Volver (al periodismo)
Gloria Serrano//
“No es que el periodismo tenga dificultades, es que si queremos ser sinceros debemos hablar también de otro tipo de problemas: los de los periodistas y los de los lectores. Hablar solo de ‘los problemas del periodismo’ es crear una abstracción, alejarlo de nuestra responsabilidad, despegarlo de la batalla cotidiana que está enfrentando a unos y otros”.
Delia Rodríguez
Me dijo que algún día escribirá un ensayo que lleve por título “No, no tengo la actitud”. Son palabras de Itzel, una periodista que resulta incómoda para los medios de comunicación que, en la confusión voluntaria de oficios, contratan periodistas cuando en realidad lo que buscan son mecanógrafos.
Llevo meses cuestionando, reinterpretando el periodismo sin resultado. Y semanas como perdida, con los inicios obstruidos, sin querer escribir, sin tener nada que decir. Enferma de fatiga espiritual, harta de saber sobre la supuesta guerra entre Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, con la cabeza abarrotada de información y, sobre todo, de posverdad, la palabra del año elegida por el Diccionario Oxford. Regreso continuamente a Saint-Exupéry: «No hay que aprender a escribir, sino a ver. Escribir es una consecuencia». Pienso en el taller de escritura e imagen que impartiré en febrero en La Casa del Lector de Matadero Madrid. ¿Cómo decirles? ¿Cómo explicarles eso del mirar?
Entonces hoy camino por la calle, paso justo frente a El Pavón Teatro Kamikaze que se encuentra sobre la calle de Embajadores, en el barrio de Lavapiés, en Madrid, y me detengo en la cartelera para ver el anuncio de Femenino Plural, el programa especial en torno a la mujer en el siglo XXI que conforman cinco puestas en escena: de García Lorca, de Per Olov Enquist, de Virginia Woolf, de Jean Cocteau y de Miguel del Arco. Enseguida pido un folleto, le doy una hojeada y tomo mi teléfono para entrar al sitio www.teatrokamikaze.com, en el que leo una frase de Lorca sobre la risa:
“Esta risa de hoy es mi risa de ayer, mi risa de infancia y campo, mi risa silvestre que yo defenderé siempre, siempre hasta que me muera”.
Y repito con un gozo liberador la frase: “mi risa de infancia y campo, mi risa silvestre”. Después leo otra de Cocteau sobre las despedidas:
“He estado recogiendo todas tus cosas, las que quedaban. Siempre quedan más cosas de las que uno cree, se quedan por ahí, como acechando”.
Con la primera, recuerdo sonriente –con cierta perversidad– nuestras carcajadas de horas atrás, cuando mi pareja detalló, una a una, las manías que tengo al escribir. «Defender la risa es menester», pensé. La segunda me remite necesaria y dolorosamente a las ausencias, a mis pérdidas de tiempos pasados, a las personas que ya no están pero sí; y hace que venga, de un lugar lejano al que no puedo irad libitum, el impulso tenue de escribir.
[¿Se percataron? Todo esto surgió de salir y mirar, tal como explica Saint-Exupéry. Mirar y luego escribir].
Sigo mirando. Ahora me detengo en una librería. De entre todos los autores mi mente se graba solo un nombre: Rodolfo Walsh, representante del famoso Nuevo Periodismo, a lado de Capote, Talese y Thompson. Un clásico.
Llego al piso, enciendo el ordenador, busco en mis archivos digitales y abro cierto artículo de Walsh publicado en 1955. Lo que sucedió después es difícil de explicar, por misterioso. Cuando lo comprendí ya estaba de pie, sintiendo vértigo, dando vueltas en círculo y leyendo –por tercera vez– ese relato estupendamente escrito, mezcla de crónica, de reportaje, de nota informativa y de coraje para mirar la guerra, para sangrar la herida y sobreponerse al asombro con el único fin de teclear la vivencia agonizando en cada línea:
[Imaginen, pongan un rostro y una voz a las palabras, habiten su mente con la escena de un corresponsal de guerra, durante la guerra].
“Un tercer Grumman enviado durante la tarde a sobrevolar la zona, ha vuelto con impactos en el tanque de combustible. El piloto viene herido. Informa que el fuego antiaéreo es intenso. Agrega que no ha visto a la máquina desaparecida. El piloto de la misma es el capitán Estivariz, comandante de la escuadrilla. La noticia de su muerte llegará más tarde.
En el laconismo de los partes oficiales, ‘el capitán Estivariz fue derribado en ataque a baja altura sobre una sección blindada de doce tanques’, en las proximidades de Saavedra”.
Aquí es donde comienza la gigantesca lección de reporterismo, donde Walsh nos dice qué se necesita para escribir como ningún otro:
“Una de las contingencias previstas de la guerra, sin duda. Pero hay algo más, algo que se recoge hablando con quienes mejor lo conocieron. La figura de Estivariz pierde entonces sus rasgos casi anónimos, se recorta con perfiles extraordinarios como uno de los jefes más brillantes de un arma que ha dado sobradas muestras de altivez.
