La rebelión de las almas de metal
Alba Martín Amaro//
Robots y humanos conviven en pantalla desde hace generaciones. Películas en blanco y negro como Metrópolis, el clásico Blade Runner y sus replicantes, Terminator o los míticos C3PO y R2D2 de la saga La Guerra de las Galaxias son imprescindibles dentro de la historia de nuestro cine. Ahora, en la televisión y de la mano de HBO, la serie Westworld se está convirtiendo en la sucesora de ‘sus hermanas mayores’.
Westworld, basada en la película homónima 1973, da nombre a un parque temático ambientado en el salvaje oeste, donde los anfitriones –androides idénticos a seres humanos– recrean sus historias, aquellas para las que se les ha programado y de las que no pueden escapar. Palabras, gestos y comportamientos que se repiten como en El día de la marmota (1993), sumergidos en un gran bucle temporal.
Los anfitriones son el alma mater de este universo ficticio. A cada uno de estos androides se le programa una función dentro del parque: desde prostitutas de burdel hasta simples forajidos, pasando por el sheriff del pueblo. Es indiferente el cometido que tengan, su ‘papel’ está siempre a merced de las necesidades de los visitantes del parque, los cuales pueden dar un giro a su ‘guion’.
Estos visitantes —hombres de carne y hueso llamados en la serie huéspedes— se convierten en los protagonistas de su propia ‘película’ del Far West, donde pueden hacer lo que quieran: emborracharse, matar, acostarse con prostitutas, e incluso, torturar y violar, dejando escapar los más bajos instintos de ‘su condición humana’. No hay ningún tipo de impedimento, ni limitación, al contrario, pueden acometer sus actos vandálicos hasta la saciedad.

Los anfitriones son incapaces de defenderse ya que están diseñados para no poder hacer daño a un ser humano durante el transcurso de las fantasías de estos peculiares turistas. Un símil con la vida “real” sería el “turismo sexual”: la diferencia es que los visitantes de Westworld; además de tener a los anfitriones en su cama, pueden matarlos o hacerles cualquier tipo de atrocidad. Por ello, los científicos, encargados de programar a los robots, introducen una medida de seguridad en estos androides para que no se rebelen ante tan humana barbaridad.
No es nueva esta idea de tener que protegernos de los robots. En 1942, el escritor por antonomasia en ciencia ficción, Isaac Asimov, mostraba en El Círculo Vicioso esta intención con la primera de sus tres célebres leyes de la robótica: “Un robot nunca hará daño a un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño”. Una prevención surgida, quizá, por el temor a una posible sublevación.
Y es que el miedo es uno de los sentimientos más primitivos del hombre. El miedo denota alarma y, en consecuencia, acción. Desde que existen los robots el ser humano ha temido que se vuelvan contra él.
¿Podrá la máquina hacerse con el hombre?
Esta cuestión se la llevan planteando intelectuales, escritores y científicos a lo largo del tiempo. De hecho, una de las enseñanzas que se reflejan en el clásico literario, Frankenstein o El moderno Prometeo, es esa: la reflexión de su autora, Mary Shelley, sobre hasta dónde puede llegar la ciencia. Plantearse cuál es su límite, saber si podemos ser como Prometeo, quien, según los mitos de la Antigua Grecia, fue el creador del hombre. De ahí que surgiera el “complejo de Frankenstein”, una expresión que responde al temor que poseen los hombres por una posible rebelión de robots contra nosotros. Lo mismo que ocurría en esta novela con el monstruo: “un ser bueno por naturaleza” —que diría Rousseau— pero que, tras el rechazo de la sociedad, decide vengarse de su creador. Ese miedo, de nuevo, presente en los personajes humanos de la serie de HBO: los trabajadores del parque o científicos que juegan a ser Prometeo y que tienen subyugados a los anfitriones.

¿Qué ocurriría si los robots adquirieran conciencia?
La inteligencia artificial, en su origen, se define como la capacidad de un robot de poder razonar y desarrollar conductas y actitudes como lo haría un humano. En otras palabras: tener raciocinio propio, sentimientos y, en definitiva, estar vivo. La evolución de la conciencia es el leitmotiv en la serie Westworld, que provoca también una evolución en los propios anfitriones. De unos seres alienados, programados para ejecutar las acciones impuestas por los hombres, pasan a dudar sobre su existencia y luchar por ser iguales a ellos. Similitud hallada en la obra El Hombre bicentenario (1976) de Asimov, en el que un robot con emociones busca la identidad humana. La cuestión es: ¿nos superarán los robots? ¿Se convertirán en hombres?
Luis Enrique Montano, investigador principal del Grupo RoPeRT —Grupo de Robótica, Percepción y Tiempo Real— de la Universidad de Zaragoza viene tiempo preguntándose estas cuestiones y lo tiene claro: “hoy por hoy, el ser humano es la máquina más compleja que existe y queda mucho para que lleguemos a inventar un robot capaz de superarnos”.
En la actualidad, no es más que una distopía la posibilidad de que un robot adquiera conciencia y pueda rebelarse contra los hombres. “Los robots son máquinas que se programan y que hacen lo que se les ha programado. Sí que pueden adaptarse y aprender cosas, pero de ahí a tomar decisiones diferentes de lo que se ha previsto…” confirma el investigador. El parque que presenta HBO con Westworld no es más que eso, un entretenimiento muy bien organizado.
De la ciencia ficción a la realidad

