De San Fermín venimos…
Raquel Martínez Suso//
Pamplona se viste de rojo y blanco durante ocho días en los que el ritmo no decae
“Dicen las crónicas, que los primeros en desafiar las prohibiciones que impedían correr delante del ganado fueron los carniceros del Mercado de Santo Domingo. De ahí que en esta cuesta, la Cuesta de los Carniceros, fuera habitual verles correr con su particular indumentaria, sus mandarras blancas anudadas a al espalda y las camisas remangadas. Una de las teorías dice que, de ellos, proviene nuestro tradicional traje blanco”.
Esta inscripción se puede leer en el escaparate de la carnicería Jorge Fernández, situada en lo alto de la cuesta que enfilan los toros nada más explotar el cohete que da comienzo al encierro. Es entonces cuando los mozos corren como si les fuera la vida en ello; y es que les va la vida en ello. Una marea blanca y roja acompaña a los morlacos durante casi tres minutos frenéticos. Dicen que alcanzarlos es como intentar subirse a una locomotora en marcha; menos mal que la adrenalina ayuda.
Pero San Fermín es algo más que los encierros de los que todo el mundo ha oído hablar y cuyos orígenes han caído en el olvido.

Son unas fiestas no aptas para aquellos que no soportan las multitudes; tampoco para los que tengan un olfato fino; ni para los que no tengan ciertas aptitudes sociales: lidiar con un guiri ebrio no es tarea fácil. Y, aún así, parece ser que miles de personas reúnen estas tres características. Pasar dos días en Pamplona del 6 al 14 de julio puede ser una intensa experiencia. Y más si es fin de semana.
Llego a la capital navarra un viernes por la tarde, en pleno apogeo: solo quedan tres días para que los pamploneses canten el Pobre de mí. La estación de tren está a rebosar. Lo primero que hago es sacar el móvil y la cartera del bolsillo externo de la mochila para guardármelos en el bolsillo delantero del pantalón: tan solo un día después del comienzo de las fiestas ya se habían cometido 200 robos según el Diario de Navarra. No quería ser yo la que aumentara las cifras.
Las primeras horas pasan rápido: una vez vestida de un blanco impoluto y con el pañuelo atado al cuello, salgo a la calle con las que serán mis compañeras de aventuras. Afuera, nos fundimos con la multitud. Y lo digo casi literalmente, ya que todos vamos vestidos iguales. Solo nos falta un detalle en nuestra indumentaria: la faja. En nuestro caso, no emulamos la sangre que se derramó por el costado de San Fermín tras ser decapitado.
Primera parada: la Feria. En el Parque de la Runa están aposentadas un total de 81 atracciones. Las hay de todo tipo: desde el `Boomerang´ -que consiste en girar 360º una y otra vez –hasta el típico tren de la bruja. Además no faltan los tradicionales puestos de “La patata asada” o “El bingo”. Tras cenar en la Rochapea, vamos con el resto de la multitud a ver los fuegos. Son las 23:00 horas y la estación de buses, el lugar donde se suele ver este espectáculo, está a rebosar. Imposible pasar. El césped que se extiende hasta donde se lanzan los fuegos no da más de sí: miles de personas sentadas en corros esperan el primer cohete. Y pobre del que se levante: un aluvión de abucheos y silbidos caerá sobre él: es casi un ritual.

