Javier de Pedro: una pincelada de optimismo a los pies del Moncayo
Alicia Sánchez Beguería//
Javier De Pedro fue un pintor expresionista nacido en Zaragoza pero íntimamente vinculado al Moncayo desde su infancia. De pequeño supo que quería dedicarse al arte y luchó con todas sus fuerzas para poder sobrevivir en un mundo que consideraba hostil. Pese a que no consiguió ser un pintor de referencia en la capital aragonesa, De Pedro nunca se dejó aplacar por las dificultades y fundó Imaginañón, su propio estudio y galería en Añón de Moncayo, donde expuso colecciones cargadas de fuerza y reivindicación social como Naufragios Ilegales o De Recortes de Sastres.
El Día Internacional de los Museos del año 2004 Javier De Pedro se levantó temprano y, como todos los días, se preparó una taza de café bien cargada acompañada de un cigarro –nadie consiguió jamás arrebatarle ese vicio-.
Después de tomarse el café, cogió un pincel viejo que había encima de la mesa y sumergió su punta en la taza asegurándose de alcanzar los posos de aquella oscura bebida al tiempo que esparcía la ceniza que había quedado en el cenicero en uno de los folios que casi siempre tenía cerca. Lo hacía a diario. Le encantaba ver cómo la ceniza se volvía cremosa y compacta al encontrarse con el líquido estimulante, cómo el gris oscurecía el tono ocre del café y acababa transformado en formas de aspecto rugoso y discontinuo de las que emanaba un olor amargo, así como un significado incierto y, por supuesto, metafórico.
Cuando acabó aquel improvisado dibujo fue a su habitación y en vez de ponerse la bata harapienta con la que solía trabajar, se atavió con un sambenito blanco que había tejido –el mismo que aparece en el grabado número 23 de Los Caprichos de Goya-, cogió buena parte de sus instrumentos de pintura y se plantó enfrente de la puerta del cuarto de su hijo.
- Ramón, coge la furgoneta y todo lo que veas por la cocina, que hoy exponemos en el Pablo Serrano, exclamó De Pedro con cierto tono jocoso.
Ramón sonrió y asintió con la cabeza, pues intuía lo que tramaba su padre. Juntos llenaron la furgoneta de platos, cubiertos llenos de pintura, aceiteras de diferentes colores, jarras oxidadas, manteles rotos, etc. y pusieron rumbo al museo.
- ¿Qué pretendes hacer, papá?
- Si el Pablo Serrano no nos contesta tendremos que ir allí para que nos vean.
Padre e hijo se instalaron a las puertas del museo. Mientras Ramón colocaba estratégicamente todos los utensilios de cocina ante la mirada atónita de los transeúntes, Javier De Pedro cogió uno de los lienzos y escribió en letras grandes y cursivas: “Pide una oportunidad”. A lo largo de esa tarde distintos medios locales como Heraldo de Aragón y El Periódico se acercaron hasta la puerta del Museo Pablo Serrano y se hicieron eco de la protesta y de la improvisada performance que llevó por nombre La Cocina del Pintor, pero el cartel jamás obtuvo respuesta y la oportunidad nunca fue concedida.
*****
Era una tarde de invierno de 1954, la última antes de las ansiadas vacaciones de Navidad. El mercurio de los termómetros no sobrepasaba los 0 grados y los colegios se adornaban con figuritas de Belén de todos los tamaños, con ángeles pintados a mano y con bolitas de porexpan que imitaban unos copos de nieve, que rara vez caían sobre Zaragoza. Muchos niños habían oído hablar de ese manto blanco, pero pocos habían podido hundir la mano entre sus capas o sentir esa fría humedad calando sus huesos. Algo parecido ocurría con la maternidad. Solo los que habían visto nacer a sus hermanos o primos menores podían hablar del color, de la atmósfera cargada, de los gritos sordos o del olor metálico que impregnaba el ambiente en cada alumbramiento, y también eran los únicos capaces de interpretar todos estos elementos. Javier De Pedro, que por entonces tenía 12 años, escogió la maternidad como asunto a tratar en el concurso de dibujo de la postal de Navidad que se celebraba todos los años en su colegio. Había huido de los tópicos a los que recurrían sus compañeros de clase y no esperaba ni siquiera recibir una mención por ese dibujo que aunaba todos los matices posibles del color rosa.
