Mujeres a contracorriente: Doña Flor Betanco, conquistas a golpe de pantalón

Texto y fotografías: Elisa Navarro//

Para Doña Flor el día más importante de su vida no fue cuando se casó – un 3 de abril de 1993-, ni cuando nació su primer hijo o el segundo, ni tampoco cuando le dijeron que iba a ser abuela. Ni siquiera cuando instaló el agua en su casa para dejas así de pedírsela con vergüenza a sus vecinas, ni mucho menos cuando logró construir, a base de mucho trabajo, la casa de hormigón en la que vive. Para Doña Flor, el día más importante de su vida fue cuando por fin pudo ponerse un pantalón y enterrar así sus faldas en el armario.

Su hija María Socorro recuerda que cuando su madre comenzó a usar pantalón, ella se burlaba porque con una mano se tapaba por delante y con la otra por detrás. “¡Ay, que me miran! ¡Ay, qué feo me queda!”, me decía. “No, mamá” le respondía yo.

Y es que, antes, Doña Flor ni mucho menos vestía como ahora. Su nuevo estilo fue fruto de un proceso. Primero, se gestó bajo una idea que se repetía como un mantra en su interior y de la que tendría que pasar un tiempo hasta que finalmente lograra materializar. “Quizá me sentía como el resto de mujeres obligada a vivir sumisa. Sin embargo, veía cómo otras caminaban aliñadas y me decía ‘¿por qué yo no puedo?’. No podía salir de ese pensamiento. Ahora me arrepiento de los años perdidos”, explica Doña Flor.

Hay muchos tipos de mordaza y la falda era la suya. La prenda con la que era la mujer que todo el mundo esperaba. La hacía obediente y sumisa porque era el uniforme que no provocaba comentarios por la calle. La prenda adecuada para evitar las miradas, para evitar el qué dirán. Un trozo de tela, tal vez insignificante para muchas, pero que suponía para Doña Flor la cortapisa para expresarse con libertad.

Y cuando la mayor de las conquistas parecía estar ya superada de puertas para afuera, un obstáculo de mayor envergadura le esperaba todavía dentro de su propio hogar: su marido. Un hombre a la antigua usanza, tradicional y retrogrado, que exigía a Doña Flor un comportamiento “ejemplar”: cocinera, señora del hogar, recatada y sumisa y, por supuesto, que no se arreglara para salir a la calle, para no “correr el riesgo de encandilar” a ningún hombre. “El señor que tengo es machista. A él no le gusta que me aliñe, pero eso ya lo superé. Figúrese que a veces me pintaba a escondidas. Todo lo hacía a escondidas”, confiesa.

En ocasiones, Doña Flor acudía a su hija menor, María Socorro, que tenía maña para acicalarla. Sin embargo, poco se podía hacer mientras a escondidas, en un cuarto a oscuras, la menor de las mujeres sacaba los útiles de manicura para pintarle a su madre las uñas tal y como esta le pedía. El resultado solía ser horrible: unas manos temblorosas agarrando a otras manos temblorosas. Siempre intranquilas, en estado de alerta ante cualquier sonido que pudiera anunciar la llegada del patrón de la casa para descubrirlas in fraganti. Sintiéndose constantemente culpables, desnudas, sin capacidad de reacción. Todavía era peor cuando llegaba el día de depilarle las cejas y cuando en una ocasión, por falta de luz, casi le corta en la cara. Había, sin embargo, algo de placer y triunfalismo en esas sesiones clandestinas de belleza, un sentimiento ambivalente que se teñía también de temor y dudas.

“La Escuela me sacó de ese escondite. Me hizo despertar. Y cuando me dijo enojado que parecía una quinceañera le contesté que, a partir de ahora, iba a ser una ‘quinceañera’ a la que no iba a controlar porque me iba a arreglar lo que quisiera. Él lo tomaba mal. Lo criaron en un tiempo en el que una mujer solo se aliña cuando quiere buscar otro hombre. Pero a mí la escuela me ha servido muchísimo. Incluso digo: ‘Si no me quiero yo, ¿quién me va a querer? ¿Quién me va a valorar?”.

