Delitos y cine: tinta y luz

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//

Fue Jean Cocteau quien, un buen día, pronunció la frase: “Le cinéma, c’est l’écriture moderne dont l’encre est la lumiere”. En nuestra lengua castellana vendría a significar: “El cine es la escritura moderna cuya tinta es la luz”. No le faltaba razón, el medio escrito, que hasta el momento fue el principal y hegemónico sistema de contar historias, se veía repentinamente obligado a compartir su espacio cultural con aquel arte lactante.

Siguiendo esta lógica, y apreciando la similitud de funciones que ambos medios presentaban, no pasó mucho tiempo hasta que se tomó la decisión de permitir que el uno permeara en el otro. Los mismos relatos que durante lustros, décadas o milenios habían llegado a nuestras manos podían narrarse ahora de un modo completamente distinto.

Es sabido que las adaptaciones literarias no están libres de polémica. Todos nos hemos indignado alguna vez frente al brutal destrozo de algún magnífico libro por parte del séptimo arte o, por el contrario, nos ha sorprendido como de un texto pobre se ha rodado una gran película. Que le pregunten, por ejemplo, a Stephen King, que entra en ambas categorías. Como de destrozos no es grato hablar, hoy haremos un pequeño repaso por tres adaptaciones literarias que, respetando más o menos el texto original, merecen un puesto destacado en el mundo del cine.

El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986)

El nombre de la rosa es la más célebre de todas las obras de Umberto Eco. Recibiendo condecoraciones como el premio Strega y acumulando más quince millones de ejemplares vendidos, la novela histórica del filósofo italiano barrió el mundo, sumiendo a sus lectores en las intrincadas tramas policiacas y teológicas que despliega entre sus folios. El éxito fue tal que, apenas un año después de su publicación, ya se estaba fraguando la posibilidad de adaptar la obra a una película. Eco, aun sorprendido por el éxito de un relato que consideraba “difícil de digerir” para el gran público, se mostró reticente en un primer momento al proyecto, quería garantías de una adaptación digna. Podemos decir que lo consiguió.

Fotograma El nombre de la rosa

Entre los directores tanteados podemos mencionar a Roman Polanski o Martin Scrosesse, pero finalmente se seleccionó, y con gran acierto, a Jean-Jacques Annaud, que acababa de dirigir En busca del fuego, demostrando su compromiso con una supervisión histórica estricta en el proceso. La selección del actor principal fue más convulsa. Robert de Niro estuvo a punto de conseguir el papel, pero su visión del argumento, mucho más comercial de lo que buscaba Annaud, impidió que diera vida al protagonista. Entre otras ocurrencias, quería que la película se zanjase con un épico duelo, espada en mano, entre Guillermo de Baskerville y el inquisidor Bernardo Gui. Annaud intentó explicarle que el duelo sería más bien intelectual, pero ambos no se pusieron de acuerdo. De esta forma, quien encarnó finalmente al célebre franciscano fue Sean Connery, para horror de Eco, que no podía imaginarse al rostro de 007 encarnando a un racional y taimado monje medieval. Como en tantas otras ocasiones, Connery demostró estar muy por encima de su papel como agente secreto y dio perfecta vida al peculiar detective.

El aspecto histórico, fundamental tanto para Eco como para Annaud, fue, en lo estético al menos, meticulosamente cuidado. Los ropajes de los monjes fueron tejido a mano y con lana de oveja, los exteriores y los edificios fueron exhaustivamente acondicionados con el objetivo de asemejarlos lo más posible tanto a un genuino monasterio medieval como a la obra de Eco. Tal fue la devoción vertida en mantener el rigor histórico que cuando uno de los asesores señaló que las velas de cera no serían inventadas hasta cien años después de la época en la que se desarrolla la película, accedieron a sustituir las tres mil que ya habían colocado en el plató por lámparas de aceite.

Cuando finalmente se estrenó fue duramente recibida por la crítica. La novela de Eco había sido un éxito de tal magnitud que era inevitable que la película supiera a poco a los más puristas. Por suerte, entre el público y los festivales recibió una bienvenida más calurosa, que le permitió ser un éxito comercial y, hoy en día, una película de culto.

