Los pies de polvo en el exilio (II)
Paz Pérez// Miami
«Es falso que los cubanos conserven la lengua y las costumbres, nosotros en Miami ya no somos los que éramos». Las criaturas de la isla trascienden siempre al mar que les rodea. Del aislamiento de la isla pasan a la ciudad universal y globalizada: Miami. Los edificios vertiginosos dan cobijo a la Cuba que se escapa del miedo, la falta de libertad y, sobre todo, el hambre. Los cubanos ya no se esconden en secretos e inventos y buscan prosperar en el país que les acoge como hijos perdidos.
En la capital del exilio cubano, ellos viven por y para Cuba; incluso han creado su Little Havana. Cincuenta años de normalidad han servido para crear una industria de la nostalgia y una infinidad de servicios para satisfacer las necesidades y expectativas de los que quedaron atrás. Sistema de pago para recargar sus móviles, ofertas de llamadas a Cuba por poco dinero, tiendas que venden piezas de repuesto para coches soviéticos o casas de empeño que prestan joyas a los que viajan a la isla para mantener su imagen de emigrante de éxito.
Las nuevas conversaciones entre EEUU y Cuba parece que dejarían también un gran caos en Miami, en la estructura que se ha asentado en los barrios y en la forma de vivir. Se dejaría de generar nostalgia, culpabilidad y peticiones de objetos absurdos y en desuso, porque los familiares ya no tendrían que complacer todas las necesidades y caprichos de los que se quedaron al otro lado. Se cerrarían cientos de negocios y se perderían otros tantos puestos de trabajo. Pero, de momento, los cubanos siguen siendo exiliados que viven entre dos culturas muy diferentes y tratan de imponer la suya.

Es difícil imaginar Miami sin cubanos. En Hialeah, uno de los barrios donde más asentados están, las calles tienen dos numeraciones: las que puso el Estado de La Florida y la que pusieron los cubanos. Poco importa lo disfuncional que sea. Ellos siguen comiendo arroz con frijoles y apenas hablan inglés.
La mujer que vive del bloqueo
“A los huevos les llamábamos salvavidas. Cuando era joven había un huevo cada día, cuando me fui era cada tres. Sobrevivíamos porque mi marido robaba cinco litros de gasolina a la semana gracias a su trabajo como chófer del Estado”. María tiene 64 años y una pequeña casa que construyeron sus hijos en Miami, cerca de un lago. Tiene “enfermedades de viejos” y se trae las medicinas desde Cuba, porque le salen más baratas y “los doctores allí son mejores para recetarte, lo que mejor tiene Cuba es la medicina”.
Llegó hace casi 40 años en una balsa. “Vine con mi hermano y un amigo suyo, la noche fue lo más duro, rodeados de tiburones golpeándonos”, es lo único que quiere contar sobre cómo llegó. Cuando pisó por primera vez Miami pensó en irse a Texas. Vivió una temporada allí pero la falta de inglés y el conservadurismo del Estado le obligó a volverse a la tierra de inmigrantes.
Se gana la vida vendiendo todo tipo de cosas americanas en Cuba. “Compro en Marshall, que no es muy caro y en las tiendas de segunda mano, y allá lo vendo a precio de oro, lo que más gusta a las mujeres es la lycra y las cintas de pelo y a los hombres unos buenos zapatos”. En sus viajes también se encarga de llevar lo que le pidan sus familiares: “mi sobrino tiene una talla grande, allá casi no hay ropa así que imagínate para una talla XL. Él siempre tiene que vestir como un señor mayor, por eso, siempre le llevo todo lo que puedo y le hace mucha ilusión”, revela.

Los pantalones son un artículo que se distribuye por racionamiento, normalmente un par al año. La mayoría de los cubanos se arreglan con dos prendas de cada tipo de ropa. Y si se rompen tienen que esperar a que lleguen los siguientes. “Y eso no era el único problema, ¿cómo pagas la factura de la luz, del gas, la renta? El costo de la electricidad ha subido entre cuatro y siete veces, yo pagaba casi 150 pesos mensuales, y te estoy hablando de años atrás, ahora ha subido nuevamente”, manifiesta.
Por eso los cubanos siempre están inventando. Revender artículos baratos y racionados a precios de mercado. Las tazas y platos suelen robarse de empresas estatales y venderse en el mercado negro. La ropa tiene que comprarse usada, en reuniones de trueque llamadas troppings -burlándose del término shopping-. Para la comida siempre quedaba la opción de buscar en los contenedores o convertirse en alcohólico para no sentir el hambre. Los isleños saben lo que ocurre: “No es Haití o Sudán, la gente allá no se desmaya en las calles, pero porque el gobierno se encarga de que las familias tengan dos o tres kilos de azúcar y suficiente arroz. En realidad el mayor problema es la falta de libertad, de acceso, de dinero”
Sus ojos se iluminan cuando recuerda su casa allá en La Habana: dos habitaciones, sillas sin cojines, un hornillo sobre una encimera y un refrigerador que apenas usaban porque la luz se va continuamente en el país. Aquí vive en una casa de tamaño parecido, pero con muchas más cosas. Los muebles cubren todas las habitaciones de manera casi esperpéntica y cientos de figuritas encima de cada mesa y balda que esté sin ocupar. “Lo que más nos gusta tener a los cubanos son toallas y sábanas, en Cuba son tan ásperas como la de los hospitales de acá. La primera vez que dormí en una cama americana no daba crédito”, admite uno de los presentes.
