Samanta, la armadura de tinta
Elena Álvarez y Andrea Aragón//
Una melena platina -a veces suelta, otras recogida en una coleta baja- es conocida en todos los bares que rodean la universidad. Samanta lleva trabajando en el Bocatart el tiempo suficiente como para que los estudiantes la reconozcan a simple vista. El bar, de los más concurridos de la zona, se caracteriza por intercalar la comida con el arte. Queen, Dalí o Madonna son algunos de los platos incluidos en la carta. Las paredes están adornadas con vinilos, frases de películas y personajes clásicos que bañan el local con distintos estilos artísticos.

Sus rasgos faciales son redondeados: pómulos ocultos tras una piel tersa y brillante, nariz chata y labios carnosos. Su cara alargada completa el cuadro para reflejar cierta inocencia propia de una infancia pasada.
Sin embargo, el marcado arco de sus cejas cobija un par de ojos color miel que confunden. Estos, rasgados por naturaleza, se afilan con el negro de la raya y el rimel y devuelven una mirada felina que denota fiereza, una especie de fuerza interna que esconde bajo la superficie.
Los tatuajes que impregnan su piel acentúan, de primeras, esta dureza. Brazos llenos de historias (o cicatrices) y una mandala estampada en su cuello. Estos son los únicos visibles, pero apuntan a que, bajo el uniforme, algunos más quedan ocultos. Los más reticentes estarán en desacuerdo con que trabaje cara al público marcada por la aguja. Pero ella demuestra que los dibujos que la acompañan no son ningún impedimento para ser una buena camarera.
Un par de piercings decoran su nariz que, unidos a la tinta de su cuerpo, activan por instinto el estereotipo de malota. Su carácter lo desmiente. Samanta se desenvuelve con facilidad entre las mesas y reparte, no solo bocadillos, sino también sonrisas y conversación. “Cariño” y “corazón” como coletillas, su voz grave pero amable y su atención constante hacen que sea sencillo interactuar con ella. Mientras usa el tirador para servirte una jarra, te recomienda que veas La valla porque es una de sus series favoritas.
De estatura media, en torno al metro sesenta y cinco, Samanta recorre el bar de arriba a abajo, de dentro a fuera, sin parar. Sus movimientos delatan que es una persona activa y trabajadora, la pereza no tiene lugar en su jornada (por lo menos en la laboral). Vestida de negro y rojo (los característicos colores que definen al bar), sus manos -que no llegan a ser de pianista pero tampoco están llenas de cayos- son capaces de transportar vasos y platos a mansalva.
De un solo vistazo, Samanta parece una mujer dura, los trazos negros que la cubren imitan un mecanismo de defensa que la protege del exterior. De cerca, la cosa cambia. Sus palabras, pronunciadas en un tono cariñoso, rompen con su fachada y son una pieza más del rompecabezas que se esconde tras ella.