Centrándonos ya en el metraje, podríamos decir que es la mejor adaptación de entre todas las posibles. La tarea no era sencilla, cerca de quinientas páginas debían ser condensadas en dos horas y pico. Como suele ocurrir en estas ocasiones, no quedó más remedio que recurrir a sendos tijeretazos en el argumento. El libro de Eco, para quien no lo haya leído, es en definitiva un profundo debate teológico y político en el que franciscanos, dominicos y benedictinos dialogan y maquinan entre ellos en lo que resulta, probablemente, una fina analogía con la situación mundial del siglo XX. La trama policiaca y la investigación de Guillermo y Adso son más bien un recurso narrativo para guiar al lector por las complejas intrigas eclesiásticas de la época y sumirlo en un fino debate sobre las cualidades del bien, la opresión intelectual y la risa. Si Annaud en su film hubiera tenido que transmitir este mensaje en la misma magnitud que Eco en su libro, aun estaríamos viendo la dichosa película. Era inviable. La solución pasó por aligerar – mucho – la faceta filosófica de la narración y centrarse en la trama de muertes e intrigas en la abadía.

Fotograma El nombre de la rosa

Aun así, haciendo uso de un fino guion y una sugerente fotografía, el director consigue transmitir, al tiempo que nos narra los crímenes de la abadía, un mensaje similar al que Eco buscaba en su libro. Y esta es, en mi opinión, la grandeza de una adaptación literaria. Saber suplir aquellos aspectos de un libro irreproducibles en el cine con los aspectos del cine irreproducibles en un libro. Jugar con la imagen, el color, la banda sonora o las gesticulaciones de los actores. En definitiva, decir algo sin escribirlo o pronunciarlo con palabras. En este punto la película es potente, uno nota perfectamente como detrás de las intrigas y los asesinatos se está librando en realidad una cruenta batalla intelectual entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos – este último personaje, por cierto, es un atrevido homenaje a Jorge Luis Borges, dos ciegos que viven por y para los libros –.

Al margen de estos cambios y contrastes entre el escrito de Eco y la cámara de Annaud, podemos decir que la película es una magnífica obra que solo puede denostarse haciendo una comparación – un tanto injusta y absurda – con el libro que adapta. Fotografía, guion, ambientación e interpretaciones están en un nivel muy superior a lo que estamos normalmente acostumbrados. Resulta muy absorbente gracias a la agilidad con la que goza y a su enfoque más romántico y emocionante. Incluso diría, con miedo a estar pecando, que los personajes de Adso y Guillermo se benefician de una faceta más tierna y humana que la que presentan en el libro. La trama de Adso y la chica de la que se enamora, al margen de las libertades con las que fue adaptada, resulta más trascendental y, por su sencillez, nos hace empatizar más con ambos. Guillermo, gracias a la genial interpretación de Connery, resulta un personaje que inspira ternura y respeto a partes iguales. Un sabio, fiero valedor de la razón y, al mismo tiempo, afectuoso mentor de Adso. Estás carismáticas personalidades, al no estar diluidas en profundas reflexiones como en el libro de Eco, resultan más magnéticas para el espectador.

Finalmente, si has visto la película, léete el libro; y si te has leído el libro, ponte la película. Una y otra no solo no son excluyentes, sino que se comportan de forma perfectamente complementaria. Siempre debería recordarse que toda adaptación es, en cierta manera, una reinterpretación. Otra forma de contar una misma historia.

Todo está iluminado (Liev Schreiber, 2005)

Alex, un joven ucraniano aficionado al baile y devoto de Michael Jackson, comienza a escribir una historia bajo el título de Todo está iluminado. En ella narra la “muy rígida búsqueda” que durante unos días llevó a cabo junto a su abuelo, su perro y el americano Jonathan Safran Foer para encontrar el pueblo de Trachimbrod. Más allá de la anécdota, el viaje que todos los personajes atravesarán por igual se acabará convirtiendo en una reflexión sobre la memoria y el lugar que cada uno ocupa en el mundo.

