artesanal y de alta calidad. 

Por lo general, la visita a la ciudad de Naolinco finaliza al atardecer para que el conductor disfrute de la neblina que comienza a ocultar nuevamente a esta y otras localidades, donde cada día sin falta, tal cual cortina teatral, se cierra la vista de un pueblo que es muy de sus lugareños. De igual forma, el regreso es un aventura para los amantes de pueblear, porque un par de paradas son obligatorias; primero, en Cocoatzintla, donde el elote asado es un deleite; segundo, en Jilotepec, donde el pan hecho en hornos de leña también se presenta en vitrales de pequeños comercios a pie de carretera. 

Es así que en esta entrega en Desde el Otro México, recorremos ahora las montañas del sureste de México, para pronto visitar también otros pequeños y enigmáticos espacios donde el color verde de su entorno es simplemente espectacular.

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