Trastorno de Ansiedad Generalizada: rounds llenos de golpes
Sara Jáñez Dolz//
Julia convive con los pensamientos negativos que asolan su mente y su cansancio emocional es tal que apenas le deja fuerzas para ir a clase o estudiar. El responsable de esta situación se llama Trastorno de Ansiedad Generalizada, pero Julia ya sabe cómo hacerle frente. Desde que descubrió el boxeo lucha para dejar KO a su peor enemigo.
Son las siete y, como cada tarde, Julia (nombre ficticio) entra al gimnasio, a uno de esos que aún están transitados por muchos hombres y pocas mujeres. Las miradas le intimidan, así que camina deprisa para llegar cuanto antes a su posición. Abre su mochila, saca unas vendas y se envuelve las manos. No quiere volver a tener callos en los nudillos. Tampoco que los síntomas del Trastorno de Ansiedad Generalizada reaparezcan. Se concentra en un punto fijo y golpea. Sus puños impactan en la lona gruesa del saco de boxeo y el resonar que producen se convierte en una especie de mantra que la acompaña durante todo el entrenamiento. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Está perfeccionando la técnica del gancho, el swing y el crochet: sus golpes favoritos.
Se mueve rápido y es ágil. Se parece a uno de esos gatos que achinan los ojos cuando están a punto de atacar. Fuera del gimnasio nadie se la imaginaría así. Tiene 21 años, mide cerca de 1’60 y pesa menos de 50 kilos. El contorno de sus bíceps es equiparable al de la muñeca de cualquier otra persona de su edad y sus muslos todavía entran en la talla 13-14 de los pantalones de Zara Kids. Sin embargo, Julia ya está acostumbrada a sacar de su flaqueza las fuerzas.
Cuando empezó a esquivar golpes y a saltar a la comba no fue porque, de repente, le apeteciese convertirse en una gran púgil. De hecho, no se ponía unas zapatillas deportivas desde hacía tres años, cuando iba al instituto y los profesores de Educación Física le obligaban a hacer el test de cooper. Siempre había detestado el ejercicio, pero hace poco más de un año algo cambió. Se apuntó a boxeo y descubrió que cada vez que se vendaba las manos y golpeaba el saco se sentía más poderosa. El deporte le permitía sentirse mejor consigo misma: canalizaba todo el estrés y estaba más relajada.
Julia llegó a Madrid en 2016. Se mudó sola para estudiar Comunicación Audiovisual, aprender a escribir guiones, hacer algún proyecto como el de los Javis y explorar los barrios de Malasaña y La Latina. Pero lo que iba a ser el “sueño universitario” pronto se convirtió en una pesadilla que le impedía descansar y concentrarse. La desazón le sumió en tal estado de nerviosismo que tenía taquicardias y una continua sensación de ahogo. Se sentía perdida. Se lo contó a algún compañero de clase y de piso, pero lo único que le recomendaban era que ingiriese ibuprofenos. Uno cada ocho horas.
La medicina no funcionaba. Como descubrió más tarde, sus síntomas no tenían nada que ver con los de una gripe complicada, sino con los de un Trastorno de Ansiedad Generalizada. El también conocido como el enemigo es un problema de salud mental que, según la OMS, afecta a cerca de 1’9 millones de españoles y se posiciona entre los más comunes en la actualidad. Cuando Julia se venda las manos y golpea el saco lucha para dejarle K.O.

El enemigo: todas sus caras.
La ansiedad es una emoción inherente al ser humano, como la alegría o la tristeza, que se manifiesta en el momento en el que tenemos que hacer frente a una amenaza y que, aunque es desagradable, se configura como un sistema de defensa del cuerpo.
Gracias a ella, muchos hombres primitivos se salvaron de ser devorados por un animal, porque permite que el organismo se active y adquiera la fuerza necesaria para escapar de aquello que consideramos peligroso. Ahora, casi cinco mil años después, la sociedad occidental presiente este riesgo cuando escucha “exámenes finales”, “no sirves para este trabajo” o “tu tarjeta de crédito está en números rojos”. El corazón se acelera y la mente se pone alerta para conseguir un mayor rendimiento y superar la situación. Sin embargo, si esto ocurre de forma habitual, la ansiedad deja de salvarnos para empezar a matarnos poco a poco, como a Julia
La tensión se vuelve constante y toda tarea, por muy cotidiana que sea, es un motivo de preocupación y estrés. Aparecen pensamientos negativos que no se pueden controlar y, ante cualquier situación, la mente recrea el peor de los escenarios posibles. Entonces, el desgaste y el cansancio emocional imposibilitan el desarrollo normal de la vida diaria.
Comienzan los dolores musculares, de estómago y de cabeza. Se incrementa la irritabilidad y disminuye la capacidad de atención. Aparecen los tics. Hiperventilación, palpitaciones y taquicardias. Dejas de dormir. Sigue aumentando la ansiedad y los pensamientos negativos. Es muy posible que empieces a tener depresión. Has entrado en un bucle. Hay un gran sufrimiento psicológico. En el ring suena la campana y comienza la lucha.
Asalto 1: contra las cuerdas.
Hacía tiempo que Julia no tenía demasiadas fuerzas para levantarse de la cama. Su habitación se había convertido en un búnker del que no le apetecía salir, aunque los fines de semana hacía el esfuerzo de ponerse un chándal y bajar al supermercado de la calle de al lado para comprar pizza, bacon o algo similar. Después de que las grasas saturadas inundasen su estómago, se tomaba una pastilla de Omeprazol o Levogastrol. Es lo que sucede cuando combinas comida basura con una ingente ración de ansiedad, que el estómago acaba resentido.
Estuvo varias semanas sin ir a la universidad y el sentimiento de culpa se estaba volviendo insoportable. Después de perderse un par de temas de Historia del Teatro y de Psicología de la Comunicación, se forzó a volver. Le atormentaba no corresponder al gran esfuerzo económico que su familia hacía para que pudiese estudiar en Madrid.

