Una daga tatuada en el brazo: Bárbara Rebel y sus chicas tristes

Paula Giral//

La rabia que alimenta el feminismo más enfadado dibuja poderosas historias en la piel. El cuerpo se convierte en un libro abierto, de frases subrayadas, esquinas dobladas y capítulos a los que regresar. Dar color a estas historias invisibles es uno de los muchos usos del tatuaje. Esta vertiente artística arrastra mil historias y ninguna a la vez. Escribe sobre lo más profundo o dibuja sin nada que contar. La mujer con máscara de zorra que posa sobre el brazo de Bárbara, en cambio, tiene mucho que decir.

Máscaras de zorra

Hay tantas formas de contar una historia, de materializarla, de verbalizarla, que cada una elabora su propio lenguaje. El tatuaje que decora la parte superior del brazo de Bárbara habla un claro idioma político. Tras una máscara felina se esconde el rostro de decenas de mujeres que salieron a la calle a reclamar justicia. 

2018. Otra agresión machista llenaba de dolor y rabia las calles de Zaragoza. Por aquel entonces Bárbara se encontraba en una organización llamada “Ni un machirulo con dientes”, red que específicamente actuaba contra este tipo de violencia. Entre las compañeras del grupo elaboraron un plan como respuesta a lo sucedido: ir a por el chico bajo máscaras de zorras. La sororidad que sintieron las chicas bajo el enmascaramiento colectivo acabó como una historia inmortalizada con aguja y tinta.

La mujer-zorra que luce empoderada en el brazo de la tatuadora zaragozana es uno de los muchos rostros femeninos que habitan en su piel. Cada dibujo es activismo, ya no por su significado, sino por lo que supone romper con la idea de feminidad. La fragilidad cultural que arrastra el cuerpo femenino ha conocido las agujas y el desgarro; y le encanta.

Nuestra forma natural no tiene nada de propia, hay que conquistarla, escalar hasta lo más alto y despojarla de las cadenas patriarcales que la mantienen cautiva. Como una pradera nevada sobre la que nadie ha pisado, tirarnos a hacer el ángel en el suelo y descubrir la hierba que se acumula bajo ella es casi obligatorio.

Agujerearnos, pintarnos, teñirnos, tatuarnos, vestirnos de mil colores -o de ninguno- es el inicio del autodescubrimiento y de la creación del auténtico “yo”. Modificar el cuerpo con el que naces, ese que nunca pensaste que podría tener otra forma, es para Bárbara algo rompedor. Debemos huir de lo que nos han enseñado que significa ser mujer e imaginar nuestra propia versión, ya sea pasada por tinta y mangas cortadas o por largos vestidos y brillo en los labios.

Panteras y mangas largas 

Ir a contracorriente siempre tiene un coste. La reapropiación del cuerpo femenino consigue romper el molde en el que nos han tenido a todas guardadas haciendo fila, pero esta liberación no nos deja exentas de opresión. El físico de la mujer sigue perteneciendo al sistema, siempre ha sido algo de carácter público. Es por ello que cualquier decisión que una mujer tome sobre él es una invitación a la opinión y al juicio. Con los tatuajes la cosa empeora aún más.

El mundo del tatuaje es una realidad que se lleva asentando desde hace años en las pieles de nuestra sociedad. No obstante, algunos sectores se muestran reticentes al avance de esta personalización del cuerpo. En el ámbito laboral se encuentra la mayor barrera cultural hacia la tinta y las modificaciones corporales. Ser mujer trabajadora es el muro más alto de todos. De los “setenta y pico” tatuajes que tunean el cuerpo de Bárbara, la mayoría se encuentran en zonas fáciles de cubrir como sus piernas, la espalda o incluso la tripa y esto no es casualidad. Tuvo que esperar a marcharse de España para tatuarse zonas más visibles como es de codos hacia abajo. Una poderosa pantera marcó el inicio del tatuaje en zona de riesgo.

Mientras trabajaba en España, su armario se llenaba de pantalones y mangas largas con el fin de evitar comentarios, miradas y un posible despido. En más de una ocasión se preguntaba por qué se había hecho un tatuaje tan grande y vistoso, sintiendo más arrepentimiento que emoción por ello. En cambio, David -su pareja- vive bastante más despreocupado, siendo que sus tatuajes son más grandes y lucen en lugares más visibles.

