Lisboa, saudades en el cielo

Ana Baquerizo//

Al final de la tarde, el sol muere en la capital portuguesa. Desde el mirador de Penha de França, la ciudad se oscurece poco a poco, como resistiéndose a dejar que el tiempo discurra. Lisboa pinta sus saudades en el cielo y vela, con amor de madre, por la llegada de un nuevo día.

Lisboa es una mujer sencilla, pero con personalidad. No le interesa el glamour, pero tiene estilo propio. Se mueve al ritmo de la guitarra portuguesa, con los compases de los fados, pero también baila kizomba y kuduro. Está orgullosa de lo propio, pero valora e incorpora lo ajeno. Lisboa habla a gritos, se ríe a carcajadas, pone la muletilla «pá» al final de cada frase, vive con intensidad. Es devota de San Antonio. Se siente viejoven —es, tras Atenas, la capital de Europa más antigua— y no se esfuerza por disimular los estragos del paso del tiempo. Enamora al natural: sin maquillaje y con curvas, las siete colinas que la rodean. Ha superado varias tragedias. Tiene el valor de la humildad, pertenece a una familia de ricos navegantes y conquistadores venida a menos.   

Lisboa se prepara para la despedida. Un fulguroso día de verano que, hace apenas unos minutos, lucía en su esplendor y ahora agoniza. Contemplo la escena desde uno de los miradores menos conocidos, junto a tres turistas rusos y una autóctona cuyas miradas no se cruzan con la mía. El panorama centra toda la atención de este público escaso pero muy observador, parece una foto con filtro para aumentar el contraste.

Empiezan a distinguirse en el horizonte varias franjas alargadas, telón de fondo de los aviones que pasan con frecuencia. Verdosos y celestes se ven, apretados, por encima de un gran espacio naranja que se junta con las colinas lejanas, sus molinos de viento y los edificios más altos. En total, desde aquí se ve en torno a una veintena de ellos, sobresalientes, salpicando el encuadre que ofrece el Mirador de Penha de França.  

Lisboa. Anochecer

A la derecha, se pierde el rastro del puente más largo de Europa que, discreto y sencillo, camina sobre el Tajo. El resto es una nube de muros blancos y tejados cobrizos a dos aguas que rellena casi todo el espacio. A la izquierda, lejos, el Ritz y la cárcel como el ying y el yang y, próxima a ellos, la mega bandeira: una bandera nacional de 20×12 metros; desde esta perspectiva, insignificante. Solo se aprecia con mucho esfuerzo. La claridad del blanco de las casitas también se va perdiendo. Lisboa se apaga de una forma hermosa. El amarillo del sol se diluye hasta perder la forma redondeada y parecer el borrón de un lienzo donde predominan los colores cálidos. Las farolas imitan ese color al comenzar a encenderse tímidamente. De acuerdo, es un simple anochecer… O no.

Los otros sentidos entran en juego. El reloj de la iglesia marca las nueve. Un aire tímido me acaricia el rostro, juega con mi pelo, me empuja a cerrar los ojos pero enseguida los vuelvo a abrir. Se oye el ruidito de los pájaros y el movimiento de los árboles. Un «chas» de mechero, unas palabras en ruso que invaden la dulce escena.

Un par de jóvenes raperos se unen a la vida contemplativa que ejerzo por un par de horas. Se sientan en la pequeña construcción que sirve como barandilla, sobre la que todos ya estamos arracimados desde que llegamos. El par de bancos que hay quedan algo distantes del espectáculo, es mejor apoyarse sobre todos esos grafitis.

Este mirador es un recoveco de una curva muy cerrada en lo alto de una calle empinada, junto a una iglesia, en una zona humilde. Cerca de los bancos, una papelera con caramullo. La energía del momento se va consumiendo conforme la noche engulle todo. El recuerdo del sol es ahora una banda rojiza que tiende a desaparecer en el horizonte y de cuyo color se contagian unos cuantos cirros, arriba. Las ventanas de las casas se convierten en puntitos de luz. El puente es una línea de bombillas. El día muere poco a poco, resistiéndose fuertemente. Un frenazo rompe el silencio que impera entre los observantes.

Lisboa de noche

Lisboa se pone con el sol, muda de imagen. Ella, que es ciudadana del país de las saudades, ese sentimiento sin traducción a otras lenguas: la morriña que resquebraja corazones y endulza oídos. Aquello que se echa tanto de menos que duele. Lisboa es madre soltera, biológica y adoptiva. Muchos de sus hijos han emigrado, por eso trata bien a quienes llegan a ella. En este momento, Lisboa sangra. Parece que se acuerda de ellos y, asfixiada por las saudades, intenta detener el paso del tiempo.  

Mujer torera, se viste de grana y oro para matar el último —rayo de sol— de la tarde. Ella aspira a más, su río aspira a mar. Mujer trabajadora, concilia la ambición con disfrutar de la vida. Ahora suspira y hace mover la ropa tendida en las ventanas. Ya con la cara lavada, se va a la cama con el Cristo Rei en la cabecera. Aunque, en realidad, nunca descansa porque abriga la noche de los que se disponen a dormir apoyados en ella, sin un techo, en su regazo.

Autora:
Ana Baquerizo foto Ana Baquerizo nombre

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Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.


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