Comenzó a leer una y otra vez sus apuntes, los subrayaba, los resumía y le pedía a su padre que le preguntase la lección por teléfono. De pequeña le funcionaba, pero ahora parecía inútil. Desde hacía varios meses no aguantaba más de media hora delante de los libros. Su capacidad de concentración se había reducido.
Miraba el móvil, se levantaba, se sentaba y le empezaban a doler los músculos de la espalda. Si vives con mucha tensión, también vives con muchas contracturas. Se pasaba la tarde en un fisioterapeuta y luego volvía a casa para seguir memorizando los apuntes de todo un cuatrimestre. Suspendió y se hundió. La ansiedad comenzó a habitarla con más fuerza.
No era buena en lo que hacía, “un pato”, ¿cómo es posible que después de pasarse casi seis horas diarias delante de los libros no sacara más de un cuatro en casi ninguna de las asignaturas? Se atormentaba. ¿De qué servía estar en Madrid si no aprendía, si no daba lo mejor de sí misma? Se ahogaba, se asfixiaba. El enemigo la vencía. Se metió en la cama durante todo un fin de semana: esta vez ni le apeteció bajar al supermercado.

Julia se sentía muy sola y aislada. Sin embargo, vivía en una ciudad de más de tres millones de habitantes, iba a clase con 120 estudiantes y compartía piso con cinco chicas de su edad. Hacía dos años que se había mudado a Madrid y aún no había encontrado a nadie afín.
Así, no tenía sentido escribir guiones, ni explorar Malasaña o La Latina. Así no era como se había imaginado su vida universitaria. No había fiestas, no había planes. Había una cama metida en un bunker y un supermercado rancio. Sus expectativas estaban frustradas y, en este estado, fue inevitable que los recuerdos de un trauma pasado volvieran a su mente.
En el colegio sufrió bullying porque estaba mucho más delgada que la mayoría de chicas de su edad y, lo que ahora llamaríamos un “cuerpo no normativo”, se convirtió en el blanco perfecto de unos preadolescentes que la llamaban bulímica o anoréxica. Su autoestima se desplomó y sus inseguridades afloraron. De nuevo, volvía a sentirse tan vulnerable como en primaria. Sus padres le llamaron: “Si quieres vamos a por ti y vuelves a casa”.
Tiempo muerto.
Recibir el tratamiento adecuado es muy importante para reducir y superar los síntomas de un trastorno de ansiedad. Sin embargo, solo el 10% de las personas que lo padecen tienen esa suerte. Para conseguir formar parte de este pequeño porcentaje se han tenido que superar muchos obstáculos, una secuencia de golpes que van directos a la mandíbula.
El primero, un Jab:
Hay que reconocer que se necesita ayuda de un especialista.
El segundo, un directo:
Es necesario hacer frente a los prejuicios. En la actualidad, el estigma sobre los trastornos mentales es tan grande que muchos deciden esconderlo. Tienen miedo a que sus seres queridos les tachen de locos y, así, se calcula que cerca del 72% de los que padecen algún problema de salud mental se niegan a acudir a un experto.
El tercero, un hook:
Se necesita una economía solvente para poder pagar una terapia. En la seguridad social no hay psicólogos suficientes para atender a toda la población de manera regular y la alternativa es acudir a una consulta privada, donde el precio de la sesión ronda entre los 45€ y los 50€. No todas las familias se lo pueden permitir.
El cuarto, un crochet:
Paciente y especialista tienen que conectar. Solo así la persona que necesita ayuda se sentirá cómoda para contar todo aquello que perturba su ánimo.
El quinto, un swing:
Hay que hacer un uso moderado y guiado de los ansiolíticos, una medicación que solo es óptima para reducir la ansiedad durante un periodo de tiempo corto y concreto, porque, a partir de los dos meses, el 30% de las personas que los toman desarrollan síndrome de abstinencia. Pese a esta contraindicación, España es el país europeo en el que más pastillas de este tipo se consumen.
En muchos casos, los médicos de cabecera los recetan para reducir la ansiedad de aquellos pacientes que les piden ayuda mientras que esperan a que un psiquiatra, con una lista de espera de meses, les conceda una cita. Pero lo que preocupa a los expertos es que muchos de los que ingieren ansiolíticos lo hacen automedicándose, sin consultar antes a un especialista, gracias al trapicheo de algún conocido y en un intento desesperado de frenar sus pensamientos negativos.
Después, cuando intentan dejar la medicación, se tienen que enfrentar al síndrome de abstinencia y al mismo problema de ansiedad que tenían antes, ya que este no se reducirá si no se han adquirido las herramientas psicológicas suficientes para saber gestionarlo.
El sexto, un gancho:
Enfrentarse a uno mismo.
Asalto 2: el resurgir.
Julia rechazó la propuesta de sus padres y no permitió que fueran a buscarla aquella noche. Quería vencer al enemigo, al menos intentarlo. Dejó de tomar ibuprofenos y de decirse a sí misma “ya se me pasará”. Tenía que ir al médico y pedir ayuda, aunque le daba miedo enfrentarse a esos seis obstáculos ella sola. No encontrar a ningún profesional que la entendiera le atemorizaba. Y, al principio, así fue.
El primer especialista que visitó dedujo que sus problemas de ansiedad podrían derivarse de un trastorno alimenticio. Al igual que cuando era pequeña, se sintió incomprendida. Le habían dado un puñetazo en la mandíbula, pero Julia no se derrumbó. Se volvió a enfrentar a la secuencia de golpes por segunda vez y, un adelanto: salió invicta.

