Delitos y Cine: la Nouvelle Vague

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//

En esta ocasión agrupamos nuestras tres películas en torno a un movimiento francés de la década de los 60, clave en la renovación del cine, la Nouvelle Vague. La amplitud del movimiento no se limita solo a un cambio formal sino a una concepción integral del cine, cuyos frutos desplazarían la vanguardia del cine desde la Roma del neorrealismo a París.

Se introducen ideas como la «política de autor», donde el director recibe la categoría de artista y sus películas la de obras personales. Además, estos nuevos cineastas se caracterizan por una gran cultura cinematográfica, sobre todo gracias a la Cinémathèque française y a la mítica revista de crítica Cahiers du cinema. Algunos de los más conocidos han sido François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette, Alain Resnais o Eric Rohmer.

Por otra parte, se agilizan los medios de producción a través de pequeños equipos técnicos y grupos de trabajo, lo que permite adaptar el cine a presupuestos mucho más bajos que los corrientes en la época. Así mismo, la iluminación pasa a consistir en el reflejo de la luz en los techos y paredes, dando una luz suave que permite mayor libertad a los actores, lo cual queda lejos del laberinto de focos de los estudios de Hollywood y la correspondiente limitación de movimientos del actor. Estas nuevas condiciones, junto a los nuevos temas y formas abordados, repercuten en la realística del film y aportan una sensación de frescura y naturalidad que no había conocido hasta ahora el séptimo arte. Quizá la mejor forma de resumirlo es la frase que escribió Truffaut en 1957 en la citada revista: «El film de mañana será un acto de amor». Esto se traducirá en nuevas expresiones y, en definitiva, en un nuevo intimismo que pervive en el fondo de nuestro cine de autor actual.

Una mujer casada (Jean-Luc Godard, 1964)

Desde el mismo comienzo de la película, Godard avisa sin decir nada: “lo que vais a ver es la disección de la vida de una mujer, Charlotte”. Para ello, las primeras imágenes que aparecen son partes del cuerpo de Charlotte, aisladas en la pantalla. Una mano, la espalda, las piernas, el rostro… recibiendo caricias a su vez por un par de manos masculinas de las que se desconoce la procedencia hasta que, al fin, se ve la cara del hombre. Es su amante.

Poster "Una mujer casada"
Poster «Una mujer casada»

A partir de este momento Godard inicia un repaso de veinticuatro horas por la vida de esta joven mujer. Pero no es una historia lineal. La película está plagada de parones, fundidos en negro, insertos y breves espacios en los que cabe un pensamiento de corte filosófico, una consideración médica sobre el embarazo y una discusión acerca de por qué el presente es mucho mejor que el pasado. Mientras tanto, Charlotte viaja en taxi de una manera desconcertante, revisa unos anuncios de ropa interior y discute y juega con su marido, que no parece alguien malo ni violento, pero sí aburrido y ausente por culpa del trabajo. Vive además con un hijo que no es suyo —procedente de una relación anterior de su marido— al mismo tiempo que su amante le pide un hijo propio. Cuando Charlotte reciba la noticia de que está embarazada de tres meses no sabrá a quien señalar como el padre.

De esta forma, la película viaja constantemente entre un tono romántico y desencantado, la vida de esta mujer casada solo parece interesante en su aventura amorosa, pero ni en estas situaciones aparece el frenesí ni el éxtasis de la sexualidad, sino que los encuentros se producen en una habitación blanca con una cama de sábanas blancas y bajo un techo blanco, acercándose más a una especie de experiencia piadosa que al disfrute de los cuerpos. A Charlotte se la ve constantemente ausente, fría, en un mundo que se ha hecho enormemente grande y que Godard aprovecha para discutir acerca de la memoria y para homenajear a sus compañeros cineastas: Rossellini, Hitchcock y Resnais – cuya película, Hiroshima, mon amour, analizamos después de esta – entre otros.