Todo está iluminado fue una novela, publicada en 2002, que lanzó a la fama a su autor Jonathan Safran Foer. Él mismo se sitúa como protagonista de una aventura en Ucrania donde trata de encontrar a la mujer que salvó a su abuelo de los nazis, teniendo como única pista una fotografía en la que aparece su antepasado junto a una mujer supuestamente llamada Augustine. Ambos vivieron en el shtetl —asentamiento donde la mayoría de población era judía— de Trachimbrod, por entonces situado en Polonia, hasta que la guerra llegó y separó sus destinos para siempre. Para encontrar ese pueblo perdido contactará con Turismo Ancestral, una agencia de viajes encargada de llevar a quien lo desea a visitar los lugares en los que vivieron sus antepasados hebreos. Este negocio consta de un conductor, Alex, un anciano que se cree ciego y que odia a los judíos ricos, su perra guía llamada Sammy Davis Jr. Jr. —en honor al cantante favorito del viejo Alex— que sufre demencia y el nieto de Alex, también llamado Alex, que ejerce de traductor para Safran Foer y que será el que ponga la “muy rígida búsqueda” por escrito. En la novela, el autor alterna esta historia con el relato de la vida de sus antepasados de Trachimbrod, creando dos narraciones paralelas que poco a poco se van encontrando a pesar de estar separadas por cientos de años. La película, estrenada en 2005, obvia esta parte y decide permanecer pegada al viaje que realizarán a lo largo de Ucrania los cuatro personajes mencionados anteriormente, convirtiéndose en una suerte de road movie que avanza a través de los infinitos campos del país eslavo y que terminará cambiando para siempre la vida de sus protagonistas.

Todo está iluminado

Todo está iluminado es una película sincera y humana, donde cada momento no deja de ser un reflejo de la sensación de grandeza que esconde el recuerdo y el paso del tiempo, situando a las personas a su nivel justo, obviando su valor de permanencia en favor de lo material y lo tangible. Por eso el personaje de Safran Foer tiene una habitación de su hogar cubierta de bolsas zip con objetos que recuerdan a todos los miembros de su familia —desde preservativos usados a dentaduras— y durante el viaje continuará conservando desde un trozo de patata que ha caído al suelo hasta un puñado de tierra donde antes existía Trachimbrod. La explicación de este comportamiento la recibirá una vez haya conseguido acabar esa “rígida búsqueda”, cuando la única superviviente que queda con vida del viejo shtetl le diga que los objetos no están ahí por él, sino que él es el que está ahí por los objetos. Esta idea, que el autor puede desarrollar durante las casi cuatrocientas páginas de la novela, consigue transmitirse con la misma fuerza durante la hora y media que dura la película. Hay que reconocerle ese mérito.

El tiempo es, quizás, otro protagonista de esta historia en la que se aprecia a la perfección los efectos del pasado y cómo éste construye a los personajes. Dado que en el fondo toda la película gira entorno a un acto de recuperación y de memoria, es normal que el recuerdo invada al viejo Alex, que tras un día de gritar constantemente lo mucho que odia realizar este viaje, acabe diciéndole a su nieto que deben encontrar a Augustine, amparado por la oscuridad de una habitación de hotel. Y cómo no va a recordar Safran Foer, si su existencia se debe a que su abuelo pudo escapar del Holocausto y emigrar a América. Es difícil también querer olvidar durante un viaje que atraviesa Ucrania, donde se cruzan valles repletos de restos de la guerra o se circula alrededor de casas abandonadas por un incidente nuclear. No se puede dejar en el olvido que sesenta años antes un ejército quiso borrar a Trachimbrod del mapa junto con todos sus habitantes. Por eso da igual si Alex, el traductor, le pregunta a Jonathan si en Estados Unidos los homosexuales pueden ser contables, o si es Alex, el abuelo, el que vuelve a recordar algo que había querido olvidar. Da igual si unos obreros rurales se burlan de ellos por ser de Odessa cuando el abuelo ciego les había dicho que es la mejor ciudad para enamorarse y fundar una familia. Da igual si los nazis eliminaron a Trachimbrod del mapa o si hubo gente que siempre llevó al shtetl en su interior, negándose a olvidarlo. Es lo mismo, porque al final todo está iluminado por la luz del pasado.

El Valle de Abraham (Manoel de Oliveira, 1993)

En El Valle de Abraham Oliveira realiza una adaptación de Madame Bovary, de Flaubert. Agustina Bessa-Luis, una de las más reconocidas escritoras portuguesas del s.XX, fue la persona que le sugirió el tema, y el director aceptó si ella novelaba a su manera la tragedia de Emma, dando lugar a una novela también titulada El valle de Abraham. Por ello podemos afirmar que la película adapta la sombra de un mito. En este film ya encontramos los rasgos estilísticos más propios de Oliveira, conseguidos tras una larga e intensa reflexión durante el período de inactividad forzada al que se vio obligado durante la dictadura de Salazar desde 1932.

