Naturaleza y libertad en un paseo por la historia
Inés Aguerri, Elena Álvarez, Andrea Aragón, Gema Cocián y Lara Martínez//
El Parque Grande José Antonio Labordeta de Zaragoza
Se acercan las seis de la tarde. Es martes. El bullicio de Zaragoza parece silenciarse al pasar el Puente de los Cantautores, que lleva soportando el peso de millones de pies desde 1928. Antes conocido como Puente 13 de septiembre -en conmemoración del golpe de Estado de Primo de Rivera-, es la entrada principal al Parque Grande José Antonio Labordeta. Con canciones como Canto a la libertad, este cantautor y político aragonés presta aliento y da nombre al pulmón de la ciudad.
Alfonso I el Batallador, desde las alturas, nos da la bienvenida. Inmóvil en su posición privilegiada, esta escultura representa la reconquista de Zaragoza tras la invasión almorávide (en el año 1118). Creada por su octavo centenario, es un ejemplo más de todas las batallas que ha tenido que librar la ciudad -como Los Sitios de 1808 o las guerras carlistas de 1838-. El espíritu luchador que caracteriza a la capital maña se respira en el ambiente.

Con este aliento y capacidad de resistencia en la mochila zaragozana, José Antonio y Alfonso I nos respaldan. Empieza nuestra búsqueda. La llegada de la primavera es inminente: el color verde inunda los jardines y acompaña a todo aquel que decide visitar este emblemático lugar. A falta de un mapa, son nuestros pasos los que nos guían hacia el Jardín Botánico, fundado en la época ilustrada. Cruzamos la puerta de entrada para descubrir que solo una pareja de abuelos -ella con ondas platinas, él con una boina sobre la cabeza- juega con su nieto, una cebolla andante que seguro que no va a pasar frío.
Conforme nos acercamos al estanque, un ejército de patos nos rodea. Las aves no nos prestan demasiada atención porque están ocupadas con sus propios dramas: el más grande, pico rojo y plumaje blanquinegro, se enfrenta a otro, más pequeño, que intenta ocupar su territorio. La charca está tutelada por el reloj hidráulico creado por Rafael Barnola en 1983, a petición del alcalde Sainz de Varanda como parte de su proyecto de modernización de la ciudad. Esta clepsidra (del griego “robar” y “agua”), construida con hierro natural y porcelana, aporta un toque industrial que contrasta con la viveza de la flora y la fauna.
Dejamos atrás los sauces, las cicas y los arces para continuar nuestro trayecto. Los corredores y transeúntes se hacen hueco en el amplio Paseo San Sebastián, mientras que las bicicletas de alquiler esperan al fin de semana. Este eje principal del parque está decorado por jardines que imitan la estética del Palacio de Versalles. Nosotras empezamos a buscar el famoso Rincón de Goya, otro aragonés infalible y omnipresente en cualquier lugar público que se precie en Zaragoza.

El sonido del agua es una constante durante el paseo. Rodeado por el río Huerva y el Canal Imperial -construido con fines agrícolas por Carlos I, ahora símbolo aragonés de la conquista y el espíritu colonial-, las calles del parque están repletas de fuentes como puntos neurálgicos. En una de ellas se hace hueco el tenor Miguel Fleta, un icono internacional de los años veinte. A su lado, encontramos a una pareja sobre la típica manta a cuadros de picnic. “Nos gusta venir aquí porque es un sitio tranquilo donde disfrutar del sol y pasar un rato juntos”, cuentan Omar y Paula.
Sin la presión del reloj, nos perdemos y no nos importa. Seguimos buscando a Goya. Topamos con La Rosaleda, un cruce de caminos coronado por arcos que, en teoría, deberían estar repletos de flores y color. Sin embargo, el choque visual no se produce. Las ramas, por el contrario, ansían vestirse con la nueva estación. La Sevillana, Queen Elizabeth, Iceberg, entre otras especies de rosas, traerán el rojo, blanco y amarillo a esta zona a final de mes.
La desconexión de la rutina y la tranquilidad del parque crean en nosotras una risa inexplicable acallada de golpe. Se nos corta la respiración ante un árbol extraño. A simple vista, parece navideño -decorado con bolas, juguetes y mariposas de colores-. Al acercarnos, nos damos cuenta de que estamos ante un velatorio que mantiene vivo el recuerdo de los bebés que fallecieron durante la gestación, el parto o a los pocos días de nacer. Silencio. Pelos de punta. Un grabado sentencia: Siempre que notes la brisa en la cara piensa que tu mariposa está cerca.
Decidimos retomar nuestra búsqueda cuando un grupo de gente nos llama la atención. Nos aproximamos y vemos que sus manos sostienen cámaras fotográficas. Sandra quiere mejorar su técnica y, gracias a su amiga Raquel, ambas pasan la tarde buscando objetivos y disparando.
Nuestra intuición nos dice que el Rincón de Goya está en la parte más alta del parque. Mientras subimos, la conocida terraza de Las Ocas nos flanquea por la derecha y si bien algunos prefieren tomar algo, otros, a nuestra izquierda, eligen ejercitarse en el gimnasio al aire libre. Parque Grande no conoce brecha generacional -niños, jóvenes y adultos se entremezclan-, pero sí económica: esta terraza no es para todos los públicos.
La empinada cuesta hace que lleguemos a la meta sofocadas. Pero la recompensa merece la pena. Las vistas desde el mirador nos dan una pista sobre las fronteras que delimitan el parque. El humilde barrio de Torrero nos cubre las espaldas, el hospital Miguel Servet y el estadio de la Romareda, vecinos desde hace tiempo, nos observan de frente y la adinerada zona de Paseo de los Ruiseñores completa el perímetro.

Cuando creemos haber alcanzado nuestro objetivo, descubrimos que estamos equivocadas. En vez de llegar al Rincón de Goya, alcanzamos el Jardín de Invierno, inspirado en la Belle Époque. La música inunda nuestros oídos: un grupo de dulzaineros practican en privado. Desde abajo, vemos cómo diferentes riachuelos de escaleras convergen en el centro, protegidos del cierzo. Una pequeña tarima de piedra simula un escenario, rodeado de arbustos podados que comparten espacio con flores amarillas.


Deshacemos nuestras huellas para preguntar la dirección correcta -esta vez no nos fiamos de nuestro instinto-. Tras unos minutos caminando, encontramos el ansiado Rincón de Goya, difícil de distinguir por su cambio de profesión: pasó de albergar festivales de rock a clases de matemáticas. En 2006 dejó de ser un anfiteatro (por el que pasaron artistas como Paco de Lucía, Héroes del silencio y Miguel Bosé), fue abandonado y vandalizado y el gobierno municipal del momento optó por derruirlo para convertirlo en un colegio.
Un poco decepcionadas por este último hallazgo, pero satisfechas por la visita, dejamos atrás la tranquilidad del parque para volver a la Zaragoza más urbanita. Nuestra última parada es la Plaza de la Princesa, nombrada así en honor a Isabel II. Desde su fuente, Neptuno, parecido a su hermano madrileño, pero sin su tridente, nos despide. Decimos adiós al Batallador, al Tenor Fleta y a Neptuno mientras en nuestras cabezas resuena el Canto a la Libertad de Labordeta.
Si te ha gustado la primera crónica de Zaragoza inconclusa, no te puedes perder la de la semana pasada: ‘Zaguanes y zalamerías’.