En este sentido, el director parece más decantado a explorar cómo es el cosmos que rodea a la protagonista antes que mirarla directamente a ella. Quizás por eso en un momento en el que la cámara le enfoca de frente, Charlotte se ve obligada a hacer una defensa del presente porque es en ese momento cuando se la está viendo, cuando es ella misma y tiene voz para expresarse, cuando todo el mundo —el espectador— puede escucharla. Se crea así una doble vertiente dentro de la película: por un lado, las vicisitudes de Charlotte en su aventura amorosa y en su forma de encarar el futuro, por el otro, Godard, interesado en explorar con las capacidades de la imagen, con las consecuencias de descomponer una narración, con jugar con el propio cine.

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Fotograma de Una mujer casada 

El final, como no podía ser de otra forma, es repentino y triste. Tras quedar la protagonista y su amante en el Aeropuerto de Orly ambos comparten sus últimos momentos juntos antes de que él tenga que subirse al avión. En el momento que precede a la despedida ella llora y dice: “se acabó”. Acto seguido la pantalla se vuelve negra y aparece el letrero que anuncia que la película, y por tanto la historia de Charlotte, ha terminado.

Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959)

Seis años se cumplieron este mes de la muerte de Alain Resnais. Seis años desde que lo único que nos queda de uno de los grandes genios de la Nouvelle Vague es el revisionado de sus películas. Documentalista y cineasta, Alain se destacó muy pronto entre aquel grupo de artistas franceses. Pretendían dar batalla en cartelera a las superproducciones de Hollywood con el único recurso que tenían a su alcance: el estilo. Los cines se colmaron de películas de bajo presupuesto que pretendían, y de hecho lograron, revolucionar las técnicas estéticas y narrativas del medio. Libertinaje, introspección, amoralidad, provocación, tristeza, reinterpretación del blanco y negro, cronología no lineal… resulta muy complicado enumerar todas las características de un movimiento que sitúa en su eje principal la libertad del director sobre todo lo demás. La única norma universal que los unió realmente a todos fue la de romper con el cine tal y como se conocía hasta entonces, inventar un nuevo idioma para hablar al público, más sencillo y más bello. Todo este espíritu, toda la fuerza de este movimiento revolucionario, Alain Resnais lo vuelca sobre Hiroshima, mon amour.

Pese a tratarse de uno de sus primeros largometrajes, Hiroshima, mon amour no tardó en convertirse en un referente para la nueva corriente cinematográfica. Ya en sus primeros diez minutos de película, uno comprende enseguida que está ante un trabajo experimental e innovador. Terribles imágenes de las víctimas de la bomba atómica desfilan ante nuestro espíritu encogido mientras dos personajes, que aún no conocemos, discuten, en clave de poesía, sobre la memoria y el amor. De repente, nos transportamos a una habitación de hotel. En ella, dos amantes disfrutan en uno del otro. Una joven actriz francesa que ha viajado a Hiroshima para rodar una película se desliza entre sabanas junto a un arquitecto japonés que había conocido la noche anterior. Ambos, seres humanos heridos y martirizados durante la segunda guerra mundial, se verán ahora enfrentados a este amor que surge entre ellos, absurdo e imposible, cuando la joven actriz deba volver a Paris.

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Fotograma Hiroshima, mon amour 

He aquí dos temas predilectos en la filmografía de Alain Resnais: la psicología de la segunda guerra mundial y “l’amour fou”. Respecto al primero, Resnais nos presenta a dos personajes rotos por dentro. Gracias a esto, se establece enseguida un profundísimo vínculo entre ambos personajes. Ella perdió a su primer amor durante la guerra, una fatalidad que trajo consigo un penoso periplo social y sentimental y que terminó desembocando en un secreto inconfesable. Él, perdió a su familia y lucho en cruentas batallas. Del segundo punto, “l’amour fou”, solo cabe destacar el legendario encanto que provocaba en la Nouvelle Vague aquella idea, tan romántica y lesiva, del amor imposible, del amor loco y desenfrenado, del amor devastador. Ambos, pese a estar casados, lucharan desesperadamente contra su destino. Él, para que ella se quede. Ella, para evitar ser convencida.