El segundo psiquiatra al que acudió le diagnosticó un Trastorno de Ansiedad Generalizada. Le explicó que sus síntomas se debían, entre otras cosas, a su personalidad exigente, al estrés y a la inseguridad que el acoso escolar le había dejado como recuerdo. En su cabeza todo eran percepciones negativas y solo había preocupaciones y problemas. Por ello, el sistema de defensa de su cuerpo se mantenía activo durante las veinticuatro horas del día. Sin apenas dormir, en alerta, y con el corazón más acelerado de lo normal por si en cualquier momento había que escapar de algún peligro. Aunque, en este caso, no había animales depredadores, solo exámenes, algo de soledad y una pretensión desmedida por hacerlo todo bien. No era necesario huir, solo aprender a confrontar la situación.
El médico le había recomendado que practicase algún deporte y, contra todo pronóstico, Julia decidió apuntarse a boxeo. Nunca se había imaginado traspasando la puerta de entrada de un gimnasio, pero consideró que sería una buena forma para desconectar, salir de la cama y empezar a conocer algo más que los pasillos y las ofertas del supermercado. Abrió el armario y sacó esas zapatillas deportivas que hacía tanto tiempo que no usaba. Era el momento de resurgir.

El punchin ball enfrente de ella. Izquierda, derecha, izquierda, derecha y, con la fuerza de cada golpe, la sensación de desazón se disipaba, las endorfinas fluían y el dolor emocional se apaciguaba. Después de entrenar, llegaba a casa y dormir ya no era una tarea imposible. Sus ojeras comenzaron a disminuir y su capacidad de concentración a aumentar. Julia ya no estaba tan cansada como antes y, por tanto, era capaz de rendir más cada vez que estudiaba. Las percepciones negativas empezaron a reducirse y quedaba claro que su médico había acertado: con cada puñetazo, Julia se hacía más fuerte y el enemigo más débil.
Llegó septiembre y aprobó las cinco asignaturas que tenía pendientes. En Historia del Teatro y Psicología de la Comunicación sacó un notable. Su padre ya no le ayudaba a memorizar.
Llegó septiembre y cambió de clase. Allí conoció a su actual grupo de amigas y están escribiendo entre todas el guion para un concurso de cine. Tienen la esperanza de hacer una película con tanto éxito como La Llamada.
Llegó septiembre y al enemigo apenas le quedaban fuerzas. De vez en cuando vuelve para intentar darle un derechazo, pero no funciona, porque Julia ya sabe cómo esquivarle.
Me encantó esta crónica!! Realmente me gustó! Qué buena la parte de la combinación del boxeo con la manera de enfrentar el trastorno! También soy periodista narrativa y en mi newsletter, que comparto mensual, reúno crónicas de distintos países y medios. Esta de Julia definitivamente va a estar en la de este mes! Éxito!!