Como el resto de mujeres de las comunidades de Villanueva, Doña Flor entró en la Escuela de Lideresas en julio de 2016. Y de entre todas las mujeres de Las Pilas —compuesta por unas 350 familias—, ella era la que más se ajustaba al perfil: una mujer que ya había sido capacitada en cuestiones de agua, que pertenecía al Comité de Agua Potable y Saneamiento de su comunidad (CAPS) y llevaba años ejerciendo el cargo de tesorera. Era, pues, una de las pocas mujeres en atreverse a asumir un cargo público que exigía responsabilidad y contacto con la comunidad. «Cuando vinieron a preguntarme si quería participar dije que por supuesto. Sentía que iba a ser muy importante. Necesitaba superarme. Curiosamente ahora, que estoy a punto de graduarme, no me siento ni menos ni más que cualquier otra mujer. Antes pensaba que las mujeres que tenían su carrera y sus cargos se sentirían diferentes”.

Patio de Doña Flor

Doña Flor no llegó ni siquiera a superar quinto grado. Sin embargo, todavía sigue soñando con estudiar Magisterio. “Yo siempre le digo a la María Socorro que no quiero quedarme donde estoy, que quiero seguir estudiando”, se reafirma. Su mayor ilusión es ser maestra. Así, un buen día se presentó ante el despacho del director exponiendo que, a pesar de sus escasos estudios, no le faltaba la motivación para ser profesora de adultos y poder enseñar a leer y a escribir. El director le dijo que sí, con la condición de lograr reunir a un grupo de 10 alumnos. Por el momento, solo ha conseguido reclutar a dos, así que está a ocho alumnos de cumplir sus objetivos. Asegura que no lo hace por dinero conceden una ayuda de 750 pesos al mes —unos 20 euros—. Sin embargo, todo dinero es bien recibido cuando los ingresos familiares escasamente cubren las necesidades básicas.

Dice disfrutar con el movimiento del dinero. Por eso, cuando se casó palmeaba tortillas para vender. “Habría querido trabajar para no depender de ningún compañero y valerme por mí misma”, enfatiza. Desde hace ocho años, se encarga de recoger el dinero de la tarifa del agua casa por casa, una vez por mes. Un trabajo que no siempre le resulta agradable. “¿Por qué se enojan si yo solo vengo a cobrar un agua que ya se bebieron? Para mí es importante estar dentro del comité porque como tesorera siento que estoy cuidando un dinero del pueblo, de la comunidad. En eso sí le agradezco a Dios que mi familia me cuide también ese dinero”.

En la comunidad de Las Pilas, el cargo de tesorera cuenta además con una remuneración de 800 córdobas por mes —unos 23 euros—. Una suma no muy grande que, sin embargo, supone el único ingreso familiar desde hace siete u ocho meses en casa de Doña Flor. Su esposo es agricultor y solo a veces —cuando lo llaman— trabaja como albañil en la comunidad. “Ahorita está trabajando en la agricultura y la agricultura cuando es propia no da dinero. Así que desde hace ocho meses ni un solo peso ha traído a casa. Sin embargo, podíamos estar peor porque con el maíz que cosecha podemos hacer tortilla. Otros ni para tortilla tienen”, asegura.

Una vida llena de maíz, frijoles, arroz, cuajada y huevo y, solo de tanto en tanto, algún trozo de carne. Su hija María Socorro está a seis meses de acabar su carrera, pero no puede hacerlo porque no tienen dinero suficiente para pagarse el autobús que la lleve hasta la universidad. “Cuando estaba estudiando Magisterio, enfermé y tuve que hacerme una cirugía. Ya después no pude terminar. Me quedaban seis meses para ser maestra. Me dicen que termine mis estudios, pero… a veces la situación económica no te deja. Hay dinero para comer pero ya para otras cosas cuesta”, explica María Socorro.

A pesar de las dificultades, Doña Flor tiene mejor vida que cuando era joven: “Para poder tener esta casa, tuve que estar posando diez años. Ahora siento que tengo una mejor calidad de vida. Tenemos nuestra casita aunque sea bajo la pobreza. Cuando era soltera mis calzones estaban hechos de tela. Hoy ya puedo comprármelos en la tienda. Ahora uno valora más y cuida más. Mi sistema es: primero la comida y luego, si sobra, piensas en trapitos. La comida es lo más importante en el hogar”.

