Irene Vallejo o la flexible fortaleza de los juncos
Marcos Calvo Lamana//
Cuenta la conocida leyenda que un vigoroso roble se vanagloriaba de su fuerza y gozaba humillando a su vecino, un flacucho junco. Una noche, se desató una terrible tormenta con huracanados vientos que azotaban todo a su paso. Al amanecer, el orgulloso roble yacía arrancado de raíz mientras que el flexible junco permanecía ileso. Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) tiene algo de junco: la niña a punto de quebrarse es hoy una reconocida escritora que vive entre el asombro y la emoción el rotundo éxito de su último ensayo “El infinito en un junco” (va por la décima edición; ha sido traducido a 24 lenguas y calificado por el filósofo Emilio Lledó como “una pasada”) y su fichaje como columnista para el dominical de El País.
Dice el tópico que para tener una vida plena se debe, al menos, tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Irene Vallejo quiso cumplirlo casi de una sentada. Después de nacer su hijo Pedro hace 6 años, comenzó a escribir un libro. Pero no uno cualquiera, sino un libro sobre los libros: sobre su invención en el mundo antiguo. Y decidió sembrarlo con el nombre de la planta de la que nacía el papiro: el junco.
Junto a este junco ya habían arraigado antes otros arbolillos: tres novelas, dos recopilaciones de los artículos que escribe semanalmente desde 2009 en Heraldo de Aragón, un ensayo dedicado al poeta latino Marcial y una investigación periodística sobre los clásicos: “Alguien habló de nosotros”. Y es que esta escritora, apasionada del mundo griego y romano, doctora en Filología Clásica por las Universidades de Zaragoza y Florencia, amante de los cuentos y enamorada de las historias tenía tanto que contar… Su próximo trabajo, una tercera recopilación de artículos y textos breves, hubiera tenido que salir a las librerías el 1 de abril. Se ha quedado, de momento, en el dique seco por la paralización del mundo, también del mundo editorial, a causa del coronavirus.
“El infinito en un junco” es la historia de un viaje por el tiempo, el de los libros, desde el inicio de la escritura hasta la caída del Imperio Romano. A Irene Vallejo siempre le han interesado mucho las primeras veces:
“¿Cuál fue la primera vez que supimos que existía un libro?”
“¿Cuál fue el primer libro del que oímos hablar?”
“¿Cuál fue la primera biblioteca?”
“¿Cuál fue la primera librería?”
“¿Quién es el primer lector del que hay mención?”
“¿Cuándo empezaron a leer las mujeres?”
Sobre ello ya había investigado la filóloga en su tesis doctoral, pero con un enfoque plenamente normativo. “Tenía la sensación de que esos libros académicos no podían llegar al gran público; por el lenguaje, por las notas, por la forma en que exponemos los temas…”, dice la autora. Fue entonces cuando quiso “explorar las posibilidades del ensayo y los territorios fronterizos con otros géneros: la autobiografía, la novela, la biografía y las semblanzas, la literatura de viajes; e incluir incluso momentos casi líricos”.
“¿Cómo podría funcionar un libro que saltase tanto de la norma?”, se preguntaba.
Y funcionar … Funciona. “El infinito en un junco” va ya por su décima edición. Irene Vallejo viajaba por librerías de toda España presentando su trabajo. Ahora, el confinamiento le ha obligado a cancelar, entre otros, un viaje a México y otro a Perú…
– Intensa promoción, casi de estrella del rock…
– ¡Intensísima! Pero tampoco exageremos, que los libros no despiertan tan grandes pasiones. Es cierto que es un canto a las librerías, por lo que muchas de ellas por toda España querían hacer presentaciones. Iba de ciudad en ciudad, de librería en librería, y la verdad es que ahora esta vertiente de reivindicarlas va a ser muy necesaria cuando acabe el confinamiento. Se da la paradoja de que la gente está leyendo mucho, pero no se pueden vender libros.
– ¿Está renaciendo el amor por la lectura con el confinamiento?
