Crimen sin castigo en el Caso Ruano
Blanca Usón//
Tardaron más de 20 años en sentar en el banquillo de los acusados a los supuestos culpables de la muerte del estudiante madrileño Enrique Ruano en 1969. Un asesinato silenciado por el poder franquista y denunciado a voces por el movimiento estudiantil en una España en pleno cambio.
Desde que lo arrestaron la tarde del 17 de enero, su protesta fue silenciada por completo. Y cuando llegaron las esperadas noticias, fueron las peores. El cadáver de Enrique Ruano Casanova, estudiante de Derecho de 21 años, yacía en el suelo del patio interior de uno de los edificios de la calle madrileña General Mola (actual Príncipe de Vergara). En el 7ºC tres inspectores, Francisco Luis Colino Hernanz, Celso Galván Abascal y Jesús Simón Cristóbal, de la Brigada Político-Social (BPS) observaban la escena por la barandilla de la escalera desde la que Ruano acababa de caer, siendo ellos los únicos testigos de la muerte del joven.
La BPS había orquestado la detención de Ruano y de otros tres estudiantes bajo el pretexto de arrojar propaganda política contra la dictadura, acusados de pertenecer al PCE aunque estaban afiliados al felipe, detenidos porque sí… Durante el arresto en Plaza Castilla, lugar donde solían reunirse para organizar sus reivindicaciones, la policía se había incautado de numerosos documentos y confiscado las llaves que les llevarían a aquel piso. Ávidos de información y ansiosos por servir al régimen, se llevaron a los jóvenes a los calabozos de Puerta de Sol donde serían sometidos a continuos interrogatorios. ¿De quién es el piso? ¿Quién vive ahí? Cualquiera de ellos pudo haber sido el elegido para acompañar a los inspectores pero solo Ruano lo hizo. En el edificio se ocultaban dos militantes vascos antifranquistas que huían del estado de excepción proclamado en Guipúzcoa el verano anterior. Habrían sido un buen regalo para la BPS, pero ya no los encontrarían ahí cuando llegaran. Quizá fue este el motivo que molestó a los inspectores y el que les llevó a forcejear con Ruano, si es que llegó a haber lucha.

Al día siguiente, no hubo diario español que no reprodujera con exactitud el contenido de la nota oficial publicada por la Dirección General de Seguridad (DGS), que rezaba:
“Sobre las 14 horas [del día 20 de enero de 1969] se tuvo conocimiento de que Enrique Ruano Casanova inopinadamente emprendió una corta carrera hacia la salida de la casa, e inmediatamente de ello, sin llegar a la escalera, se arrojó a un patio interior, falleciendo en el acto, ya que el piso corresponde a la séptima planta. Entre los documentos ocupados al finado figura una especie de diario, en el que refleja su idea obsesiva de suicidio relacionado, al parecer con algún disgusto con un amigo llamado Javier y algunas contrariedades con su novia.”
Todos los periódicos publicaron que Enrique Ruano se había suicidado, pero nadie corroboró dicha información. ¿Acaso iban a desmentir lo que desde arriba se les dictaba? Los tres inspectores que presenciaron la muerte del joven tenían un tesoro en el que apoyar el suicidio de Ruano, además de su propio testimonio: el hallazgo del supuesto diario. Un librillo donde desahogaba tendencias suicidas y culpabilidad; unas memorias que no eran más que unas notas personales que, por prescripción médica, había rellenado para hacer un seguimiento de la depresión que padecía desde hacía algunos meses; un falso diario que calumniaba la imagen del estudiante y que, sin embargo, consiguió engañar a muchos tras su publicación en el diario ABC días después del suceso.

La familia de Enrique esperaba vehemente su llegada a casa aun sabiendo que la espera se alargaba demasiado. Y quién llamó a la puerta al tercer día no fue el primogénito, sino aquellos que comunicarían que su hijo se había suicidado. También traían para ellos una orden de Ruiz Jarabo, entonces presidente del Tribunal Supremo, en la que se instaba a los familiares a no acercarse al Instituto Anatómico Forense de Madrid para evitar más muertes de estudiantes. Jamás se les permitiría ver el cadáver y tampoco realizar una segunda autopsia. Pero no iban a rendirse tan fácilmente. Primero dieron sepultura al estudiante en petit comité en el cementerio de San Isidro de Madrid; después, junto a varios abogados, denunciaron lo sucedido aunque, como cabía esperar, el proceso fue desestimado con rapidez. Ellos sabían que Enrique no se había quitado la vida y esperarían el momento adecuado para poder demostrarlo.
Para el régimen Ruano, además de suicida, era un traidor. Sin embargo, en las universidades no fue tan sencillo convencer a sus compañeros de ello, ni a los estudiantes que reivindicaban cada vez con más fuerza la necesidad de una democracia, ni a todos aquellos que colgaron crespones negros en memoria del difunto y salieron furiosos al campus a gritos de la consigna “a Enrique Ruano lo han asesinado”. Una movilización estudiantil que llevaba décadas activa y que esos días rugió indignada hasta paralizar prácticamente la vida académica.