La serie no está tan lejos de la realidad. El amor entre Dolores —Evan Rachel Wood—, la anfitrión más longeva del parque, y William —Jimmi Simpson—, uno de los visitantes; o las prostitutas del burdel, regentado por el personaje de Maeve —Thandie Newton—, no son tan ficticios como puedan parecer. Acciones como enamorarse de un robot o mantener relaciones con él son muestras de ‘inteligencia artificial’ que pueden darse y de hecho se dan en ‘el mundo real’. Se trata de una combinación de “love” y “robótica”: “lovótica”, tal y como la definen los expertos.
Hooman Samani, director del Laboratorio AIART —Artificial Intelligence and Robotics Technology Laboratory— y profesor de la Universidad Nacional de Taipei —Taiwán— es el principal impulsor de esta rama de la robótica. Su trabajo consiste en crear robots emotivos mediante la subida o bajada de ‘hormonas del amor’ artificiales —oxitocina, dopamina, serotonina o endorfinas—. Estos robots son capaces de procesar todo tipo de emociones: amor, rabia, celos, felicidad… además de interpretarlas a partir de una serie de manifestaciones psicosomáticas: el tono de la voz, los gestos, la presión sanguínea, la temperatura… ¿Una nueva forma de enamorarse?
En Los Ángeles se fabrican las llamadas real dolls o “muñecas reales”, unos androides de tamaño real con fines sexuales. Y no, no se parecen a las muñecas hinchables. Éstas no sólo se mueven durante el coito, sino que tienen ‘personalidad’. El dueño escoge el carácter de su ‘compañera’ de igual manera que selecciona el cuerpo que le parece idóneo. Las real dolls se comunican, interactúan con sus propietarios y, además, tienen recuerdos de sus conversaciones. Montano, por su parte, habla de “sentido común” a la hora de fabricar robots. Pero es que ese sentido es demasiado común a veces. “La imaginación humana es infinita, cada año te sorprenden nuevas aplicaciones relacionadas con los avances que se van produciendo y que se dan a más velocidad”. ¿Dónde poner el freno?
En 2010, el Consejo de Investigación de Ingeniería y Ciencias Físicas, junto al Consejo de Investigación de Artes y Humanidades establecieron en Inglaterra cinco ‘nuevas leyes’, más bien códigos éticos, de aplicación en la robótica. La cuarta de estas leyes dice más o menos que “los robots son objetos, no deben ser diseñados para evocar una respuesta emocional. Siempre debe ser posible diferenciar a un robot de un ser humano.” Esta ley rebate el concepto de la lovótica y acaba con el negocio de las real dolls norteamericanas. Montano comparte el mismo código que aprobaron ambos Consejos de Investigación científica europeos y entiende que la robótica no debería estar para real dolls sino que “los robots ayudan en el trabajo y en la vida diaria”. No seremos nosotros, en cualquier caso, quienes se opongan a estas muñecas.
Está claro que si los robots son máquinas programadas para servirnos, satisfacer nuestros deseos y hacernos la vida más simple. ¿Para qué arriesgar una vida humana si se puede tener un sustituto de metal?
“Normalmente, los robots se están diseñando para ayudar en los trabajos, tareas cotidianas, la vida diaria…no para estar en contra de los que están sirviendo.” Montano reitera la labor positiva de estos ingenios creados por el hombre y de la nula probabilidad de que un robot nos ataque motu proprio. Sin embargo, eso no significa que no se puedan volver contra nosotros: si a un robot se le programa para matar, matará. La máquina sólo estaría ‘cumpliendo órdenes’. Y las órdenes, por supuesto, vendrían de un humano.
La rebelión humana y robótica
El final de la primera temporada de Westworld concluye ¡ATENCIÓN SPOILER! con una rebelión de los androides/anfitriones del parque. Durante toda la serie creemos y queremos que los anfitriones estén desarrollando conciencia y deseos de venganza hacia todos aquéllos que los han vejado. Pero esto no es así. Como en el esperpento de Ramón María del Valle-Inclán, ‘unas manos’ manejan a los robots como si fueran títeres. Algo que también se divisa en todos los levantamientos de la historia: la minoría manejando a la masa.
Lo cierto es que el acontecimiento que marca el fin de la Edad Moderna e inicia nuestra Edad Contemporánea, La Revolución Francesa (1789), está regida bajo este patrón. La minoría burguesa, imbuida por los pensamientos ilustrados, consiguió mover a las masas —ese pueblo llano, después Tercer Estado— y logró cortarle la cabeza a un rey.
Aunque tampoco es necesario viajar tanto hacia atrás en el tiempo. La Primavera Árabe —esas voces del norte africano que clamaban democracia y derechos entre los años 2010-2013— acoge, del mismo modo, el concepto de “rebelión”. Millones de personas se manifestaron para derrocar las dictaduras, protagonizadas por el tunecino Ben Ali, Bashar Al Assad, en Siria, —todavía en guerra— o Gadafi —Libia—, entre otros. De nuevo, se ve cómo las oligarquías han cambiado de tirano, pero siguen controlando el poder.
Así que es indiferente la rebelión: sea burguesa-obrera, esclava-tirana o robot-humana. Quizá, al final la serie de HBO no vaya tan mal encaminada y todos los rebeldes, compartan algo más que venganza o desobediencia. Seamos de carne o de metal.