– Leer mantiene más vivo el cerebro, es gimnasia para él. Es una forma de escapar del encierro, de viajar a otros países, conocer a gente nueva … Son cosas que no podemos hacer ahora. Es tener el cerebro alerta y en funcionamiento y no dejar que esto nos adormezca. Y además creo que después de habernos pasado tanto tiempo hablando de la cultura como si fuera algo secundario, simplemente un adorno, nos estamos dando cuenta de que si ahora no nos estamos volviendo locos es gracias a que tenemos esos respiraderos. Es lo que nos saca del encierro mental, que es peor que el físico.
– ¿Qué queda de Grecia y Roma en nuestra sociedad de hoy?
– ¡Queda muchísimo! Tantas cosas, que a veces ni siquiera somos conscientes de que vienen de la Antigüedad. De Grecia y Roma tenemos tantos textos, tantas emociones compartidas, tantas formas de vivir y de entender el mundo… Sobre todo, en la cultura mediterránea. Creo que este mundo tiene mucha relación y una identidad muy clara a ambas orillas del mar: la conversación, la proximidad, el ágora, la democracia …
– ¿Nos reconocemos aún en esas culturas?
– A mí me hace mucha gracia, por ejemplo, el mundo inmobiliario en Roma. Lees a Marcial, que escribía sobre lo que tenía alrededor, y ves que habla sobre lo difícil que era conseguir una casa en Roma, de lo caros que eran los alquileres, de lo pequeñas que eran las viviendas… Es exactamente lo mismo que ahora. Es un mundo que resulta muy reconocible. Tanto en lo bueno como en lo malo.
Donde sí nos debemos de ver algo reconocidos es en un ensayo que va por su décima edición y que ha sido ya traducido a 24 idiomas.
“Fue muy bonito que compraran los derechos de traducción en China y en Corea del Sur”. Pero, sobre todo, lo que más le sorprende es que al hablar con editores extranjeros le dicen que es un libro “muy esperanzador”. Porque El Infinito en un junco habla de “cómo salvamos los libros y de cómo los libros nos salvan a nosotros”. Tal y como defiende Vallejo, “los libros son nuestros asideros en momentos difíciles”.
El “junco” ha crecido fuerte, recio y con raíces bien arraigadas en el espeso bosque de las publicaciones literarias.
No obstante, antes hubo infinidad de malas hierbas a su alrededor.

La mejor manera que encontró Irene Vallejo de deshacerse de ellas fue, desde bien pequeña, aceptar su existencia y tratar de podarlas con unas herramientas al alcance de todos: la lectura y la escritura.
Porque entre los 8 y los 12 años, en el colegio, Irene sufrió algo que entonces para ella no tenía nombre. “Lo peor era eso”, cuenta, “el silencio”. La voz dulce, pero firme, no deja lugar a las preguntas. Es un torrente de sinceridad que se abre paso a machetazos de palabras. Fue así como decidió que debía superar el infierno del acoso escolar.
No decíamos acoso ni había ninguna forma de “diagnosticarlo”. Podías decir “me pegan”, “me hacen lo uno o lo otro”.
– Cosas de niños, dirían…
– Sí. “Eso no tiene ninguna importancia. A todos nos ha pasado. Todos nos hemos peleado.” No entendían toda esa asfixia mental de un grupo acosando y persiguiendo todos juntos a una sola persona. Que no existiera una palabra para llamarlo hacía mucho más difícil defenderse. Y estaba esa “ley del silencio…” Lo que pasaba entre los niños se quedaba ahí y no podías involucrar a los adultos. Si te atrevías a decir a un profesor o a un padre que estaba sucediendo eso, fueras la víctima o alguna de las personas que las estaba viendo, te estabas convirtiendo en un acusica. Ser un acusica, un delator, un chivato era lo peor. Mucho peor que ser violento con tus compañeros, que humillarlos o maltratarlos. Ser el chivato era lo más mezquino, lo último que podías hacer.