Muchas de sus películas están basadas en textos teatrales o literarios y se plantean las diferencias entre cine y literatura, muy presentes para Oliveira a la hora de fundir estos dos medios. Él mismo clamaba buscar un balance entre los cuatro pilares del cine: La imagen, la palabra, el sonido, y la música. En el caso que nos ocupa ahora la palabra tiene un peso elemental no sólo a través de los constantes diálogos (característicos de su etapa madura) sino también mediante una voz en off extremadamente cuidada. Esta preocupación por el lenguaje ya es aparente en otras de sus películas como Palabra y utopía.

Fotograma El valle de Abraham

Notable en esta adaptación de la novela de Bessa Luis al guión es que este último respeta las palabras una por una, sin modelar en ningún momento las frases que coge del original. Pocas veces habíamos visto en el cine un planteamiento de adaptación literaria tan atrevido por su fidelidad y con una ejecución tan eficaz, acaso tan solo en Diario de un cura rural de Bresson y en el Evangelio según san Mateo de Pier Paolo Pasolini.

Destacan también los planos austeros y sin movimiento de cámara. Algunos críticos han dado en comparar sus planos con un escenario donde los actores recitan lenta y marcadamente cada una de sus frases.

Por otra parte, el romanticismo de la novela se ve trasladado a la película de forma lírica con las constantes repeticiones de las piezas Clair de Lune de Debussy y Mondschein Sonata de Beethoven.

En cuanto al argumento, este mantiene el paralelismo entre ambas obras con bastante fidelidad. Carlos Paiva en el film corresponde a Charles Bovary como el médico viudo que será el primer marido de Emma y su villa en el valle de Abraham al hogar en el pueblo de Yonville donde Emma tendrá dos niñas (una en el caso de la novela) de la que en cualquier caso apenas cuidará. El resto de amantes también se asemejan entre las obras, aunque más libremente, prescindiendo de algunas historias como la tentativa frustrada de fuga con Rodolphe.  Sin embargo, es la semejanza entre las protagonistas de ambas novelas vertebra el film de Oliveira. De alguna forma la belleza de Emma es su tragedia y marca el abismo entre el deseo y el cumplimiento. Ambas buscan una vida más completa pero esta altura de su ilusión no se refleja en una realidad palpable, la cual transcurre en realidad sin una sola posibilidad de consuelo entre sus amantes y sus lujos (ambas contraen amplias deudas para su marido). La misma Emma en el film, después de comentar que el origen brahmán de la palabra rosa es la que se balancea y que por ello debería dejar de serlo cuando ya no la toca el viento, dice ante la pregunta por el sentido de esta afirmación: Yo no soy nada. Soy un estado de alma que se balancea. Así mismo, ya cerca del final del film, un amigo de Emma resume el alma de Bovary diciendo: El artista tiene una visión poética de las cosas y del mundo, y por eso sufre, sufre por el choque con la realidad.

Otra semejanza es que Emma en el film también pasa la adolescencia leyendo novelas, entre ellas la propia Madame Bovary, pero a su vez se rebela durante toda la película contra el apodo de «pequeña Bovary» y no entiende nunca que se le pueda comparar a ella. De alguna forma es cierto que la presentación de Emma en Flaubert muestra una aspiración más vana e ilusoria que la protagonista del film, a la cual Oliveira idealiza con su naturaleza demasiado refinada frente al mundo de mediocridad masculino que la rodea. Sin embargo, Vargas Llosa en su estudio La orgía perpetua afirma la legitimidad humana de las ambiciones de Emma Bovary, lo cual es una visión que acerca de nuevo a ambas protagonistas.

Una pequeña diferencia física entre ambas es la evidente cojera del personaje de Oliveira, que el narrador compara con la cojera que tendría el diablo para advertir a sus futuras víctimas. También de joven Emma solía posarse en la veranda de su padre frente a la carretera, lo que causaba múltiples accidentes.

En definitiva, nos encontramos ante una de las adaptaciones literarias más eficaces que ha visto la historia del cine, y ante quizá la cumbre del cine de un clásico como Manuel de Oliveira.

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