Libertad para nadar
Yander tiene 30 años y lleva viviendo siete en Miami Dade. Vino a casarse con una americana, renunciando al amor de su tierra que echa de menos en cada palabra que la menciona. “A veces le pregunto a mi mujer, ¿esto es público? Y casi nunca lo es y no lo entiendo. ¡Hasta la playa es privada, niña!”. Yander trabaja limpiando las playas y a veces de vigilante: “solo hay socorristas en las playas privadas, en las públicas te ponen un cartel de que debes bañarte bajo tu responsabilidad, si te ahogas es tu culpa. Eso es América, hay tanta libertad que se convierte en individualismo y convierten lo privado en libertad, cuando solo es injusticia”.
El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.
Recita solemne y lleno de orgullo la primera enmienda, estudió para su examen de ciudadanía y presume que recuerda todo. “Es decir”, aclara, “que nadie puede atentar contra la libertad del individuo. Es muy bonita la teoría, yo amé la idea, pero vi cómo la usaban los americanos para aclamar su derecho a ser idiotas”.
Sus palabras son críticas con este país, no lo entiende. “Me quedaría con Cuba porque es mi patria, pero en realidad no son tan distintas”. Me cuenta que en la isla cobraba 12 dólares mensuales y que dependía de una libreta de racionamiento que apenas le daba para doce días, así que el resto tenía que pagarlo con su sueldo. “Se vive en el día, yo pensaba que el dinero podría salvarnos, pero aquí todo es dinero, hasta tu vida tiene un precio”, afirma. Lo que menos entiende es pagar impuestos: “En Cuba no hay impuestos”, sentencia a final de cada argumento, “y eso que allí todo es público”.
“Al final en Cuba uno sobrevive de los inventos, no hay de nada nunca, y hay un gran mercado subterráneo. Es muy diferente de América, sí, hay pobreza en los dos lugares pero es una pobreza diferente. Los cubanos estamos educados para que si nos piden ayuda tendamos la mano, el americano está educado en conseguir dinero para poder gastárselo”.
El hombre de negocios
Ortega se despierta en el número 43 de Hialeah a las 6:00 a.m para ir a trabajar. Las sábanas que le envuelven son de algodón, las toallas que le secan son de buena calidad y respira tranquilo el ambiente húmedo y caliente de Miami, que aún no le quema por al aire acondicionado que pone exageradamente alto. Nada que ver con cuando se levantaba en Cuba, entre sábanas casi de papel, intentando despegarse del calor asfixiante del clima tropical, lo que trae sus consecuencias: “allí la gente parece siempre más vieja de lo que es, por el sol tan duro y el calor que te agota”.
Ortega se levanta para seguir construyendo su negocio, se dedica a “chapuzas en casa y arreglos del jardín”. Trabaja más de doce horas diarias, a veces incluso durante la noche, porque no puede contratar a nadie más y nunca descansa un domingo salvo para ir a misa. Es el precio del capitalismo, al menos, para los inmigrantes. Necesita poder pagar la casa, las letras de sus tres coches, la maquinaria para trabajar que pagó con el dinero de sus amigos, el colegio de sus hijas y más facturas. “Cuando llegué no tenía nada, apenas mil dólares en un sobre que me prestó un familiar, y aún así vivía mejor que en Cuba”, recuerda.
Mientras hablamos él está en lo alto de un tejado, con el sudor en la frente y sin parar un segundo de trabajar. Sube, baja, a veces interrumpe la conversación para llamar a sus proveedores u otros clientes. A pesar de todo el esfuerzo, él responde con seguridad:
–Vivir fuera de la patria, ¿es duro?
-Muy duro. La ruptura familiar, la pérdida de la identidad, la descomposición de la lengua materna. Los bienes de consumo, a veces, no compensan la pérdida de nuestros valores. Pero no volvería a Cuba. Allá también trabajaba demasiado y sin comodidades. Aquí lo hago para mantener a mi mujer y a sus hijas. Y acá me levanto todos los días bailando, aunque tenga los huesos molidos, porque esta es la vida que quiero. Cuba no me dejaba elegirla y por eso me vine acá.
El exilio es una palabra que quizá no se ajuste a lo que los cubanos viven en Estados Unidos. La mayoría vienen por el hambre o por la esperanza de prosperar en un país que se lo permite. Sin embargo, el enfrentarse a una cultura completamente diferente siempre es difícil. Pero no tanto en la ciudad universal, donde ya hay diversos barrios donde se asienten y mantienen sus costumbres. No se adaptan, ni lo desean. Prefieren vivir en un limbo, a caballo entre el comunismo cubano y el capitalismo americano.