Las hmnogs
Albert Alexandre//
Crónica de la vida de una madre de la etnia hmong en el norte de Vietnam y de sus dos hijas. Zu, Ze y Cu viven en la región de Sa Pa, una de las zonas más famosas para los mochileros en el país. Un retrato de la feminidad, la pobreza y el turismo.
El cotidiano
Cu está enferma. Por la noche tenía fiebre y hoy no la han llevado a la guardería. Tampoco la llevaron ayer por la tarde, pero ayer no estaba enferma.
Han pasado tres días en casa de la familia hmong, una etnia milenaria que vive repartida entre el norte vietnamita y tailandés, y el suroeste chino. Esta tarde hay que marcharse a Sa Pa, hacia la frontera de Vietnam con China, donde dicen las guías se encuentran los paisajes más espectaculares del país; en Ha Giang. Son casi las once de la mañana.
Cu se levanta la falda, se pone de cuclillas en medio del patio de su casa y defeca con cara de fuerza. Luego se desternilla de la risa. Deja un líquido verde exiguo; muy poca cosa dado lo hinchada que tiene la barriga.
Ahora de pie, arreglándose la falda de colores sigue riendo. Cuando Zu, su madre, sale de la casa y ve el mejunje, exclama en hmong, su lengua, lo que parecería una regañina amable: «¡Cu! ¿Cuántas veces te tengo que decir que no puedes hacer esto en medio del patio?». Cu vuelve a reír.
Sin alargarse en la conversación con su hija de tres años, Zu pega lo que parece ser un grito a medio camino con un silbido y al instante aparecen dos perros por la puerta de madera del patio. La escena escatológica llega a su cumbre cuando los animales se comen la mierda de Cu. Canes comiendo caca de Cu: La aliteración no hace bella la imagen.
Parece una escena cotidiana. Como si la niña estuviera muy acostumbrada a cagar fuera de la letrina que hay a diez metros de la casa, en el huerto, y como si la madre echara mano de los perros con frecuencia para limpiar el patio. La escena deja entre la risa y el shock. La risa porque la pequeña con su cara redonda tiene una expresividad digna de una telecomedia de los noventa, de cuando la cámara amplía el focal a toda velocidad hacia la mueca de una de las protagonistas; el shock porque, salvando las distancias, aquellas imágenes de niñas de barriga hinchada sacadas de los anuarios de ONGs, se han hecho reales en esta parte al noroeste de Vietnam.
La patria
Zu, Cu y Ze, la otra hija de Zu, de 16 años, viven en lo alto de una colina en el pueblo de Lau Chai. También duerme allí el marido de Zu y padre de Cu y Ze.
La ubicación de su casa en la cima de una montaña, sobre un valle por el que, en septiembre, justo antes de la siembra, se desparraman los arrozales de un verde croma de televisión formando escalinatas que a veces parecen teatros griegos con sus gradas y a veces pendientes diseñadas por un dios obsesionado por la geometría, en los que se distinguen algunas mujeres agachadas con sombreros de paja y ropas multicolor, donde un niño muerde una ramita y mueve una vaca con un palo de plástico y en los que no hay un atardecer igual a otro, porque el sol al meterse entre las nubes se dibuja irregular sobre la tierra y deja autopistas de luz flotando en el aire, sería perfecta para un alojamiento rural. Sin embargo, la casa de la familia de Zu en el valle de Sa Pa es lo opuesto a los chalets que aparecen en packs de viaje con nombres como “escapada romántica de fin de semana” o “tres días de desconexión”.

El hogar
Barro, plástico y mucha madera. Lo que diferencia un lugar de otro, una sociedad de otra, una condición económica de su contraria, está en lo material; en lo más marx. Barro, plástico y mucha madera es la casa de las hmongs. Allá en Barcelona, las casas en su mayoría están hechas de piedra, acero y plástico. Y eso significa una distancia tan grande entre esas casas y estas otras, un salto tan materialista.
La choza no mide más de 50 metros cuadrados. Las habitaciones están separadas por telas que caen de las vigas de madera. Las camas son de madera, las paredes son listones de madera. La cocina es un hoyo en el suelo y la ducha es un cubo de plástico que se rellena de agua calentada en la hoguera que hace de cocina. Fuera de la casa está el patio donde corretean las gallinas esquivando el barro, y más allá del patio, a tres metros, se encuentra un pequeño huerto cercado con palos de madera clavados en el suelo.