A lo largo del metraje, apoyado casi únicamente en la belleza estética y en un dialogo sencillo y lirico, iremos indagando en el pasado, en los traumas y en los deseos de estos dos pobres y solitarios entes. La película resulta amarga, sí, pero hay algo muy puro latiendo en sus imágenes. No es sencillo explicar de qué se trata, una fuerza impulsora extraordinariamente hermosa que nos empuja constantemente a la sonrisa.

Con esta obra Alain Resnais demuestra de que pasta está hecho. No busca provocar, con su historia entorno a un adulterio, como sería el caso de directores menores. Resnais busca, ante todo, ser libre y crear un cine en libertad. Y por eso precisamente la película provoca al espectador. Porque la libertad, en cualquiera de sus formas, siempre resulta provocadora.

El rayo verde (Eric Rohmer, 1986)

Seleccionando este film, más tardío, buscamos arrojar luz sobre el impacto que tuvo la Nouvelle Vague en las generaciones posteriores. Muchas de las renovaciones formales que descubrimos en los films que comentamos en este artículo se integraron como parte habitual en los nuevos autores, y sobre todo pervivió el prurito de originalidad y frescura que desde Francia se extendió por toda Europa. Sin embargo, ya en los setenta, el movimiento como tal se disgrega y el director Eric Rohmer, protagonista del mismo y editor en la conocida revista Cahiers du cinema, afirmó tras rodar el rayo verde en 1986 que deploraba que «el entusiasmo de la Nouvelle Vague haya desaparecido, que las generaciones siguientes no hayan tomado los mismos riesgos, sino que hayan buscado integrarse rápidamente en los sistemas de producción. La combatividad de otros tiempos ha desaparecido«.

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Fotograma El rayo verde 

En cualquier caso, es este cine de autor, exigente y poético, en línea con toda su obra, el que encontramos en El rayo verde. La obra se enmarca como la quinta y penúltima de la serie Comedias y proverbios, y se abre con una cita de Rimbaud sobre la llegada del amor a los corazones. Siguiendo el estilo del director la narración se cumple sin énfasis ni grandes dramas: Delphine es una joven secretaria a la que su novio deja plantada justo antes de las vacaciones, de manera que intenta irse con sus amigas o conocer a alguien para no pasarlas sola. En base a este argumento en principio trivial Rohmer elabora un cuidado lenguaje plástico y narrativo. Por una parte, la iluminación es siempre realista, con luces suaves que permiten una mayor libertad de movimiento a los actores, lo cual facilita el desarrollo del medio expresivo más importante aquí: la interpretación. Se trata de una de las pocas veces que el director permitió la improvisación en el rodaje y consigue una expresividad natural que da vida a los diálogos más cotidianos.

A pesar de esta impresión realista el film no se puede calificar de objetivo, puesto que existen elementos de elaboración artificial e intencional por parte del autor. Es el caso por ejemplo del uso del color. La película se centra en su protagonista, en su sentimiento de vacío y soledad, y en este sentido los fondos verdes sobre los que destacan su chaqueta roja o su bolso rojo, señalan un significado consciente de los colores complementarios, que recuerdan al uso simbólico que les daba Antonioni en El desierto rojo. Además, tampoco existe un escenario fijo, sino que el espacio cambia durante todo el film durante la búsqueda incierta de Delphine. Ello, junto al simbolismo final del film como destino, lo alejan de un film enteramente objetivo y/o impresionista y lo acercan a una interpretación personal del autor sobre el viaje de su protagonista.

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Fotograma El rayo verde 

Finalmente es importante destacar la sugestión que emplea el film para mostrar el mundo interior de Delphine. Sirve una conversación trivial, en la que ella es la única que no come carne ni pescado y se trata de explicar, pero los demás no la comprenden, o la insistencia de sus amigas para que conozca a más gente, o simplemente su silencio mientras la cámara se centra en la conversación de los demás y ella queda fuera de campo, para que nos sintamos muy cercanos a la protagonista. Por ello no nos resulta nada sorprendentes, sino profundamente emotivos, los momentos en los que rompe a llorar.

Vemos de esta forma que el espíritu de la nouvelle vague se mantuvo fresco y renovador en Eric Rohmer, que dirigió esta película cuando contaba ya con 66 años.

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