No hay trazas de rencor en su relato. Sonríe prudentemente, como quien se sabe vencedor en la rebelión. No existe resentimiento, solo liberación. Solo es su historia. Su relato. Su cuento. De todos ellos salió ganadora de la batalla contra el silencio.
– Con el paso de los años pensé que es precisamente la literatura la que cuenta esas cosas que te dicen que no puedes contar. Que se quedan ahí silenciadas, que asfixian, que te prohíben decir, que son como la parte oscura y opresiva de las cosas. Y eso hay que liberarlo. Hay que contarlo. Hay que decirlo. Hay que oponerse a la ley del silencio. Esas cosas que te dicen que no cuentes son precisamente las que hay que sacar a la luz, las que necesitas gritar a pleno pulmón. Escribir es una manera de gritarlo. De gritarlo silenciosamente, pero de desenmascarar lo que está sucediendo debajo de la fachada plácida de las cosas. Después de muchos años mirando atrás y pensando en ello, creo que esa rebeldía contra el silencio impuesto fue el principio de mi vocación. Quería ser escritora y quería contarlo.
Malas hierbas.
Así las segó Irene Vallejo. Encontró amigos en las novelas de Emilio Salgari y de Jack London. En las aventuras de Julio Verne y de Joseph Conrad. Por ello cree en esos hilos de páginas, llenos de símbolos entrelazados con millones de significados, que eran los libros. “Cuando digo que los libros me salvaron”, proclama Irene, “lo digo literalmente”.
Porque aquella niña de Zaragoza no comprendía qué tenía ella.
Porque no entendía por qué no encajaba.
Porque no sabía por qué la trataban tan mal.
Porque “lo que no se dice habitualmente sobre el acoso es que, en general, despierta pensamientos suicidas”.
Lo que sí encontró en los libros fueron narradores y personajes que “podrían ser mis amigos, con los que me hubiera llevado bien”. Y aquello le dio esperanzas. “Piensas en que a lo mejor más adelante encontrarás personas en otro lugar, en otra edad o en otro momento que te entiendan y que te acojan”, dice la escritora.
Es el suyo un relato visceral, franco, descarnado. Pero no es una confesión. Ya lo ha contado antes. Desde que empezó a liberarse en cuentos que escribía con escasos 10 años hasta su último ensayo, donde incluye capítulos autobiográficos. Sobre estos últimos dice Irene que estuvieron a punto de caerse porque no sabía cómo se los tomaría el lector. “Ya me estaba permitiendo muchas libertades”, dice, “y esto era lo máximo; la transgresión”. Pero apostó por seguir rebelándose contra la ley del silencio.
Clonc.
Se cierra una puerta y la mirada de Irene se desvía de la pantalla. Sonríe y las nubes grises de la infancia se desvanecen. Su mente vuelve a esa habitación llena de libros y manuales que suele ser su estudio. Vuelve a la realidad. Al confinamiento. Saluda con un cariñoso “¡Hola!” a su hijo, que vuelve entonces del paseo terapéutico diario acompañado de su padre.

– ¿Cómo lleváis la cuarentena?
– Es duro con el niño en casa. No entiende la razón de estar aquí encerrados. Nos hemos pasado la vida diciéndole que no puede quedarse en casa mirando la Tablet, que tiene que salir al parque, que le tiene que dar el sol. De repente hemos cambiado de idea todos y dice “pero ¿qué ha pasado?”.
– ¿Le gustan a su hijo los libros?
– En casa hay libros por todas partes… Ya se ha acostumbrado a esquivarlos por el suelo y por las mesas. Y es gracioso porque cuando era más pequeño pensaba que todos los libros eran míos. Iba a una librería y decía “los libros de mamá”. Estuvieran donde estuvieran, en las casas, en los comercios … Como me veía siempre entre libros, pensaba que eran todos míos.
– ¿Intentáis que os salga lector?
