Un mapa solar llamado Stonehenge
Astrid Otal Beltrán //
Se mantienen imponentes. Como si la lluvia o las corrientes de aire de Salisbury, en el sur de Inglaterra, no pudieran con ellas; como si no hubieran pasado 4500 años. Y se conserva, con los bloques fijos, la atracción inmensa que ejerce sobre los que se detienen a contemplar. La ingeniería estratégica ideada por los neolíticos no desprende evidencias escritas, simples, pero cuando hoy uno recorre el círculo de megalitos de Stonehenge puede escuchar teorías aproximadas.
El turno de turistas de las cinco menos diez se detiene en la Piedra del Sacrificio, porque es una de las primeras paradas en la ruta y porque el nombre sugerente invita a conocer las historias que alberga la roca tumbada. Se descubren las reuniones paganas de los druidas a los que tanto tiempo se asoció Stonehenge. Los sacerdotes celtas que adoraban la naturaleza y que, a veces, realizaban sacrificios para beneficiar a los guerreros en las batallas. Y sus seguidores se siguen citando en la actualidad: personas vestidas de blanco, con largas barbas, que cubren sus cabellos en las ceremonias y celebran los dos solsticios del año. Para dar la bienvenida a la oscuridad y, en el día más largo del año, para homenajear de nuevo a la luz. Pero los druidas no son los ideólogos de Stonehenge; su origen tiene un pasado más remoto.
Stonehenge es un reloj de precisión, un conjunto alineado con los movimientos del sol. Cuatro rocas espaciadas en forma de rectángulo en la periferia del monumento marcan el norte y el sur cuando salen el sol y la luna. Dos de sus piedras principales (la Piedra Talón y la Piedra Altar) muestran el punto por donde amanece en el solsticio de verano. Los 56 agujeros de Aubrey podrían haber servido para pronosticar eclipses lunares. Se respira para asimilar la gran capacidad de aquellos individuos del final del neolítico.
La vuelta continúa y las personas buscan en el suelo los hoyos marcados o se detienen en seco para intentar percibir el misticismo ligado al lugar. Fijan la mirada en los dólmenes y en las rocas. Oyen que pueden observar dos tipos de piedras: las de sarsen, que pudieron haber sido traídas desde unos yacimientos a unos 30 kilómetros, y las piedras azules, pertenecientes del sur de Gales, a 300 kilómetros de distancia. Se supone que se ayudaron de embarcaciones para su transporte por agua y que Stonehenge en sí fue a base de palas, rampas y fuerza bruta. Algunos calculan millones de horas de trabajo.
Se determinaron quienes fueron sus creadores por los huesos enterrados bajo tierra cerca de la zona. Los dientes revelaron que las personas eran originarias de la misma área que las piedras traídas desde Gales y la fecha se ubica hacia 2500 a.C.: final de neolítico, la Edad de Piedra. Se encontraron también restos en los montículos y en los agujeros de Aubrey. Por eso la idea de cementerio también se relaciona a Stonehenge. La guía explica que un arqueólogo, al detenerse junto al complejo, tuvo claro que Stonehenge era un lugar relacionado con la muerte. Porque según él la piedra pertenece a los muertos mientras que la madera corresponde a los vivos.
El círculo termina y los turistas apuran sus últimas fotografías desde un perímetro asegurado. El Gobierno británico prohibió en 1970 la entrada al interior del monumento porque el millón de visitantes que recibe cada año supone demasiado deterioro. Y porque empezaron a aparecer algunos grafitis en las rocas. Así que la gente se conforma con visionarlo desde esas decenas de metros y luego pasar por la tienda dedicada llena de tazas, camisetas, pendientes y hasta botes de mermelada.
Stonehenge se considera un lugar sagrado que inquieta y cautiva; un punto de conexión con el pasado remoto o con algo más grande que el ser humano. Antes de terminar la visita remarcan que, aunque con investigaciones profundas realizadas, no pueden afirmar una verdad absoluta sobre Stonehenge. Las especulaciones siempre existirán; pero actualmente el yacimiento se mira como un mapa solar que un pueblo prehistórico supo llevar a cabo.