Parecería que la de Zu se asemeja a la casa de sus vecinos, a unos diez metros de distancia, que a su vez se parece a la casa de los vecinos de más allá, que a su vez es muy parecida a todas las casas del valle. Todas son barro, plástico y mucha madera.
Pero, a lo mejor, saliendo de la visión de piedra, acero y plástico, se comprende que nuestras casas también son todas iguales; a la etnia hmong todas nuestras casas se les antojarán similares. ¿A la etnia hmong todas nuestras casas se les antojarán similares? Y entonces hay que valorar si tener un hogar es saber identificar aquellas diferencias irrisorias que distinguen nuestra casa de otra. Aquella viga de madera que tiene una mancha que parece el rostro amorfo de una serpiente, aquella baldosa de mármol que desde la infancia nos parece desencajada, aquella mancha de vino sobre la alfombra que ni con tintorería.
Las pequeñas diferencias, esas que harán que Zu afirme que su casa es muy distinta a las del resto, se encuentran en un póster decadente de Ratzinger que lleva a preguntarse si sabrán que ese político dimitió; un tablón de madera de la pared de la cocina medio centímetro más corto que el resto y por donde se cuela un ratón; una televisión que a duras penas funciona y que se ha convertido en un elemento decorativo más; unas fotos colgadas en la pared que una pareja mochilera le envió como forma de agradecimiento por los días que pasaron en la casa. Barro, plástico, mucha madera y algunas diferencias.
El cuerpo
El cansancio, las enfermedades psicológicas o el aburrimiento. Nos parecen cosas tan occidentales, tan de ciudad, que somos incapaces de asumir que se trata de vivencias universales.
Cuando Zu se despide está exhausta. Me ha acompañado un par de kilómetros andando hacia el pueblo de Sa Pa, donde tomaré un autobús, y a medio camino, con Cu a la espalda atada en una tela, ha decidido volver a casa. Se le veía harta de tener a un extranjero en su propiedad; más cuando se acerca la siembra y hay que preparar tantas cosas.
Esta mañana, como de costumbre, se ha levantado temprano. Hacia las seis ya estaba en pie para dar de comer a los animales y cuidar el huerto. No creo que vea con buenos ojos que yo me despierte tarde. Algo me hace pensar que en su fuero interior entiende que las cosas no funcionan bien así: el capitalismo en su esencia se expresa en tiempo. Yo me puedo permitir dormir tres horas más que ella, yo tengo fines de semana. Sería interesante preguntarse cuántas horas he dormido más que ella en toda mi vida, establecer las diferencias económicas en tiempo más que en dinero.

(Dos años antes de este viaje estuve trabajando en una empresa en Barcelona. Dormía poco y mal. El insomnio siempre ha sido un tema recurrente en mis noches, pero durante esa época se agravó por culpa de un quiste en el costado derecho de mi caja torácica. La pequeña protuberancia debajo la piel, entre las costillas, fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de un garbanzo. Normalmente este tipo de quistes son inofensivos, sin embargo, en mi caso la protuberancia se infectó, se puso morada, y se me hacía imposible dormir de lado o que me dieran un abrazo. Leí que la piel, de la que siempre me ha sorprendido saber que es el órgano más grande del cuerpo -más que los pulmones o el cerebro-, se regenera si se duerme bien y suficiente. Era cierto: el quiste dolía menos en los días con buenas noches).
La piel de Zu tiene muchos más años de los que ella ha cumplido. Comenta que tiene treinta y pocos y parece increíble. Tiene el rostro aceitoso y muchas arrugas, un par de verrugas en la cara, y los pies y las manos endurecidas. En la boca le faltan algunas piezas, y algunos de los dientes, oscurecidos por los lados, parecen a punto de caerse. Por su aspecto podría parecer mi madre, pero mis medios de comunicación dirían que es una millennial.

La muerte
La edad no solo la dicta la piel. Ayer, el día antes de marcharme, hicimos una excursión por el valle; eso que nos empeñamos en llamar trekking. Zu calzaba chancletas de plástico y, pese a mis botas de senderismo, me costaba seguirla por los caminos fangosos. Pese a mi ropa ergonómica diseñada para la montaña, no podía dejar de sudar mientras ella, con las capas y capas de las telas azules y negras que viste la etnia hmong, no parecía sufrir la caminata.
