El templo de los 500 millones
Dicen que el rey de Marruecos quería construir algo tan importante para el norte de África como es la Estatua de la Libertad para los Estados Unidos. La exuberancia de la mezquita de Hassan II, en Casablanca, intenta reafirmar la identidad de una ciudad cada vez más occidentalizada.
Familias enteras descansan bajo los arcos que perfilan el perímetro de la segunda mezquita más grande del mundo, emblema por antonomasia de la capital económica de Marruecos. Su miranete observa altivo, por un lado, a Casablanca, y, por otro, al Océano Atlántico. Sus 210 metros tienen, francamente, difícil encuadre en las fotos. Aun así, sus visitantes lo intentan: hay que presumir de haber pisado la mezquita más exuberante de Marruecos y casi del mundo musulmán, tan solo por detrás de La Meca.
La decoración es minuciosa. Combinaciones de tonos marfil y aguamarina salpican una urdimbre de elementos geométricos y florales que rellenan prácticamente todo el espacio exterior con la virtud de no parecer sobrecargado. De cerca, se observan los detalles más minúsculos: los pétalos, las hojas, los cuadrados pequeños dentro de otros más grandes… El ojo se pierde en la inmensidad de esas paredes repletas de pormenores.
El bullicio de las personas se suma al de las obras en las escaleras. Tres obreros que usan tan solo una mascarilla médica como protección generan una nube blanquecina que asciende hasta desaparecer, a la altura de la mitad de una de las puertas.
Es la hora del rezo y el goteo de gente se multiplica. Hombres por un lado, mujeres por otro. Ambos se reúnen de nuevo en el patio exterior. Una joven aprovecha la espera para hacerle una foto con el móvil a su bebé, que se había quedado afuera con una señora mayor. Han traído algo para comer y botellas de agua. Otros niños corretean bajo los arcos; gritan, ríen… Las jóvenes que pasan visten pantalones ajustados y chaquetas vaqueras. Algunas, deportivas de marca, que habrán de quitarse si quieren entrar a la mezquita. Son varias las que llevan la planta de los pies rojiza, del color de la henna. Y las de más edad, normalmente, van completamente tapadas con el niqab, aunque no son mayoría.

Donde no se ven mujeres es en los alrededores de la mezquita, auténticas zonas de baño improvisada. Huele a sal. Las olas chocan, violentas, contra el perímetro de la península artificial sobre la que se sustenta esta mezquita, pues, tal y como reza el Corán, el trono de Alá se encuentra sobre el mar. Una multitud de varones se tiran al agua semidesnudos. Parecen pasarlo estupendamente: cantan, gritan y se animan unos a otros en un entorno de agua azulada y espuma, donde todo parece conflagrarse para crear la estampa perfecta.
No obstante, construir el Trono de Alá en esta zona no gustó a todo el mundo. Especialmente a las familias que, veintidós años atrás, fueron desalojadas de sus viviendas y vieron cómo las destruían para dejar paso al mastodóntico santuario. Obviamente, a cambio de nada. Aún quedan algunas viviendas de ese tipo en las inmediaciones de la mezquita, componiendo lo que parece ser un barrio chabolista de pescadores. Una tacha a eliminar en la capital económica del Magreb, la ciudad más próspera de Marruecos, su corazón comercial y financiero. Ya contaba con el aeropuerto más grande de la zona, aquel en el que Humphrey Bogart pronunció la famosa frase “siempre nos quedará París”. Pero no era suficiente. Hassan II, padre del actual Mohamed VI, quería otro “más” para la joya económica de su reino, y para ello mandó construir la mezquita que lleva su nombre: pan de oro, mármoles, techos desplegables, calefacción en el suelo, lámparas colgantes compuestas por miles de cristales de Murano, hammams (termas públicas) para ellos y para ellas… Porque “aquí las cosas bien claras”, como dice una lugareña refiriéndose a la separación de sexos. Es una norma estricta, llega al punto de que la zona de mujeres la limpian mujeres y la de hombres, los hombres.

La única excepción a esa segregación genérica son las visitas guiadas. Grupos mixtos de turistas, entre los que también se encuentran no musulmanes si previamente han pagado unos 120 dirhams (unos 12 euros), son acompañados por una guía que, en diferentes idiomas, ensalza la figura de la familia real alauita y hace alarde del lujo. Y es que, por dentro, impresiona incluso más. Cada uno de los rincones cuenta con detalles esculpidos a mano. Bueno, más bien, a veinte mil manos: las de los diez mil artesanos que trabajaron para decorar este deseo real.
Por los suelos de mármol se camina con los zapatos en la mano. En otras partes, hay moqueta. Desde los ventanales de un lado, la luz intenta cruzar la sala, pero se queda corta, no llega. La zona de la quibla, muro que marca la dirección de la Meca, está acordonada. Desde aquí, el imán dirige la oración de los fieles.
Se buscaron y trajeron los mejores materiales del país: madera de cedro del Medio Atlas, mármoles de Agadir, granito de Tafraoute… Bajamos y ante nosotros se extiende la sala de abluciones, el espacio destinado al wudu, la limpieza antes de la oración. Tres veces las manos hasta las muñecas, tres veces la boca, tres veces la nariz, tres veces la cara, y, por último, antebrazos, cabeza, orejas y pies. Las fuentes y los grifos se distribuyen por toda la sala. Las columnas absorben la humedad para que el ambiente se mantenga siempre agradable.
Todo es bueno, bonito, pero no barato. Se gastaron más de 500 millones de euros en su construcción y, desde luego, no quedó nada al azar. Una opulencia patente en cada uno de sus casi treinta mil metros cuadrados que, más allá de su sentido religioso, puede ser interpretada como un intento de propaganda de la dinastía de un país donde el Rey tiene poder político.
Autora:
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![]() Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.
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