– Lo que intentamos es asociar la lectura a momentos felices. Una forma de respetar su libertad es dejarles elegir a ellos los libros, o al menos guiarse por lo que les gusta y les interesa. No imponérselo. A cada niño o adolescente le interesan cosas diferentes. A algunos les interesará ciencia ficción y a otros no. Hay que intentar que cada lector llegue a ese libro que le va a abrir horizontes, que le va a emocionar. Y entonces la relación con la lectura será totalmente distinta a partir de ese libro.
– ¿Utilizas la escritura de manera … terapéutica?
De hecho, El infinito en un junco lo he escrito en mis años más duros. Después de la hospitalización de mi hijo, en unas circunstancias de mucha ansiedad personal … Creo que los momentos de encerrarme a escribir el libro eran los más felices. Tenía un mundo propio, una vida al margen de la enfermedad y los problemas. Uno de los aspectos más asfixiantes de una enfermedad así es que es muy obsesiva. Parece que no hay nada fuera de eso. Y yo, como cuidadora, tener un mundo mío, personal: mi libro, mi proyecto, algo que miraba al futuro … Esto era importantísimo para mí. Y me hace gracia cuando la gente dice que el libro es esperanzador cuando lo he escrito en uno de los peores momentos de mi vida. Pero tiene su lógica, ¿no? Yo necesitaba ese optimismo para salir adelante y eso estaba ahí…
Más malas hierbas. Zas. Zas. Zas. Pluma en mano se deshace Irene Vallejo de ellas.
El libro está dedicado a su madre, a quien le atribuye el amor que siente por las historias. Así lo cuenta en uno de los capítulos autobiográficos de su ensayo:
“Mi madre me leía cuentos todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. (…) Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tic tac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.”
Pero no solo a ella. Una de las cosas que Vallejo intentaba con El infinito en un junco era rendir homenaje a las mujeres que siempre están en una segunda posición: a Cleopatra; a la autora del primer texto con nombre propio de la historia, Enheduanna; a Safo; a las mujeres filósofas de la Antigüedad, a Aspasia -quien parece ser que le escribía los discursos a su marido Pericles-; etc. Y las une a todas esas mujeres que fueron importantes en su formación, como su profesora de griego. También a las bibliotecarias, estigmatizadas como guardianas de los libros. “Todavía hoy”, afirma la escritora, “creo que nos falta la presencia de mujeres intelectuales en la vida pública. Cuando voy a los institutos y te encuentras con los alumnos y les preguntas si se les ocurre alguna mujer filósofa, compositora, pintora, escritora…, les cuesta mucho señalar a una”, sentencia.
Ahora quizás pueda convertirse en uno de esos referentes. Ha sido fichada por El País, donde comparte columna en El País Semanal con Leila Guerriero. “Madre mía”, se sigue sorprendiendo: “Hace cinco meses nadie había oído hablar de mí en ese periódico”, cuenta entre el entusiasmo y el asombro.
Precisamente en un instituto de Zaragoza pasó algo increíble con una profesora:
– Me contó que, en una clase suya, donde había habido un caso de acoso a una chica por parte de sus compañeros, decidió leer el capítulo del libro en una clase de Filosofía. Estuvieron hablando y debatiendo: los que habían visto y no habían dicho nada, la propia víctima … Lo más bonito de esa historia es que la profesora salió de la clase cuando sonó la campana, pero se dio cuenta de que se había dejado la memoria USB en el ordenador del aula. Volvió a entrar otra vez para recuperarla y se encontró con que la chica que había sufrido el acoso estaba abrazada con el acosador. El texto les había servido para entenderse, ver la situación desde el punto de vista del que lo sufre y, quién sabe, si poder cambiar de actitud … No me atrevo a ser excesivamente optimista con las posibilidades de los libros para cambiar a las personas… Pero sólo por ese momento, ya merece la pena haberlo escrito.
Descubro hoy a esta escritora, y me ha fascinado. Gracias
Me encanta leer tus libros ,escuchar tus discursos ,estan llenos de ternura y sabiduria .Te seguire .Muchas gracias