Aquella tarde, el muchacho se disponía a abandonar la escuela con más ganas de lo normal después de varias lecciones de matemáticas, lengua y biología –a las que, como de costumbre, no había prestado mucha atención-. Avanzaba por el pasillo sumido en sus pensamientos cuando escuchó la voz de su profesor de plástica:
- ¡Javier, Javier, espera!”, gritó. “Has ganado el concurso de Navidad de este año, ¡enhorabuena!
Javier le dio las gracias y, tras recibir el premio de cinco pesetas, un dineral en aquellos tiempos, se dirigió con aplomo y seguridad hasta la calle más cercana, donde paró el primer taxi que pasó por su lado.
- Tengo cinco pesetas, quiero que me dé una vuelta por la ciudad y me lleve de regreso a casa, por favor – formuló el muchacho con un hilo de voz dirigiéndose al conductor.
El taxista obedeció y condujo al niño por el casco antiguo de Zaragoza y por un Paseo Independencia todavía atestado de cadetes. En ese momento, el paseo más famoso de la ciudad solo tenía un carril y los militares solían desfilar por una de las aceras ante la mirada de los transeúntes que caminaban por la otra. Finalizaron el recorrido cerca de la Plaza San Francisco, donde vivía con sus padres y sus ocho hermanos. Ese día quedó marcado en su memoria porque, después de haber sopesado la idea durante mucho tiempo, la valentía se adueñó de él y le confesó a su familia la más profunda de sus voluntades: quería ser artista.
Sus padres, un matemático de profesión y un ama de casa de familia acomodada, consideraron al principio esa petición como una idea descabellada fruto de la edad, pero tras ver que su hijo solo disfrutaba dibujando y pintando y no sentía ningún interés por las demás asignaturas, accedieron a costearle la formación artística. A los 16 años ingresó en la Academia de Arte del pintor aragonés Alejandro Cañada, al que siempre consideró su primer maestro y el que más huella dejó en él, y cuando cumplió los 18 se trasladó a Barcelona para continuar sus estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Jorge, donde se familiarizó con otras corrientes pictóricas, aprendió nuevas técnicas y se codeó con algunos de los artistas más importantes del momento. Allí descubrió también su pasión por las tertulias, por las charlas con todo aquel que pudiera seguirle la afanada conversación hasta que el café se enfriara pero, sobre todo, fue allí donde comenzó a alejarse de los cánones establecidos y empezó la búsqueda de su propio estilo, que poco a poco se vería influido por el Expresionismo alemán, por artistas como Van Otto Müller o Van Dongen. Clásicos españoles como Velázquez y, por supuesto, Francisco de Goya y su famosa serie de grabados Los Caprichos, siempre le inspiraron y acompañaron en su proceso creativo.
La vida en París
La pintura de De Pedro se fue volviendo cada vez más abstracta e intuitiva, nada realista, precisa o minuciosa, sino que captaba detalles como la luz o los colores de un paisaje y los interpretaba, a la vez que intentaba reflejar los sentimientos o el estado de ánimo que le provocaban. Un año antes de terminar la carrera suspendió dibujo técnico, decía que eso no tenía nada que ver con lo que él quería hacer y sus padres le advirtieron de forma tajante que si no estudiaba tendría que regresar a casa. Javier De Pedro, con la determinación que lo caracterizaba, optó por redimir todas las ataduras que en ese momento lo constreñían, por experimentar y cumplir el sueño de cualquier joven en esa época. Se fue a París con uno de sus amigos, un joven bajito al que llamaban Toulouse por su parecido con el célebre pintor Toulouse Lautrec, y consiguió sobrevivir con encargos y pinturas que realizaba a pie de calle.
La ciudad de la luz representaba la materialización de su máximo sueño, en sus calles podía oler el aroma de la libertad, no solo en un sentido artístico, sino también político y personal. Se sentía cómodo paseando por el barrio de Montmartre y viviendo al más puro estilo bohemio. “Mi padre siempre ha llevado el pelo largo y en aquellos años se sentía como un bicho raro paseando por Zaragoza, levantaba las miradas de todo el mundo, en cambio allí pasaba desapercibido”, explica su hija, Inés De Pedro.
