La paz que dividió a Colombia, o cómo cubrir un momento histórico en un país ajeno
Lucía Benavente//
«Usted no sabe lo que significa esto”. Y por mi juventud, inexperiencia y nacionalidad española, efectivamente; era así. No era capaz de entender la dimensión del momento. Es lo que me decía, con ilusión y cierta prepotencia, el periodista Jairo Tarazona, que esperaba que se efectuara la ansiada firma. Él ha estado presente durante cuatro años en las conversaciones del proceso de paz entre su Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en La Habana. Él también sufrió en su piel de reportero varios de los ataques perpetrados contra la sociedad civil por esta guerrilla que ha generado pánico los últimos 50 años en el país.
Lunes 26 de septiembre. Estábamos en Cartagena de Indias, una ciudad cálida y caliente. Mucho. Incluso a las 4 de la mañana, ducharse es inútil porque la humedad ataca hasta los párpados. Estábamos a punto de presenciar un momento histórico, en La Heroica –como se llama a esta ciudad por ser el punto en el que Colombia defendió su independencia–.
Estaba nerviosa. Expectante. Atrás quedaba el agotamiento de pasar controles extenuantes de seguridad a 35 grados a la sombra, callejear el laberinto de la Ciudad Amurallada –el casco antiguo– de Cartagena y desesperar al ritmo del desgaste de las baterías de nuestros móviles. Por fin llegamos a la primera fila. Formando parte del manto blanco que conformamos más de 2.500 personas congregadas en el patio de Banderas del Centro de Convenciones. Solo esperábamos la firma y que el sol nos diera una tregua poniéndose.
La costeña capital turística, sede del festival de cine internacional Hay Festival y la Cumbre de las Américas en 2012, estaba a punto de ver sellar el acuerdo final de paz con un balígrafo; un bolígrafo con forma de bala. El fin de la guerra entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, de la mano de Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño, alias ‘Timochenko’. El mamotreto, de 297 páginas, contiene muchas zonas grises –o vacíos legales–, tecnicismos, y verborrea que plantea interrogantes válidos sobre la financiación, las penas, o la devolución de tierras y el mismo exjuez Baltasar Garzón aseguró el día del evento que: “No es el mejor, pero es necesario”.
Gracias a este documento, que pocos colombianos están dispuestos a leer –y comprender–, se callan las balas que se lanzaron durante 52 años entre el ejército colombiano y una guerrilla que nació con una línea marxista; un discurso que los cabecillas de las FARC reiteraron entre sus filas para sobrevivir en la soledad del monte y que se fue disipando conforme aumentaban los beneficios económicos del narcotráfico. Ahora, los jefes guerrilleros (Timochenko, Iván Márquez, Pastor Alape…) están mayores, cansados, y reconocen que no pudieron “Hacer frente” a un ejército que endureció sus medidas durante los dos mandatos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), y a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y sus falsos positivos*. Y los más jóvenes, que entraron a esta guerrilla –en su mayoría engañados o ante la falta de atención del estado en sus regiones– con 12 o 13 años no conocen nada más allá de dormir en un campamento rodeado de “el enemigo” con un fusil bajo el brazo, siendo cómplices de crímenes de lesa humanidad cometidos por y contra ellos.
Junto con Jairo, nos empezábamos a aplastar entre los periodistas de la zona de prensa del patio de Banderas, en el Centro de Convenciones de Cartagena, luchando por conseguir voces en vivo de senadores, concejales y opinadores para poder transmitir a millones de colombianos lo que estaba a punto de suceder. Emoción e incredulidad. “Después de tantos años cubriendo la guerra, pensé que nunca iba a ver esto, que no llegaría a estar viva cuando las FARC firmaran la paz”, dice María Elvira Samper, periodista de RCN Radio y Premio Nacional de Periodismo.
El evento era de tal trascendencia que más de quince jefes de Estado y presidentes querían contagiarse desde el escenario de la emoción de los colombianos y mostrar su apoyo económico y político en el posconflicto que comienza ahora. Entre ellos: el secretario de Estado de EEUU, John Kerry; el Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon; los presidentes de Venezuela y Cuba, Nicolás Maduro y Raúl Castro. Mariano Rajoy, al que se le escapó, sin permiso de su homólogo colombiano Juan Manuel Santos, la fecha de la firma, no acudió al evento; su lugar lo ocupó el rey emérito Juan Carlos I, que es más de cerrar bocas.
Nosotros corrimos hacia los mejores puestos, como si de un vuelo con una aerolínea de bajo coste se tratara, y conseguimos estar en primera fila. Mientras, dos escenarios traseros repletos de negritudes, y otras comunidades que se han sentido olvidadas por el Estado durante el conflicto, gritaban “Sí se pudo” ansiosas por ver la aparición estelar de los personajes (será protagonistas?) de la noche.
Se abrió una gran puerta en el centro del escenario, con Juan Manuel Santos presentando “La llave de la paz”, su lema político para ser elegido presidente en el año 2010, cuando había tenido contactos con la guerrilla para establecer una mesa de negociaciones.
Jairo se olvidó, por un momento, de la transmisión que teníamos que hacer por radio y ansiaba, alardeando de su credencial de invitado, poder estar más cerca de lo que estábamos. El acto se inició con el himno nacional, seguido de un minuto de silencio por los 215.000 muertos que dejó el conflicto.
