De la Venus de Milo al urinario de Duchamp
Ignacio Pérez Ibáñez//
En Historia de la belleza, Umberto Eco y Girolamo de Michele analizan cómo ha cambiado la ideo de lo bello a lo largo de la historia occidental
Antigua Grecia, 450 antes de Cristo: Policleto de Argos presenta su Doríforo, la escultura de un joven cuyas proporciones se convierten en el canon de la representación corporal grecolatina. Nueva York. 1917: Marcel Duchamp presenta un urinario de porcelana blanca a la primera exposición de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York. ¿Qué busca con esta obra? Burlarse de los academicistas y demostrar que cualquier objeto, por muy mundano que sea, puede elevarseal nivel de una obra de arte si se sitúa en el contexto adecuado.
Entre una obra y otra distan más de 2.300 años. Veintitrés siglos a lo largo de los cuales la idea de lo bello ha cambiado radicalmente: de la belleza como cualidad encerrada dentro de las obras y sometida a proporciones inmutables se ha pasada a la “belleza democrática”, la belleza supeditada a la percepción del receptor y ajena a cualquier norma o límite.
¿Cómo se ha producido ese cambio? Esa es la pregunta que el experto en Semiótica y autor de El nombre de la rosa, Umberto Eco, y el ensayista Girolamo de Michele intentan responder a lo largo de la Historia de la belleza (Debolsillo, 2010). Un ensayo profusamente ilustrado y de marcado carácter divulgativo en el que los autores seleccionan las principales ideas de la belleza que, según su criterio, se han ido sucediendo a lo largo de la historia de Occidente, y les dan una explicación social, histórica y filosófica.
Ya en el prólogo, el semiólogo italiano advierte al lector de que no se encuentra ante una historia del arte, sino ante una historia de la belleza. Dos conceptos –arte y belleza– que el hombre occidental actual tiende a asociar y que, según Umberto Eco, no empezaron a imbricarse hasta finales del siglo XVI, con el despegue de la belleza artificial barroca. Hasta ese momento, los hombres de la Antigua Grecia, del Medievo y del Renacimiento habían reservado el término “bello” para la naturaleza y la palabra “arte” para designar a la imitación de la naturaleza, una práctica que alejaba al hombre de la verdad.
El primer capítulo del libro arranca con la imagen de un kourós, una estatua de la Grecia Arcaica que recrea el cuerpo de un muchacho. Todo en él es simétrico: sus ojos, sus labios, sus brazos. Una perfección hierática que, según Umberto Eco, esconde una de las mayores fobias del pensamiento grecolatino y medieval: el terror al infinito, al desorden, a todo aquello que no puede reducirse a un límite. Para los filósofos griegos, el mundo es un todo ordenado y gobernado por principios inmutables, y la belleza, en cuanto parte de ese todo, también debe estar regida por reglas, por cánones como el de Policleto.
Tampoco los pantocrátor medievales se libraron de la tiranía de los cánones. Pero, esta vez, esas proporciones no buscaban reproducir fielmente la realidad, sino materializar la simbología de las Sagradas Escrituras. El cuatro era el número de la creación: cuatro eran las fases de la luna, cuatro el número de puntos cardinales, cuatro las letras de “Adán”. Por lo tanto, la representación bella del hombre debía enmarcarse en un cuadrado: su altura debía coincidir con el largo de sus brazos extendidos.
No obstante, al ensayista Girolamo de Michelele atrae más otro rasgo del arte medieval: su colorido; los tonos brillantes empleados en las miniaturas; la luz que parece irradiar de lo propios objetos representados. ¿Qué ve el autor en estas miniaturas? Pues nada más y nada menos que una referencia a la teoría de las ideas neoplatónicas, un sistema filosófico que establece que todos, en mayor o menor medida, somos un reflejo degradado del Uno luminoso.
Finales del siglo XVI: Copérnico demuestra que la tierra no es el centro del universo; Kepler, que las órbitas de los cuerpos celestes no son circunferencias perfectas; y las guerras y la peste asolan Europa. El hombre renacentista se da cuenta de que el mundo no está hecho para él, y esa decepción influye en la concepción de la belleza: ya no vale la pena buscar el orden y la proporción –si el mundo no es perfecto, ¿cómo lo van a ser las obras de arte?–. Los cuadros se pueblan de oscuridad, de hombres retorciéndose de dolor, de cuerpos desproporcionados, de violencia… Entra en escena el Barroco.
Si la belleza renacentista apela a la mesura y la razón; el Barroco apuesta por todo lo contrario: busca el exceso, el éxtasis místico, la pasión. Y esa obsesión por la belleza trágica no hará más que aumentar a lo largo de los dos siglos siguientes –exceptuando el periodo neoclásico–. Para Umberto Eco, el cénit de esa concepción pasional de la belleza es la idea romántica de lo sublime: un cuadro bello debe despertar en el espectador la misma conciencia de la insignificancia que este experimentaría al observar una gran tormenta o un inmenso glacial.
Avanzamos hasta la segunda mitad del siglo XX, periodo que concentra algunas de las reflexiones más interesantes del libro. Toda obra de arte es susceptible de ser reproducida en serie y esto las convierte en mera mercancía, en meros productos de consumo. El arte ha caído de su pedestal y se le exige lo mismo que a los demás objetos: funcionalidad, que sea útil y económico. ¿Puede hacer el artista algo más aparte de plegarse a estas exigencias? Según Umberto Eco, sí: burlarse de ellas. Duchamp, por ejemplo, convierte una rueda de bicicleta en el objeto estrella de una exposición; Pollock emplea desechos en sus obras y los redime de su inutilidad; y Tinguely construye máquinas que no sirven para nada. La belleza para estos artistas es provocación, escándalo, cinismo; cualquier objeto, si se dota de un significado, puede ser una obra de arte.
Veintitrés siglo de belleza, 440 páginas para explicarlos y una sola conclusión: que es imposible dar una definición universal de lo bello. Lo único que podemos hacer, afirma Umberto Eco, es esperar pacientes y ver cómo, caprichosamente, el concepto va cambiando.
Umberto Eco, Girolamo de Michele. Historia de la belleza (Debolsillo). España, 2010. 440 páginas. 42,75 euros.
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