Doña Flor en su cocina

Doña Flor nació en la comunidad de Las Pilas un 22 de noviembre de 1972. Una comunidad rural bastante más grande que las vecinas, abastecida de unos servicios que otras solo sueñan: panadería, instituto, energía, centro de salud, ferretería, agua potable todo el día, billar, ciber, venta de fritanga…

De sus tres hijos, solo los menores viven con ella. El mayor, de 24 años, se fue a vivir a Costa Rica por temas laborales. Le sigue María Socorro con 23 y, por último, el pequeño con 15. Con su hija tiene un vínculo muy especial: juntas han ido a la Escuela de Lideresas y han aprendido una nueva forma de vivir. Es con María Socorro con quien habla por las tardes, con quien baila en casa para hacer ejercicio y no aburrirse, con quien sale a caminar… “Nosotras platicamos abiertamente de todos los temas, por eso su papá a veces nos dice que parecemos hermanas por los temas de los que platicamos”. Y son de nuevo las mujeres de la casa las que exigen igualdad en el hogar. “Intento que el trabajo sea compartido. Incluso al compañero le digo que por lo menos se lave el bóxer. ‘Vivís pendiente’, me dice él. Pero yo intento que ellos se vayan superando. Nosotras trabajamos mucho en casa sin recibir nada de dinero y, a veces, una piensa que es una obligación por el hecho de ser mujer, pero no es verdad”.

Doña Flor con su hija María Socorro

Y, a medida que Doña Flor exige el ejercicio pleno de derechos, su marido debe aprender a digerir muchas situaciones hasta el momento impensables que se van sucediendo ante él como un remolino imparable. Y no solo tuvo que acostumbrarse a ver a su mujer maquillada y vestida a su antojo —pese a la voluntad opresiva de él—, también tuvo que resignarse cuando su esposa e hija María Socorro decidieron asistir a la Escuela de Lideresas. Para eso, cogían el autobús camino a Chinandega dos veces por mes.

¿Qué ocurre interiormente cuando las cosas no suceden como se supone que deben ocurrir? Cuando no eres tú quien decide; cuando, por primera vez en tu vida, se rompe el esquema de lo “normal” y comúnmente establecido. Me imagino la cara del marido cuando, mochila en mano, Doña Flor saliera por la puerta para irse a estudiar. La cara del marido cuando, ese mismo día, viera que era la hora de comer y la comida no estaba en la mesa. La cara del marido cuando se condujera a la cocina y viera que los frijoles, los huevos y la cuaja le estaban esperando para… ¡ser cocinados con sus propias manos! Por primera vez. Toda una reconfiguración mental.

“La Flor que conociste ya no existe”, le digo a mi marido. Antes me decían media cosita y ya estaba llorando, pero la escuela me ha sacado de todo eso. Mi autoestima hoy está muy arriba”, revela.

En la escuela, las mujeres compartieron sus historias, sus penas y sus alegrías y en ese intercambio único en sus vidas. Un entramado de experiencias y de voces les hacía sentirse comprendidas y, por fin, acompañadas. Entonces algo mágico se gestaba entre ellas: la certeza de que solo su unión lograría deconstruir unas estructuras machistas que eran aceptadas y fomentadas tanto por ellos como por ellas. “Ahora cuando veo una mujer sufrir y siento como que soy yo la que tengo ese pesar. La escuela me ha dejado sentida para las demás compañeras. Y cuando un grupo de mujeres habla mal de otra mujer no les sigo la corriente. Por el contrario les digo: ‘¿Por qué no amarnos más? ¿Por qué no unirnos más?’ En la Escuela nos dijeron que si queríamos un cambio, debíamos empezar por diferenciarnos del resto de mujeres”.

Otra de las sorpresas que la Escuela de Lideresas les tenía guardada era un viaje de fin de curso antes de celebrar su graduación oficial en diciembre. El destino: la playa de Montelimar. Un viaje lleno de primeras veces que, sin duda, quedará grabado para siempre en las memorias de Doña Flor y María Socorro. La maravillosa sensación de ensanchar los horizontes y comprobar que hay más mundo fuera de los límites de la comunidad. Ver diferentes caras, probar diferentes sabores y olvidarse, por unas horas, de la rutina y de las cuatro paredes de la casa. “Ella tiene 44 y yo 22. Somotillo —comunidad que se encuentra a escasamente una hora de su casa— la conocí a mis 21 años. En Villanueva —municipalidad más cercana— solo he estado un par de veces y en Chinandega —cabecera de su departamento— solo fui a hacer mandadillas”, explica María Socorro.

Emocionadas, comienzan a enredarse en la enumeración de una lista que, a estas alturas del mes, seguramente ya habrán relatado y repasado una veintena de veces. La primera vez que entraron a un supermercado, la primera vez que pisaron el “Pollo Tip- Top”, la primera vez que Doña Flor utilizó un ascensor que, mágicamente, la subía y la bajaba “rapidito” con tan solo pulsar un botón. La primera vez que ambas vieron la playa o se metieron en una piscina utilizando bóxer y sujetador —en Nicaragua bañarse en traje de baño es prácticamente una exclusividad reservada para los extranjeros—.