El trabajo feminizado es, en su mayoría, el más expuesto de cara al público. Las grandes empresas quieren que sus figuras femeninas representen los ideales sobre los que erige la misma. Estos, lejos de sorprender a ninguno, surgen de la alianza del capital y el patriarcado y se materializan en una lista de condiciones o postulados conocida como cánones de belleza. Estos cánones -por el momento- no incluyen los tatuajes entre sus requisitos para una mujer formal que va a trabajar. No obstante, los imaginarios sexuales de las chicas “Pin up” de grandes tetas y piel tatuada tienen su pequeño vacío legal.

Algunas amigas de Bárbara han dejado las mangas largas de lado. Profesoras, ingenieras, trabajadoras en centros de menores, trabajan sin reparo alguno por su aspecto físico agujereado, dilatado o tatuado. “No decías que había que normalizarlos? -le dicen sus amigas-  entonces que se jodan y que vean que tú vales por lo que eres”. 

Las mujeres no nacemos con un manual que indique cómo gestionar las situaciones de opresión. Es normal que florezca la culpa entre nuestras emociones al llenarnos de contradicciones entre lo que pensamos y lo que hacemos, pero no por ello debemos fustigarnos. Bárbara agradece la actitud de sus amigas ya que seguramente gracias a ellas, algún día no le mirarán tan mal al salir a la calle. Sin embargo, se mantiene bajo una postura algo más cohibida a la hora de exhibir su cuerpo. Una actitud igual de válida.

Aún así, la pantera negra que asoma entre sus mangas se erige como un empoderado cambio de dirección. 

Las flores de las prostitutas 

“Las prostitutas se tatuaban estas flores -cuenta Bárbara mientras señala una pequeña flor cerca de su hombro izquierdo- son ilustraciones de estilo tradicional con un diseño básico en rojo. Se las hacían entre ellas como símbolo de sororidad”.

El arte siempre acompañó a Bárbara. Sus padres aún conservan dibujos que pintaba cuando tenía cinco años, un hobbie que no le abandonó mientras estudiaba trabajo social y derecho por la UNED, y mucho menos cuando trabajaba para Movistar y Cámara de Comercio. Hace unos años esta faceta artística se convirtió en el eje central de su vida ejerciendo de tatuadora en diferentes partes del mundo. Londres, Zaragoza, Vancouver, Whistler, Berlín… saben de la existencia de Barbara Rebel, nombre artístico inspirado por la rebeldía de las Bikini Kill.

Bárbara tatúa tradicional americano, un estilo de tatuaje con muchos años de legado y al que rinde homenaje desde la perspectiva de género. Esta corriente también acuñada “old school” se caracteriza por el uso de gruesas líneas negras, colores vivos -o monocolor- sobre  iconos representativos del imaginario patriótico estadounidense del siglo XX en relación con la marina.  Encontramos banderas, águilas, mujeres pin up, gaviotas, motivos náuticos, dagas, rosas… Un estilo creado por hombres y para hombres. En la actualidad muchas mujeres lucen este estilo en su piel, sin embargo, Bárbara lo lleva un paso más allá revolucionando este imaginario.

El old school de Bárbara Rebel habla de chicas tristes. Busca romper con la presión social que persigue que las mujeres deben estar alegres y sonreír más. Una fachada que esconde a madres y tías deprimidas en silencio alrededor de corrillos invisibilizados dentro de la familia. Es por ello que para Bárbara resulta vital dibujar chicas tristes llorando. La tatuadora reivindica este sentimiento bajo el mantra: “no pasa nada por estar triste”.

Estas ilustraciones encarnan los sentimientos de amigas, familiares, incluso de la propia Bárbara. Una expresión artística que nace de las historias que lloran las mujeres de su entorno y que la tatuadora plasma sobre la piel. Sus dibujos persiguen la normalización de este estado del ánimo como algo natural y de lo que no hay que avergonzarse. Encontramos entre sus trabajos mujeres abrazando la tristeza, con lágrimas en las mejillas y miradas desconsoladas. 

