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Una visita al Vaticano no sería como Dios manda si uno no se para en la plaza de San Pedro y, a la sombra de los dos brazos de columnas, contempla ese espacio que trata de abarcar lo infinito. Dos máximas guían esta obra: primero, la barroca, es decir, que los espacios sean dinámicos y no se puedan abarcar por completo con la mirada. Y, segundo, la apostólica, que todos los fieles se sientan parte del cuerpo de la Iglesia. Esas, al menos, fueron las intenciones de su creador, Gian Lorenzo Bernini. Las exclamaciones maravilladas se contraponen con los quejidos de niños al borde del llanto por lo tedioso de una visita que no entienden de todo. Sin embargo, una niña de pelo rubio intenso se detiene en mitad de la plaza y señala con la boca abierta la cúpula de Miguel Ángel. Religioso o no, es un lugar que sobrecoge.

Con los últimos rayos de Sol, los monumentos de Roma y su millar de estatuas cierran los ojos y dormitan tranquilos, sin turistas que incomoden su noche con flashes y diálogos. Cientos de secretos se esconden por las calles empedradas de la capital de Italia. Han vivido caídas de imperios, alegrías por el fin de una horrenda dictadura y miles de momentos íntimos entre dos personas. Hay figuras y edificios en Roma que ya lo han visto todo. Centenares de cómplices inanimados sabrán guardar los secretos que pronunciamos un día en la capital del que fue uno de los grandes imperios de la historia.

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