–Su muerte es la pérdida individual más alta que podíamos haber sufrido –nos dice alguien que ha combatido a su lado.
¿Será acaso la amistad dolorida, el recuerdo vivo y lacerante del compañero muerto lo que palpita detrás de esas palabras?
Veamos su foja de servicios. Abanderado de la Escuela Naval –el alumno más brillante de su promoción–, toda la carrera de Estivariz confirma este galardón inicial. Se especializa en los Estados Unidos, en Canadá. Registra el primer vuelo en helicóptero a Ushuaia y desempeña papel principalísimo –piloteando una de esas máquinas– en el memorable rescate de una patrulla del Ejército aislada por los hielos en la base más austral del mundo. Sus conocimientos en materia aeronáutica llegan a ser vastísimos. Hay más: fechas, calificaciones, ascensos. Pero de algún modo estas cifras, estas constancias, estos adjetivos no nos devuelven la imagen que buscábamos. Será necesario que indaguemos en las relaciones humanas, en las líneas definitorias de un carácter, en la anécdota y el recuerdo personal, para que las palabras arriba citadas se confirmen en su plenitud y la figura de Estivariz surja ante nosotros como la de un hombre excepcionalmente austero, excepcionalmente capaz, excepcionalmente valeroso”.
El final es, sencillamente, poderoso, demoledor:
“En el avión que nos traía de Bahía Blanca, rondaban mi memoria las líneas de un poema leído mucho tiempo atrás, en otro idioma. Las escribió durante la primera guerra un soldado, antes de morir en una trinchera de Francia. En ellas la misteriosa visión de la muerte presentida se mezclaba a la nostalgia de la hermosa estación ya cercana:
…Cuando la primavera vuelva con sus sombras y murmullos
y las flores del manzano perfumen la mañana.
¿Qué me hacía recordar estas líneas patéticas dentro de una chaquetilla ensangrentada, en un país remoto, hace muchos años? Mil metros más abajo los caminos eran líneas grises. Días antes los habían poblado tropas, tanques, las bocas de los cañones verticales rumbo al sur. Y las explosiones, las rojas trazadoras, el humo y el esplendor del combate.
Tengo una cita con la muerte
cuando azules días la primavera traiga,
volvían, desmadejadamente traducidas, las líneas del poema. Abajo se recortaba el tablero de cuadros verdes y amarillos donde se había jugado un ajedrez fatídico. En una de esas casillas un viejo avión habíaquebrado sus alas. Tres hombres habían muerto.
Y sin embargo la tarde era increíblemente azul y diáfana. Y sin embargo, era primavera. Setiembre –18 de setiembre– y casi primavera”.
De pronto todo recuperaba su sentido. De pronto sabía qué decir y tenía con certeza los temas de mis próximas publicaciones. De pronto me parecía clarísimo cómo explicar –desde mi experiencia, con mis propias palabras– eso del «saber mirar«. De pronto recobré la necesidad impacientede contarles esto, como antes y por el mero gusto de decirlo, de escribir, de contar.
«¡Regresé! ¡Esta soy yo!», me dije con la euforia de quien nutre su pensamiento, de quien reconoce que el hombre no es solo carne sino vida y no solo sonido sino palabra; de quien realiza una aprehensión con la sobriedad y la indulgencia de saber que ese mismo hombre nunca está fracasado completamente.
Ahora trato de situarme en su vida, la de cualquier estudiante de periodismo, deseando que todavía disfrute del placer profundo y espontáneo de leer y se tope con este texto, quizás en la noche del jueves o en el amanecer del domingo. Me pregunto si será posible que un poco de lo que intento expresar logre cruzar el océano emocional que nos separa y le llegue. Pero no a los ojos sino a su ser de periodista, o mejor, a ese indescifrable escondrijo donde radica nuestra parte más elemental de humanidad, que nada tiene que ver con el mundo online o la academia. Espero que sí, porque acabo de narrar dos auténticos pasajes de periodismo y una humilde reivindicación de un oficio que, sin importar la tecnología, invariablemente demanda “por cada página escrita, cien leídas” y un tanto igual, o más, de calles recorridas.
Saber mirar para saber decir. Y romper con el silencio. Y acallar el ruido. Y comenzar a comunicarnos. Y a entendernos.
Autora:
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![]() Periodista mexicana en Madrid, siempre buscando la grieta en el muro. Máster en Gestión de Políticas y Proyectos Culturales (Universidad de Zaragoza). “Saber mirar y saber decir” son los principales retos del periodismo que aspira a no quedarse en el olvido, que intenta contar algo más que una simple historia. Para mí, cultura se escribe en plural, es la fiesta de lo colectivo.
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