Durante su estancia en la capital francesa participó en alguna pequeña exposición en La Galerie des Collectionneurs y en el Grand Palais, pero la precariedad de sus ingresos lo obligaron casi un año más tarde a regresar a su ciudad natal, donde conoció en una de las tertulias que organizaba cada domingo el café El Universal a Lourdes Buesa, una mujer independiente, licenciada en Historia, que lo impulsó a continuar con su carrera artística incluso en los momentos más difíciles, y con la que se casó algo más adelante, en 1970. “Mi padre nunca permaneció mucho tiempo en un sitio, iba cambiando y buscando nuevas oportunidades, pero mi madre lo entendía, eran muy hippies los dos en ese sentido”, asegura su hijo, Ramón De Pedro.
Tras varios años en Zaragoza, Javier De Pedro y Lourdes Buesa se trasladaron a Borja, el lugar del que procedían los padres del pintor y en el que solía pasar todos los veranos de su infancia. Allí nacieron sus tres hijos: Inés, Javier y Ramón, y creó su primer estudio, una sala pequeña y acogedora situada en plena Plaza del Mercado, en la que también impartía clases de pintura, cerámica y alfarería. Pese a que no le entusiasmaba la enseñanza, la pureza y la inocencia con la que sus alumnos apreciaban la pintura, le ayudó a desarrollar por completo su estilo pictórico, y durante estos años fundó también su propia galería de arte, La Bóveda, en una bodega que todavía conservaba varios arcos de ladrillo y que fue inaugurada por Pablo Serrano. En ella, además de exponer sus obras contaba con la participación de personalidades como José Luis Cano, Mariano Viejo, Eduardo Salavera o uno de sus mejores amigos, José Orús.

Conforme pasaban los años, Javier de Pedro cada vez se imbuía más en su pintura, pasaba la mayor parte del tiempo en el estudio, un lugar casi sagrado, al que sus hijos nunca tuvieron acceso. Desde que eran pequeños limitó su contacto con el mundo del arte y les dejó claro que ese era un camino de sufrimiento en el que no quería que se adentrasen. Para De Pedro, el proceso de creación de sus obras era casi tan inclemente como satisfactorio, solía durar varios días y necesitaba silencio y concentración. Cuando regresaba a casa, en las horas de la comida y de la cena -a la que todos debían llegar puntuales- “deambulaba por la casa, ensimismado y sin apenas dirigirnos la palabra, ansioso por que llegara el momento de poder regresar a su estudio”, recuerdan sus hijos. Quizás por esto, y porque tuvo que dejar atrás su estudio y su vida en Borja cuando destinaron a su mujer primero a un instituto de Mantinos, en Palencia, y luego a un colegio de Sigüenza, en Guadalajara, la relación entre ambos acabó por enfriarse y decidieron tomar caminos separados.
El regreso a la capital

A comienzos de los años 90, Javier De Pedro regresó a Zaragoza junto con sus dos hijos varones, Javier y Ramón, mientras que Inés decidió irse a vivir a casa de sus abuelos. A lo largo de estos años, De Pedro expuso algunas de sus colecciones en obras sociales, al mismo tiempo que llamaba a las puertas de los museos más importantes de la ciudad –sobre todo del Museo Pablo Serrano- pero ninguno aceptó su obra. Lograba subsistir de encargos, algún retrato y las compras de coleccionistas privados, aunque su madre y varias de sus hermanas también le ayudaron a resolver los problemas económicos.
Sus ánimos se tambalearon en más de una ocasión, pero el artista, en vez de rendirse, sacó sus armas y reivindicó la calidad y la validez de su obra. En ese momento fue cuando decidió coger todos sus instrumentos de cocina e improvisar una performance, que llevó por nombre La Cocina del Pintor, a las puertas del Museo Pablo Serrano. “Yo creo que ese fue uno de los palos más duros en la vida de mi padre, esperó durante meses que lo llamaran del museo y al final nada…”, asegura Ramón. Pero continuó apostando por su obra y rompió, una vez más, con toda su vida anterior.