La pirotecnia de Castellón se gana el aplauso de la muchedumbre. “Increíbles”, “fantásticos” o “sin palabras” son los comentarios que se escuchan entre la gente. Y merecidos. De ahí a la plaza de los Fueros con un DJ que dice que pincha “música”; y a beber. Resumen de la noche: alcohol, bares y gente, mucha gente. Y así hasta el amanecer.
Segundo día. Esta vez toca hacer un poco de turismo, así que, tras echar una ojeada por los puestos plagados de bisutería, bolsos y, cómo no, ropa blanca y roja, nos dirigimos a la plaza de toros. Pero no entramos, la corrida está a punto de terminar y los asistentes se preparan para salir. Parece ser que se trata de un gran acontecimiento: lo llaman “la salida de las peñas” y nadie se lo quiere perder. O, al menos, esa es mi impresión. Cada vez hay más gente alrededor de la calle por donde pasarán las charangas y el agobio llega a su culmen. Franceses, ingleses, pamploneses y hasta un brasileño se intentan abrir hueco a base de empujones. “¿Pero no veis que no podéis pasar?” Nada. Ellos pasan. Tras casi una hora esperando, por fin, salen. Diría que sí, que mereció la pena; pero no. Si algo caracteriza esta marcha es, desde luego, la lentitud. Así que tras ver pasar cinco charangas, nos vamos de tapas. Nada mejor que llenar el estómago para animarse.
El estado del barrio de San Nicolás –la zona de bares – a las nueve y media de la noche se puede resumir en dos palabras: borrachos y extranjeros. Y aunque estos últimos se pueden incluir en el primer grupo, hay que destacar el primero: cincuentones que ya vislumbraban su sexto decenio y, envalentonados por el alcohol, se echan –literalmente- sobre las pocas jóvenes que pelean por alcanzar la barra el local. Todo un espectáculo, si tú no eres protagonista, claro; aunque el bocadillo de jamón y la cerveza del famoso bar La Mandarra merecen la pena.
Y, como la jornada anterior, a la estación de autobuses para ver los fuegos artificiales. Esta vez, el resultado de estos últimos es bien distinto: debido a “fallos técnicos” la mitad no explotan. Entre uno y otro: tres minutos de oscuridad; y de silbidos. Finalmente, tras quince minutos, las personas comienzan a levantarse. Y esta vez no hay abucheos. La pirotecnia de Murcia ha acabado; y sin ni siquiera tirar los tres fuegos que avisan del final de la misma. Vamos, un fiasco. Así que cambiamos de escenario. El cantante de pop Huecco es esa noche la estrella de la plaza de los Fueros. Con una calidad de sonido mediocre, anima a una muchedumbre que no deja un sitio libre en los alrededores. Una multitud que abarrota, horas más tarde, bares, calles y servicios. Pero no importa, es la última fiesta y hay que aprovechar, hasta que el cuerpo aguante.
Llega el domingo. Toca ruta turística con la mejor guía que se pueda encontrar: una pamplonica que lleva cincuenta años viviendo en la capital navarra. La anfitriona que nos ha acogido en su casa. Comenzamos realizando el recorrido del encierro. Subimos la Cuesta de los Carniceros, cruzamos la línea roja y nos fotografiamos en la curva de la Estafeta. En la plaza del Ayuntamiento, una sorpresa: las mulillas que arrastrarán horas más tarde el cuerpo sin vida del toro. Engalanadas con trenzas, collares y cascabeles, son los juguetes de los más pequeños, que se acercan cautelosos a tocarlos e, incluso, se suben a su grupa.

Para volver, recorremos las murallas. Parece que hayamos viajado al siglo XVIII, y es que no en vano la alcaldesa Barcina invirtió en la restauración y promoción de las mismas. Pero, en estos días, no te puedes asomar a contemplar el paisaje. El porqué da escalofríos: en los últimos quince años seis personas han fallecido al caerse desde lo alto de las murallas; todas en San Fermines. Nuestra guía particular lo recuerda vivamente: “venían aquí a descansar y se caían al vacío porque se quedaban dormidos encima de los muros”. Ahora, es el césped el que se viste de blanco y rojo.
Y hasta aquí un fin de semana en San Fermín. Cuarenta y ocho horas intensas. Toca volverse a la capital aragonesa. Pero, esta vez, con un pañuelo rojo anudado al cuello. Habrá que esperar trescientos sesenta y cinco días para sacarlo del armario.