En la edad de la piel me saca 20 años, pero en la edad de la energía me siento como un viejo a su lado. ¿Cuál cuenta más para retrasar la llegada de la muerte? Reflexiono: las mujeres de todo el mundo tienen una esperanza de vida superior a la de los hombres. Encadeno la idea: las mujeres del mundo trabajan, cuidan de las criaturas, de la casa, de los familiares ancianos mucho más que los hombres. Concluyo: No tengo ni idea de lo que eso significa, y aún menos de por qué ellas viven más tiempo que nosotros. Quizás son más necesarias para que el planeta siga existiendo; no lo sé. Quizás el planeta intenta revertir los destrozos de la sociedad: según datos de la ONU, de las personas que pasan hambre en el mundo, el 60% son mujeres. Ellas representan el 66% de las personas analfabetas, poseen menos del 20% de las tierras cultivables e ingresan de media un 60% menos que los hombres.
La comida
Otra vez, en la mañana del último día se come arroz y calabaza hervida.
El desayuno es uno de los elementos que mejor delimitan las diferencias entre culturas. En el sur de Europa sorprenden las costumbres alimenticias de la gente del norte del continente. Aunque se ha hecho cansina la frase “el desayuno es la comida más importante del día”, parece que en España nadie quiere renunciar a los desayunos pobres, almuerzos pobres, comidas copiosas y cenas abundantes.
Ellas comen arroz siempre, todos los días del año: desayuno, comida y cena. Cuando la recolecta no es buena siguen comiendo arroz: desayuno y cena. Si el año del arroz es muy malo siguen comiendo arroz: desayuno. El desayuno es la comida más importante del día, cuando ya no es viable empieza la inanición.
El hambre
La mejor información se obtiene preguntando. Las preguntas más tontas en contextos determinados consiguen convertirse en preguntas lúcidas. No hace mucho leí “Hambre”, la crónica-monstruo del escritor argentino Martín Caparrós, y durante la segunda y última cena en Lau Chai, decido sacar una interpelación del ensayo para hacérsela a Zu: “¿Cuál es tu plato favorito?”
Me mira, pero no comprende. “Lo que más te gusta comer”, insisto, copiando a Caparrós. Siguiendo el guion de “Hambre”, tampoco sabe qué responder. “¿No te gusta el pollo?”, pruebo de nuevo, ya que he visto que tenían gallinas en casa. “Sí, el pollo me gusta, pero lo como muy poco”, dice finalmente sin estar muy convencida. Cómo saber cuánto tiempo hace que no come pollo. La escena queda caparrosiana, la copia de una escena caparrosiana: es un lujo occidental poderse preguntar por el plato favorito en un mundo donde 821 millones de personas no tienen comida suficiente, en un mundo en el que según la FAO una de cada tres mujeres en edad reproductiva sufre anemia.
La adolescencia
Ze tiene 16 años.
Con 16 años se empieza el bachillerato. Con 16 años se empieza a fumar y se tienen novias y novios y se comen pipas con los amigos en el parque. Ahora tendría que venir lo siguiente: la pobre Ze, que tiene 16 años, no puede ir a la escuela, no puede fumar, ni tener un novio, ni salir con los amigos a comer pipas, porque tiene que cuidar de su hermana de tres años mientras su madre se va al campo a trabajar. Y no sería del todo falso.
La última noche en Lau Chai, mientras Cu está enferma en la cama, aparece Ze. Viene de Sa Pa, de la iglesia, de pasar un rato con su pandilla. Intenta evitar que se le escape la risa cuando su madre le pregunta con quién ha estado, y me acuerdo de mi madre preguntándome a esa misma edad: “¿Qué has fumat nen?” Entiendo por la expresiva respuesta de Ze que está diciendo algo como: “¿Yo? ¡Con nadie! Ay mamá, déjame en paz” y me acuerdo de las respuestas oliendo a tabaco: “¿Jo? ¡No! Ay mamá, deixa’m en pau”.
Luego Ze se abduce en su móvil releyendo SMS de quién sabe quién. Zu intenta leer los mensajes por la espalda, y cuando Ze se da cuenta de que la espían prueba con otra estrategia para quitarse a su madre de encima (la clásica estrategia inversa de la adolescencia): “¡Ay mamá! ¿Qué miras? ¡Son mensajes de mi novio!”.
En ocasiones, la gracia es encontrar aquello que nos iguala. Ese “¡Ay mamá, déjame en paz!” que se escucha cada día millones de veces.

La violencia
Narrativamente tenemos tendencia al drama. Sin embargo, el mundo se expresa con frecuencia tragicómico. La tarde del segundo día, mientras Zu vuelve a casa andando, se ha topado con un abultado grupo de gente detenida en la carretera. Se escuchaban gritos. De repente, un hombre ha intentado darle a otro con el casco de la moto. Zu ha soltado un grito y se ha ido corriendo hacia la escena; eran su marido y un amigo de él enfrentándose a un hombre corpulento.