Imaginañón. El refugio del artista
Con ayuda de su familia compró dos eras en Añón de Moncayo, un pueblo de apenas 200 habitantes situado a los pies de la montaña que le da nombre, y creó el estudio de pintura en el que pasó los últimos años de su vida: Imaginañón; un edificio de piedra grisácea que se adapta a la arquitectura del pueblo pero cuyo interior parece contrastar con la propia fachada y también con la apariencia despreocupada del artista. Las altísimas paredes blancas hacen que la estancia, adornada por una estufa gris de pelex, una mesita redonda con varias banquetas y la silla de madera donde solía sentarse el artista, parezca aún más espaciosa y diáfana.
Los cuadros que conforman la exposición, en este caso Autorretrospectiva, una colección de todos los autorretratos de Javier De Pedro, se presentan ante el visitante como si fuera un círculo que lo rodea y lo obliga a avanzar cronológicamente a través de los cuadros hasta llegar al último, que lo compuso dos días antes de fallecer y que bien podría representar la dicotomía y la frontera entre la vida y la muerte. Aparece pintado casi por completo de blanco, con el semblante serio y los contornos algo desdibujados, y a su lado, amenazante, una profunda mancha negra.

El olor a humo invadía también la estancia y no era difícil imaginar al artista tras ese vaho grisáceo, absorto, asestando pinceladas a un lienzo todavía en blanco guiado cada golpe seco de la batería de James Kottak –miembro de los Scorpions– que provenía de un radiocasete escondido en alguna esquina de la sala. Durante el estribillo de Rock You Like a Hurricane sus trazos iban ganando intensidad, vigor y automatismo, mientras que, mecido por la delicadeza de Still Loving You, su pintura parecía detenerse, suspirar aliviada y diseminarse lentamente entre los poros del lienzo.

“A mi padre la verdad es que no le entusiasmaba esta música pero en los últimos años solía ponérsela de fondo mientras trabajaba”, recuerda Ramón. La fuerza, el rasgueo contundente y los raudos punteados sobre el mástil de cada guitarra eléctrica se asemejan bastante a las pinceladas certeras y cargadas de firmeza que inundan la mayor parte de los lienzos de Javier De Pedro.
Desde sus inicios siguió un estilo expresionista, le interesaba que cada forma, cada figura y escena pasasen por el filtro y por la deformación de la subjetividad. Con frecuencia necesitaba entrar en contacto con la superficie del lienzo y formar parte de él, y así empezó a desarrollar la técnica estadounidense del Action Painting y a fabricar sus propios instrumentos de pintura compuestos por botes agujereados, escobas o pajas de distintos grosores… No quería plasmar la realidad tal y como la veían sus ojos, sino según la interpretaba su mente. Intentaba separar sus vivencias y sus experiencias más íntimas de la pintura y prefería centrarse en temas sociales, denunciar aquellos actos que consideraba injustos y, sobre todo, manifestar su sufrimiento a partir de situaciones tortuosas de carácter más global o colectivo. El negro, el blanco y el rojo por su intensidad –y también por su bajo coste- eran los colores que mejor se adaptaban a sus necesidades y los pigmentos que predominan en casi todas sus composiciones. Quizás una excepción a esta tendencia cromática sea la serie Naufragios ilegales, la crónica diaria de la llegada de los inmigrantes en pateras a las costas del Estrecho de Gibraltar. En ella se incorpora algún tono azulado e incluso amarillo y, pese a ser ateo, las cruces y la figura de Cristo se convierten en el elemento esencial de estos naufragios como una forma de representar el sentir de manera amplia y casi universal.

Otra de sus colecciones más importantes fue De Recortes de Sastres, publicada en 2010, en la que a partir de un tema cotidiano como la sastrería y la confección se denuncia la política de recortes llevada a cabo en los últimos años en nuestro país. Durante su composición, el artista iba a diario a una escombrera cercana a su casa y transformaba telas viejas y roídas en parte de lienzos que fabricaba con sus propias manos y acababa por convertir en líneas gruesas de apariencia improvisada y agresiva que escondían tantos significados como personas pudieran apreciar el cuadro.
Los retratos también constituyeron una parte muy importante de su obra y fueron su mayor fuente de ingresos en los momentos más duros de su vida. Tras fundar Imaginañón pasaba muchas tardes caminando por el pueblo o reuniéndose con sus amigos y realizando retratos, adentrándose en los rincones más oscuros e íntimos de unos personajes que él consideraba especiales. A partir de los rasgos de estos vecinos lograba transmitir sus historias personales, la dureza de sus vidas y del paisaje moncaíno que los había acompañado desde que eran pequeños, y también la fuerza que los había impulsado a sobrevivir.