La solemnidad y el respeto se conjugaban con la necesidad que teníamos por detectar sinceridad en las caras de los guerrilleros. No podía evitar mirar a mi alrededor e impregnarme de la alegría ajena, sentir la emoción de sus miradas. Y, de repente, el cántico a capella de un grupo de mujeres consiguió que mi piel, sudorosa por el sol cartagenero, se erizara. Las alabaoras de Bojayá, un grupo de mujeres negras del departamento del Chocó –en el Pacífico, y uno de los más subdesarrollados del país–, ajenas a la entonación, cantaron al país, al proceso y al presidente con rabia y hartazgo por la esperanza de este acuerdo, y reclamaron el fin de la guerra y el dolor que trajo consigo.
A continuación, vendrían los discursos del secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, las palabras de perdón y búsqueda de reparación del guerrillero Timochenko –algo nunca antes escuchado y esperado como agua de mayo– y el grito de victoria, conjugado con llanto, del presidente Santos, que fue, a su vez, un desahogo, una entrega de tesis, un “por fin” tras tantos altibajos en una mesa de negociaciones que, durante 4 años, estuvo a punto de levantarse en varias ocasiones.
La firma representaba no solo el fin de estos ataques, secuestros, extorsiones y asesinatos; también un signo de arrepentimiento, tal y como el propio jefe guerrillero Timochenko diría por primera vez y que supondría el alivio de millones de colombianos: «En nombre de las FARC-EP ofrezco perdón a todas las víctimas del conflicto». Las víctimas son, de hecho, el centro de este acuerdo de paz, lo que lo hace único en el mundo y con el que se confirma que habrá reparación y verdad para los familiares cuyos seres queridos desaparecieron hace décadas con la esperanza de, al menos, saber dónde fueron arrojados sus restos sin vida.
Jairo aplaudía con entusiasmo el mensaje de paz mientras que yo miraba absorta la reacción de quienes lloraban y agitaban el pañuelo blanco con la paloma de la paz estampada. De repente, dos aviones Kfir de la Fuerza Aérea sobrevolaron el escenario y rompieron la barrera de sonido. El estruendo nos hizo temblar y los mismos guerrilleros no pudieron ocultar su cara de estupefacción. Eso es lo que se siente cuando te atacan. El miedo de las bombas, todavía latente en sus oídos, quedó en un susto que desencadenó en risas nerviosas de los asistentes y memes virales por las redes.
Concluyó el evento: corrimos hasta el pie del escenario con la esperanza de sentir de cerca el sudor y las lágrimas de los protagonistas de la firma, ansiosos por obtener unas palabras de la celebración. Cartagena se iba a dormir satisfecha del deber cumplido, volviendo a ser protagonista de un momento histórico que, para algunos, fue un mero acto protocolario. Aunque Jairo durmió tranquilo esa noche, la pelea no concluye hasta el domingo 2 de octubre, la fecha en la que se realizará un plebiscito en el que los colombianos, mediante su voto, dirán si apoyan o no lo firmado este lunes.
Jairo votará ‘Sí’, pero el expresidente y senador del Centro Democrático Álvaro Uribe, con un popularidad de un 50% a fecha de septiembre de 2016, está haciendo una vehemente campaña en contra de los acuerdos con la que un 34% de los votantes optará por el ‘No’ en las urnas. Quienes lideran este movimiento, que realizaron protestas paralelas al evento en las calles de Cartagena hasta interrumpir el tráfico, hablan de acuerdos de impunidad, de la llegada del «castrochavismo» y de la premiación por conceder 10 curules –puestos en el legislativo– en las cámaras alta y baja a los miembros de la guerrilla. Sin embargo, hay quienes dicen que este rechazo es fruto de la frustración de un expresidente envidioso.
Por ello, esta semana de transición, en la que el día ‘D’ de la implementación de los acuerdos no es claro, el país está más polarizado y alegremente confuso que nunca y, cuanto más acuerdo hay con la guerrilla, más desacuerdo hay entre los ciudadanos. La ilusión de ver a Timochenko dar un apretón de manos al presidente del país fue efímera, porque los niños seguirán pisando zonas minadas sembradas por las FARC; algunos se cambiarán su brazalete por el del Ejército de Liberación Nacional (ELN), una guerrilla todavía activa y que, aunque se niega a iniciar un proceso de paz formal con el gobierno, decidió establecer un cese del fuego ofensivo en esta semana de “paz” y a nosotros, en la capital, desde la que somos ajenos a este conflicto desde hace años, nos seguirán robando el móvil por la calle y nos seguiremos exponiendo al peligro de recibir ácido en la cara.
Por eso, y a partir de este momento, comienza la cuesta arriba, el compromiso de los colombianos como Jairo que quieren cerrar sus heridas, controlar la rabia que la natural pasión latina les alimenta hacia el “eterno enemigo”, “el otro”, “el que me hiere”, “el guerrillero”, “el hijueputa malparido”.
Un posconflicto que durará, como poco 10 años. Supondrá, además, inversiones multimillonarias, que podrán dejar a Colombia a la voluntad de potencias internacionales como el Fondo Monetario Internacional a través del crédito en línea valorado en más de 11 mil millones de dólares.
Aunque fue un momento histórico para el país, para Jairo que no pudo contener las lágrimas y para mí, como novata periodista extranjera que conoce, como puede, el país de Gabriel García Márquez, queda por delante la ardua tarea de aceptar a quienes fueron asesinos como vecinos, compañeros de equipo de fútbol, empleados o yernos.
Hasta que Colombia no se encuentre con esa realidad, tampoco Jairo sabrá lo que «significa esto».
-Falsos positivos*: asesinato por parte de miembros del ejército a civiles inocentes (generalmente, campesinos) que se registraban como guerrilleros “dados de baja”. Las principales víctimas de un conflicto en el que no tenían parte por lado y lado, los que lo más desalmados llaman “daños colaterales de la guerra”.