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La mujer triste también es fuerte, la pena no es sinónimo de debilidad. Es por ello que las lágrimas de las chicas de Bárbara muchas veces van acompañadas de una faceta feroz a través de la representación de animales felinos junto a ellas. Panteras, tigres, escorpiones, arañas… todos ellos representan la parte empoderada que también vive en el interior de las mujeres. En especial la pantera negra que “todas tenemos dentro” y que a Bárbara le encanta dibujar. Dentro de su repertorio, una tira de dos panteras-mujer guardan un lugar especial entre los dibujos de la tatuadora. La primera, se lanza al agua donde al entrar en contacto con ella vuelve a su estado natural de mujer , la segunda, se desnuda dejando entre ver su cuerpo de animal bajo la ropa. 

Dos tatuajes que brillan poderosos ahora en la piel de dos amigas de Bárbara.

La cesta con flores de la bicicleta de Concha 

El mundo del tatuaje es -de momento- un terreno dominado por el hombre. La historia, en cualquiera de sus ámbitos, tiene un narrador blanco y varón, y esto se hace notar a la hora de ahondar en los orígenes de cualquier cuestión. Sailor Jerry, Ed Hardy, Owen Jensen, Albert Kurzman, Percy Waters… La historia del tatuaje no recuerda mujeres artistas en su transcurso, no obstante, eso no significa que no estuvieran haciendo uso de la tinta en su momento. De hecho, las guerreras maoríes de Nueva Zelanda y Filipinas también tatuaban. En uno de los viajes de Bárbara, tuvo la oportunidad de conocer a una a una centenaria tatuadora que “tatuaba a palo” y que además fue guerrera en su tribu.

Los “señores” -como los llama Bárbara- no han hecho más que meter mano en la historia manipulando los recuerdos que actualmente tenemos de ella. Esta distorsión de la memoria pasa factura a artistas como Rosie Camanga, mujer tatuadora que en variedad de libros figura como hombre debido a la falta de información, o al desinterés por la cuestión femenina.

La historia recuerda a los marines con sus anclas, a los guerreros con sus tribales, a hombres encarcelados con la palabra “mamá” en el bíceps. Las mujeres conforman un pequeño epígrafe al que poca gente acude a leer. Los términos como “la esposa”, “la hermana”, “la amante” nadan en abundancia como un parentesco clave que tiene más importancia que el propio trabajo de las artistas. Tanta importancia rodea a la figura del varón que hasta el tatuaje se ha utilizado para marcar los nombres de los amados de las prostitutas en sus pieles, detalle que la historia tampoco te cuenta.

A Bárbara le gusta recordar; las mujeres de época le despiertan sentimientos entrañables. De hecho, en el interior de su brazo izquierdo se encuentra el rostro de una joven cubierta con un pañuelo. Le recuerda a su abuela, Concha. No es el único tatuaje dedicado a ella, su gemelo izquierdo esconde uno de los relatos de la juventud de la anciana.

La historia narra cómo en la juventud de su “abu” a las mujeres no se les permitía ir en bicicleta ni en motocicleta. No obstante, ella aprovechaba cuando su abuelo se quedaba dormido para cogerle la moto e ir a comprar al pueblo de al lado. En el viaje, los hombres la echaban de la calzada y le gritaban barbaridades.

Esta anécdota cautivó tanto a la tatuadora, que al tiempo llenó de tinta la historia a través de la ilustración de una joven en bicicleta con una cesta llena de flores. Bárbara descartó la idea de dibujar una motocicleta al ser un elemento demasiado masculinizado como para convivir con el resto de caras femeninas que comparten espacio en su piel.

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Tatuar mujeres es hacer activismo. Ya lo decía la escritora feminista Kate Millett, “lo personal es político”, y ¿qué hay más personal que un tatuaje? Desde aquellos que hemos pensado y repensado, aquellos por los que nos planteamos el láser, los que cuentan una historia digna de una novela o aquellos que surgieron en una noche de fiesta con amigos. Irrumpir en la dermis femenina es una absoluta declaración de intenciones. La piel de las mujeres no es patrimonio público de opinión y juicio. El vecino de enfrente y el compañero de curro no tienen ningún derecho a comentar sobre ello. Quizás deberíamos darle la vuelta a la situación y dejar de focalizarnos en el sentimiento de incomodidad que nos produce el ojo ajeno y buscar incomodar al que se atreve a mirarnos por encima del hombro. Quizás y tan solo quizás, todas deberíamos llevar tatuada una daga en el brazo para que tuvieran un poco más de cuidado, pues de delicadas tenemos poco.

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