Síndrome de la Cabaña
Irene Marín Guallar//
Día 52 de confinamiento. ¡Uf! Otra vez suena el despertador a las 7:00. Vamos al baño y nos lavamos la cara a duras penas. Pasamos por el armario y cogemos una blusa ni muy arreglada ni muy informal. Para la parte de abajo, el pantalón del pijama está perfecto. Nos sentamos enfrente del ordenador con el buffet que nos hemos preparado como desayuno. Comienza la videollamada con el jefe.
Día 53 de confi… ¡Oh no! Hoy la vida laboral ya no depende de una pantalla. Tras casi dos meses acostumbrados al teletrabajo – o ni a eso- debemos volver al mundo real, ese que existe más allá de la ventana de nuestra habitación. Para algunos esto es motivo de alegría, pero para otros puede haberse convertido en un auténtico calvario. Compañeros de oficina, papeleo acumulado en las mesas, dar los buenos días al que, como tú, espera el café que te hará resucitar del madrugón. Para algunos volver a la rutina es un sueño hecho realidad. Para otros, puede suponer una verdadera pesadilla, peor que la depresión postvacacional.
Si analizamos la situación en la que nos encontramos, podríamos pensar: ¿Quién no querría volver a la normalidad después de tanto aislamiento? Pero, lo cierto es que el miedo al contacto social después de la pandemia está muy presente. Este fenómeno es ya conocido como el Síndrome de la Cabaña, aunque pocas veces se ha relacionado con el mundo laboral.
Volver a convivir en un espacio que puede estar lleno de gérmenes – y no solo me refiero a las moléculas- puede provocar esa ansiedad o depresión semejante a cuando debemos abandonar esos días de verano en la playa con la cervecita.
Borrando la imagen de este recuerdo, que a muchos os puede haber hecho emocionar de nostalgia, vamos a ponernos serios: ¿Las secuelas de este confinamiento se pueden comparar con una depresión? La histeria colectiva que se ha generado puede impedirnos hacer vida normal, puede llevarnos a pensar que salir a la calle es un deporte de riesgo.
Debemos luchar contra este sentimiento y no convertirnos en pájaros enjaulados. Hay que perder el miedo a respirar el aire «fresco» sin temer a la brisa del contagio. ¿No suena ridículo que ahora nos importe cuando este siempre ha estado contaminado? Meditémoslo.
Hace un siglo, el investigador Sigmund Freud habló sobre el sentimiento de miedo innato en los seres humanos y lo difícil que es combatirlo. Las arañas, las serpientes, los espacios pequeños y ahora la novedad es el mundo real. Qué irónico. No seamos cobardes y actuemos con inteligencia. Sin lanzarnos al vacío, pero arriesgándonos. Sin prisa, pero sin pausa.
No os confundáis, no os estoy incitando a saltaros las normas impuestas durante el Estado de alarma, ni a no protegeros, ni a retomar vuestra cotidianeidad sin cumplir las restricciones así de golpe. Sino a resucitar nuestras rutinas sin cobardía. Tampoco se trata de actuar como adolescentes sin cabeza e ir a las terrazas de los bares a emborracharnos sin control, celebrando como si esto hubiera terminado, pero no debemos perder nuestro puesto de trabajo o convertirnos en bebés que lloran ante lo que consideran extraño. ¿Por qué no volver a los espacios laborales y sociales que, en teoría, sí que son seguros? Tomándome la licencia, nombro a mi querida abuela y concluyo con una de las inteligentes ideas que comparte en nuestras charlas. Esta opina, con gran criterio a mi parecer, que la vida es muy corta para desperdiciarla viviendo con temores; somos fuertes, ya lo hemos demostrado en otras ocasiones, y lo demostraremos ahora también.