Retrato Incómodo de la Familia Real
Quizás su retrato más famoso y polémico fue el Retrato Incómodo de la Familia Real, una actualización del retrato que Francisco de Goya hizo al monarca Carlos V y a su familia. En este caso, el cuadro rezuma ironía por los cuatro costados: está presidido por la figura de Juan Carlos de Borbón acompañado de Sofía, a su derecha Felipe y Letizia algo distanciados del resto de la familia, el pequeño Froilán que porta la banda de condecoración de Carlos II como si fuera el legítimo heredero del rey emérito, y Jaime de Marichalar e Iñaki Urdangarín con la cara tachada detrás de sus avergonzadas y cabizbajas esposas. En uno de los laterales de este lienzo de gran formato se incluye una pequeña representación de la Maja Desnuda de Goya para homenajear al pintor aragonés pero también en alusión a la pasión por las mujeres que siempre se ha atribuido a don Juan Carlos, y al otro lado se puede apreciar la figura de un obispo, un torero y un guardia civil que representan los que para De Pedro eran los tres símbolos de nuestro país: la Iglesia, la tauromaquia y la autoridad. También optó por seguir la estela que marcaron Goya y Velázquez e incluyó su autorretrato como un miembro más de la peculiar familia.

El Festival de la Nada
Javier De Pedro encontró en Añón la realización de su carrera artística. Al principio solía echar de menos la vida metropolitana y las tardes de tertulia. De hecho, mantuvo durante algunos años una buhardilla en Zaragoza en la que se reunía con sus amigos, pero poco a poco fue sintiendo más desapego hacia la urbe y encontró casi un refugio emocional a los pies de ese Moncayo que tantas veces había dibujado y que había protagonizado los estíos de toda su vida.
Aunque tuvo que enfrentarse en numerosas ocasiones al rechazo, al distanciamiento de los círculos comerciales de arte, y también a la soledad que asolaba la inauguración de sus exposiciones en Imaginañón, De Pedro nunca perdió la sonrisa, aprendió a sobreponerse a las situaciones y a dejarse llevar por esa pasión que lo acompañaba desde pequeño y que mantuvo hasta sus últimos días. Se consideraba una persona original, que veía el mundo de una forma compleja pero que prefería no explicar sus obras porque, según decía, “todo el mundo tiene capacidad de interpretar a su manera un color o una línea, es una cuestión personal y de sensibilidad”.
No temía a casi nada, ni siquiera al paso del tiempo o a la muerte, con cuya silueta aprendió a convivir los últimos meses de su vida. “El último mes lo disfrutó mucho, era verano y lo pasamos todos juntos en Añón, lo dejábamos pintar un rato por la mañana y otro por la tarde, organizábamos comidas…fue muy divertido”, rememora Inés. El optimismo, más presente en su vida que en su obra lo acompañó hasta su último suspiro, una bocanada ligera que quedó suspendida en una convincente carcajada, una carcajada que respondía al deseo que llevaba años rondando por su cabeza, el de morirse de risa. No quiso que se derramara ni una lágrima ni que su familia organizase un funeral al uso, quería que “eso de irse del mundo”, como solía referirse a la muerte, fuese en realidad un canto a la vida y a su obra.
De acuerdo a su voluntad, sus hijos organizaron El Festival de la Nada casi un mes después de su fallecimiento, el 10 de septiembre, para rendir homenaje a ese hombre que nunca se dio por vencido, que nunca dejó de disfrutar de un simple paseo, de un atardecer, de la risa de un amigo o de una copa de vino. Las paredes de su estudio se convirtieron en un improvisado escenario, los cuadros en flamantes y mudos espectadores, y las pesadas puertas de hierro que custodiaban la entrada en un telón que atravesaban músicos, actores, fotógrafos, vecinos del pueblo y, por encima de todo, amigos de Javier De Pedro, para mirar, no sin cierto cariño, esa silla de madera que seguía en mitad de la sala, esta vez vacía, pero cargada de recuerdos.