El marido de Zu y el amigo estaban fuera de sus casillas, con las venas del cuello hinchadas, sudados y con las camisas rotas. Otros hombres y Zu intentaban calmarlos, pero cada vez que el oponente les decía algo, se volvían locos e intentaban golpearlo. El amigo del marido de Zu, en cierto momento ha conseguido escaparse de los brazos que lo inmovilizaban, se ha metido en una casa cercana y ha salido con una barra de hierro. La gente reunida allí ha empezado a gritar temiendo lo peor.
También había dos policías, pero -superados- no han hecho absolutamente nada. Entre diez hombres y mujeres han conseguido apaciguar al marido de Zu y a su amigo, y le han dicho al oponente, un tipo alto en comparación con el marido de Zu y su amigo, que no medían más de metro sesenta, que se fuera si no quería terminar con la cabeza reventada por una barra de hierro.
En casa, Zu ha explicado que la disputa viene de lejos y tiene que ver con unas tierras que el tipo grande ha robado a su marido.
Al rato ha aparecido su marido con rasguños, pero con semblante sereno.
Luego ha empezado una fuerte discusión entre Zu y el hombre, porque él se quería llevar la moto familiar y ella no estaba dispuesta a que él se fuera de casa después de la pelea. Enfadada y dando voces, ella se interponía entre él y la moto, sin querer escuchar lo que él intentaba explicarle. De vez en cuando me miraban y sonreían como diciendo tranquilo, no pasa nada. Finalmente, exasperada, Zu ha dejado marchar a su marido hacia un destino aciago.
Todo parecía claro: él buscaba revancha, quería matar a su oponente por haberle robado unas tierras, y ella intentaba impedir que un tipo grandullón lo matara. Drama servido: una historia shakesperiana en las montañas vietnamitas.
“Tu marido se ha marchado a buscar al hombre de esta tarde ¿no?”. Ella ha respondido en inglés: “¡Que va! Un amigo suyo ha traído un nuevo vino de arroz y mi marido me ha dicho que esta noche se queda a dormir en su casa para probarlo”.
La maternidad
Zu moja su dedo en vino de arroz y se lo da a Cu para que lo chupe. Con esa imagen Antena 3 o Telecinco tendrían para rellenar dos magazines matutinos y media hora de telediario.
La niña lleva toda la cena del primer día que paso en Lau Chai dando votes, gritando y riendo. Ha bailado la misma canción durante una hora y cada vez que empieza otra vez, parece que es la primera vez que escucha la tonadilla.
Terremotea y la madre decide tranquilizarla con un licor rebajado con agua.
Mi abuelo me contaba que su madre le daba melocotón bañado en vino y azúcar cuando era chico. A mí, mi madre me dio un cigarrillo con diez años, esperando que tosiera tanto que se me quitaran las ganas de fumar más tarde.
Probablemente los manuales de educación infantil contravienen esas prácticas, pero a veces los manuales de educación son una excusa para quitar a las mujeres ese espacio de poder que todos los siglos del proyecto del capitalismo, desde el Calibán y la bruja, no habían conseguido arrebatar.
No sé si está bien o mal que la madre le dé alcohol a la hija. Zu le da vino a Cu porque su madre le dio vino cuando tenía la edad de Cu, y la madre de Zu bebió vino cuando era pequeña porque su madre se lo daba. Y así hasta tiempos ignotos. La tradición como forma de resistencia. La tradición como forma de derrota. Reconocer que no entendemos no significa renunciar a entender. No juzgar no es no querer entender, puede ser empezar a hacerlo.
La paternidad
Es la noche del primer día en la casa de Zu y todavía no ha aparecido el marido. Pasadas la 22.00 horas -la madrugada del campo- el hombre entra en la casa. Se come las sobras que han quedado de la cena con un frontal en la cabeza. Al cabo de media hora llega Ze de la iglesia, habla algo con su padre, escueto, y cuando el hombre se va a dormir hace los deberes con una linterna en la cabeza. Zu espera que Ze aprenda inglés porque en el valle hablar la lengua de la globalización supone subir un peldaño en la escalera social, vivir mejor gracias al dinero de los turistas. Quien no sabe inglés tiene que conformarse con vivir solo del campo.

La economía
La tarde del primer día, las vecinas de Zu que acompañan la excursión que va de Sa Pa a Lau Chai, despliegan la mercancía para venderla ante un grupo de extranjeros: pulseras, mantas, pañuelos e instrumentos que no sirven para nada y que solo parecen tener utilidad para el turista (utilidad ornamental o utilidad de conquista).