—Cuando yo entré al supermercado, chiquita, ni lo creíamos. Qué fino. Qué lindo todo –comienza la hija.

—La atención del alimento en el hotel… Nosotras mismas nos repartíamos la comida que queríamos agarrar —continúa Doña Flor—. Las demás compañera se dieron gusto. Y, después de la comida, el postre. Me comí dos tazas grandes de Eskimo —marca de helado por excelencia en Nicaragua—.

—Nos llevaron a la discoteca, al karaoke, al casino, al jacuzzi, a la piscina…

—A la discoteca entramos a las nueve de la noche y hasta la una de la madrugada no salíamos de allá.

—Y en el cuarto… un frigo lleno de frescos y cerveza. Y, ¡qué cama! ¿Cuándo he dormido yo en una cama como esas?

—Sí, ¡qué ricas las camas! Nunca había llevado vestido y allí en Montelimar me puse uno largo y elegante. Yo ni me acordaba de la casa.

Un viaje de día y medio. Tiempo suficiente para vivir todos esos momentos, para sentirse protagonistas de un sueño en el que no existían maleficios y en el que podían abrir tranquilamente los ojos sin que nada se desvaneciese.

Hoy sienten la obligación de compartir un legado que tuvieron la fortuna de recibir de manera exclusiva. Motivar a sus semejantes a despertar con el fin de provocar una red de mujeres conscientes y empoderadas. Sin embargo, el primer logro de Doña Flor fue con su propia hija ya que, al principio, no asistía a la Escuela de Lideresas. “Hace dos años todo era llorar y llorar. Venían problemas y dificultades y yo me encerraba. Estuve un tiempo en depresión. Y mi madre me decía que no me quería ver así. Por eso me convenció para asistir a la escuela. Ahora he dejado atrás la tristeza y el miedo a hablar”, explica su hija.

Una depresión que tal vez nació por un ambiente hostil dentro de su hogar que le hacía sufrir mucho: un papá grosero que constantemente le decía cosas feas a su mamá. “Lo que yo sufría psicológicamente le estaba perjudicando porque yo a ella se lo contaba todo”, reconoce Doña Flor. “Gracias a Dios mi padre ha venido cambiando mucho. Antes solo eran pleitos y cuando se levantaba ya lo hacía enojado. También a mi marido lo tuve que frenar porque era demasiado celoso. No quería que saliera ni a la puerta de casa. ‘Pero si yo estoy joven, a mí me gusta salir, divertirme… Él también ha cambiado en eso”, continúa María Socorro.

María Socorro lleva cuatro años casada aunque hace tres su marido marchó a Costa Rica en busca de trabajo. Por el momento no tiene intención de volver a casa. Ella está muy bien con su mamá así que apenas se ven. Solo para Navidad. Todavía no tienen hijos por lo que María Socorro convive con el famoso “ya eres vieja” o “te va a dejar el tren”.

Doña Flor posa junto a su madre

-¿Cómo se describiría?
-Bonita, hermosa, elegante y creativa.

Y así se siente. Doña Flor está muy pendiente de su imagen, ya que se ha convertido en su nueva forma de expresión, en el mejor mecanismo para sentirse libre. Una belleza exterior que no es sino un reflejo de esa seguridad interior. Es también posible que todos los coloretes y tintes para el cabello no sean sino los nuevos colores de su propia revolución. “Usted despertó demasiado”, le dijo una vecina. “No, chiquita, yo ahora estoy aprendiendo a vivir”, le contestó. Asegura estar atravesando los momentos más bonitos de su vida y explica que sus planes de futuro, además de ser profesora para adultos, pasan por sacarse quinto de primaria y estudiar computación en Villanueva. “Mi marido me dice que mi tiempo ya pasó. Y yo le digo que está equivocado. Mi tiempo no pasó, no mientras tenga vida”.

-Quizá Dios quería que yo despertara porque si no llega a ser por esta escuela yo seguiría siendo la misma— afirma Doña Flor.
-Ahora cambió de Doña Flor a patrona— remata su hija. Y ambas ríen.

Autora:

Elisa Navarro Foto Paz Perez nombre

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Nunca tuve claro mi futuro, sigo sin tenerlo. Mochilera de espíritu, amante del sol y el chocolate y contraria a la rutina. Sueño con un periodismo comprometido que corrija anomalías y exprese con palabras cómo poder vivir en un lugar mejor. Lo que nos callamos o no proyectamos al exterior no existe y muere en nuestro interior.

Twitter Blanca Uson

 

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