Durante los días posteriores a la muerte de Ruano, los incidentes y manifestaciones de los universitarios fueron una señal de duelo y de protesta que tratarían de frenar con dureza. Y una de las maneras más fáciles de hacerlo era declarando el estado de excepción en todo el país, mecanismo que permitía al régimen anular todas aquellas leyes que creyesen convenientes para asegurar la “paz” del territorio. Como resultado, y durante los tres meses que duró el estado de excepción, la policía franquista detuvo y puso a disposición del Tribunal de Orden Público a cientos de estudiantes de diferentes universidades de toda España. Había que frenar el movimiento costase lo que costase e infundiendo miedo tenían la batalla ganada. ¿Quién aseguraba a los estudiantes que no iban a correr la misma suerte que Ruano? Después de esto la muerte de Enrique caería en el olvido aunque, claro está, no para todos.
Con la llegada de la Transición y un día antes de que prescribiese el caso de Enrique Ruano, el 19 de enero de 1989, Margarita Casanova –madre del estudiante– presentó un escrito en el Juzgado de Instrucción nº5 de Madrid en el que solicitaba la reapertura del sumario 6/69: el supuesto suicidio de su hijo. Nada de lo que aparecía en aquel expediente del 69 era consistente, bastó con la reconstrucción de los hechos para demostrar que Enrique no habría podido escapar de la minúscula habitación en la que se encontraba rodeado por los policías aquella noche del 20 de enero. Ya no había versión oficial, por fin aquella familia respiraba al poder probar que no había suicidio sino asesinato.

Siguiendo adelante con el caso, el juez instructor autorizó la exhumación del cadáver de Ruano, que tuvo lugar el 29 de enero de 1991. En el mismo lugar donde recogieron cuidadosamente los restos del estudiante, los forenses pudieron apreciar que un fragmento de la clavícula derecha había sido serrado limpiamente durante la primera autopsia que se le realizó para ocultar el disparo que había recibido y que pudo darle muerte.
La conclusión de los facultativos fue decisiva para sentar en el banquillo a los tres inspectores de la BPS. Los únicos testigos se convertían ahora en los acusados y, aunque las pruebas indicaban la posibilidad de que Ruano hubiese recibido un disparo, casi habían pasado veinte años y los informes no podían ser del todo fiables.
La mañana del 1 de julio de 1996 se celebró el último juicio. Los tres inspectores acusados se enfrentaban a una posible pena de 30 años de cárcel. Tras horas de testimonios e hipótesis sobre las posibles causas de la muerte de Ruano, la magistrada María José de la Vega Llanes, ponente de la sentencia, consideró probado que Enrique Ruano murió de un disparo de bala realizado por uno de los tres inspectores que presenciaron su muerte pero ninguno fue acusado pues, ¿quién fue el que disparó el arma? Los tres inspectores de la BPS fueron absueltos sin pagar por el crimen cometido. La familia de Enrique pudo limpiar, por fin, la memoria de su hijo y contar la historia real de su muerte y no aquella que pregonaron quienes temían la caída del régimen franquista.
Autora:
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![]() Cansada de bailar en el escenario de mi salón de Cáceres, viajé 700 kilómetros para intentar aprender a coreografiar palabras. Entusiasta de las historias olvidadas, busco recuperar los pasos de aquellos que no pueden evitar seguir el ritmo en cualquier lugar, ya sea al calor de los focos de la Ópera de París o ante el espejo de cualquier baño.
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Una crónica impactante; es importante no olvidar nuestra historia reciente y que no repitamos los errores de entonces. Que no haya más crímenes sin castigo. Muy bien narrada.
Me ha gustado mucho el artículo sobre Enrique Ruano.
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