Llevamos más de dos horas andado con ellas e incluso hemos entablado conversaciones en un inglés de supervivencia: “¿Qué edad tenéis? ¿Cómo os llamáis? No me digas, ¿cinco hijas?”. Algo parecido a la decepción me sobreviene cuando entiendo que todo el camino tenía como objetivo ese momento final: la venta.
Digo que no quiero comprar nada y Zu me dice que las mujeres han venido de su pueblo a Sa Pa expresamente para venderme algo, que viven de la venta, y es feo que se hayan pegado una caminata tan larga para irse con las manos vacías. Al final compro; al final compras. Supongo que lo haces porque en el inconsciente te pesa la historia europea, te pesa la economía occidental, te pesa el color de tu piel, te pesan los 800 euros que te ha costado un billete de avión de tu casa hasta aquí.
Todo este texto es una redención de pesos.
Pero incluso hay que enfrentarse a esa vergüenza de un modo distinto del que solemos. Esa vergüenza, esa forma que tenemos de cuidar de la gente pobre del mundo, los que no somos la gente pobre del mundo, desposee a las personas desgraciadas de la posibilidad de ser abominables.
Pero también hay límites: durante todo el recorrido, niñas, con frecuencia descalzas que no superan los diez años, intentan vender pulseras. Siguen a los turistas gimiendo en inglés “plis” y hacen ese símbolo universal que consiste en juntar todos los dedos de una mano y acercarlos y alejarlos de la boca. Eso que significa hambre. Comprarles pulseras es un límite que intento no rebasar nunca. No hay explicación científica detrás de ese límite; como todos los límites éticos.
Las creencias
Sa Pa es una antigua estación alpina francesa conocida por sus arrozales estratificados como pisos en una tarta de bodas. Las guías dicen que venir aquí es una experiencia que te marca la vida, en la que comprendes cosas.
Las calles del pueblo, repletas de tiendas de ropa de montaña, no se distinguen de una capilla adornada con una cruz de luces de neón. Se está celebrando una procesión en la entrada. Un par de curas con sotanas tan limpias como las de los anuncios de detergente lanzan incienso al aire. Alrededor de los hombres hay mujeres mayores, jóvenes y niñas con los cuerpos llenos de los estragos que deja la vida difícil. Faltan dientes, faltan ojos, la piel es arrugada y está llena de cicatrices.
El turismo
Sin que haya terminado la misma se acerca una de las mujeres apresuradamente y pregunta si estoy buscando casa para dormir o quiero hacer un trekking mañana.
Más tarde sabré que se llama Zu. Le acompañan su hija de tres años, Cu, y su hija de 16, Ze. Cerramos un trato que si se expresara en el vocabulario de una agencia de viajes sería así: “Dos noches de alojamiento en una casa autóctona de la provincia de Lai Chau; desayunos, comidas y cenas incluidas; Trekking de medio día desde Sa Pa hasta la casa; Trekking de un día entero para visitar los campos de arroz; vino de arroz y marihuana incluidos; precio: 25 euros por persona”.
Es un precio ridículo, pero aun así intento rebajarlo mientras ella dice en inglés que es un precio muy barato, muy barato. Bajo dos euros y sellamos el trato con un apretón de dedos meñiques. Es un saludo frecuente en Sa Pa, pero creo que la gente autóctona de aquí no se saluda de esta forma que a los turistas nos encanta.
El capitalismo
Vuelo desde la casa a Milán y todo está en calma. Luego hago escala en Abu Dabi, pero no salgo del aeropuerto y sigo estando en Europa. Aterrizo en Ho Chi Minh y la humedad me da una patada en la cabeza. Voy de la capital de Vietnam a Sa Pa en un viaje que dura dos semanas y que pasa por My Tho, Can Tho, Hoi An, Hue y Cat Ba. Alquilo motos, visito templos y compro souvenirs.
Las guías de viaje dicen que en Sa Pa viven los Tays, los Hmongs, los Dao Do o los Giay. Gente hospitalaria y amable en unos parajes que os dejaran sin aliento. La mejor opción para dormir a buen precio es alojarse con una familia de una etnia local. Te abrirán las puertas de su casa, te mostrarán su cultura y podrás sumergirte en unas costumbres tan distintas como milenarias. No te dejará indiferente, dicen las guías.
Llego a Sa Pa para sumar una experiencia más a la lista de experiencias.