Donde la gula no es pecado
Ester Fernández García//
Llovía. Un viernes con lluvia invita a quedarse en casa, pero en el Norte las cosas funcionan de otra manera. El Bar Soriano no falla, no hay un solo fin de semana en el que encontrar un hueco en la barra sin tener que esquivar los platos llenos de champiñones saliendo del bar. Tiene una estética de taberna antigua, de las de barra de aluminio y decoración justa: poco más que una estantería donde descansan las copas y algunas botellas de vino. Al fondo, los champiñones se cocinan hacinados en una plancha industrial. El resultado es tan sencillo como exquisito: tres champis colocados uno encima del otro sobre una rebanada de pan que, junto con una pequeña gamba pelada, se sujetan con un palillo. Los clientes que no caben en la barra meten la cabeza por un pequeño ventanuco llamando a alguno de los camareros. Estos son ingleses y nadie les entendería detrás de la barra si no hubiesen abierto su mano señalando que quieren 5 champiñones. Cuando se lo sirven lanzan el billete esperando las vueltas, sea lo que sea.
Pero El Soriano es solo uno de los bares de la famosa Calle Laurel de Logroño. Dicen que todo el que va vuelve, aunque solo sea para conocer todos los bares en los que no entró la primera vez. Y es que en los escasos 200 metros de longitud que ocupa este rincón del centro de la capital riojana hay unos 65 bares y restaurantes. Un placer gastronómico que se ha ido expandiendo para ocupar también las aledañas Calle San Agustín, Travesía del Laurel y Calle Albornoz.

Al entrar por el Blanco y Negro hay una pequeña cuesta; quizás Logroño esté avisando de que aquello es poco menos que una bajada a los infiernos, porque ni la gula, ni el vino, ni la fiesta faltan nunca. Dicen que este es uno de los bares más antiguos y allí todo el mundo pide Matrimonios. Aunque la entrada del bar está bloqueada por una cuadrilla vestida de granjeros que se lleva a la vaca de despedida de soltero, el pincho no es una broma de los jóvenes, sino un bocatita de pimiento verde y anchoa.
Justo en frente hay otro bar cuyo aspecto indica que es de los que llevan toda la vida ahí. Es el jamonero Pata Negra. Tiene una barra en esquina y desde un extremo la comanda debe llegar a la cocina, que está en el otro. Lo hacen a voz en grito y en un idioma que solo ellos pueden entender: un grupo pide dos pulguitas de jamón con queso de tetilla, uno de jamón con tomate y dos de jamón ibérico, a lo que el camarero grita: “Dos. Uno tomate. Dos”. Al poco tiempo, la cuadrilla ya ha devorado sus bocadillos y empina el codo para saborear las últimas gotas de vino de sus copas para buscar un nuevo lugar donde llenar el estómago.

La tarea no parece difícil. Mires donde mires, hay bares cuyas entradas están llenas de carteles que pregonan la especialidad de la casa. Porque en La Laurel cada sitio tiene su pincho estrella, aunque la barra esté llena de otros tantos. Los granjeros ya han encontrado compañía, charlan y se ríen con otras chicas que también están de despedida de soltera mientras se lanzan retos: “No hay huevos a…”, “Dale un beso a ese señor”… Parece que es habitual terminar la soltería de bar en bar y de vino en vino porque las puertas de algunos bares rezan: “Prohibido despedidas de soltero”.
Las dos cuadrillas entran juntas al Letras del Laurel. Un bar moderno, tanto en su decoración como en sus pinchos. Los jóvenes piden lo más típico: piruletas de solomillo con salsa de setas. Pero sobre la barra está el “Oído Cocina”. Es una oreja de cochinillo crujiente sobre una salsa riojana. Seguramente las abuelas que llevan toda la vida cocinando orejas rebozadas o asadurilla en salsa riojana se echarían las manos a la cabeza, pero chefs más reconocidos de la región eligieron este pincho como el mejor de La Rioja 2017.
Aunque sigue lloviendo un poco, la gente está en la calle y no se ve ni un solo paraguas abierto. La mayoría de los bares tiene unas barricas que sirven de mesa, en las que las copas buscan su hueco. En una comparten espacio dos parejas que rondarán los 50 años con un grupo de jóvenes que se acaban de tropezar con otros amigos; y es que parece que La Laurel es el epicentro en el que todo el mundo se encuentra, a cada paso que das se ve gente saludándose para continuar después la ruta juntos.
Esta pandilla de treinteañeros siguen en el Paganos, donde piden 15 pinchos morunos. Por lo que se les entiende, son un grupo de forasteros acompañados de algunos amigos de Logroño, pues no hay riojano que no lleve a sus visitas a descubrir el encanto de La Laurel y así conseguir que vuelvan pronto. Uno de ellos pregunta con acento andaluz: “¿Que es ‘al sarmiento’?”; a lo que le responden: “los pinchos se asan sobre las brasas de las ramas de las cepas de las viñas”. “Asar al sarmiento es lo más riojano que hay, chiguito”, sentencia el camarero que les ha oído cuando les reparte los pinchos en mano.
El suelo de estas estrechas calles es muy peculiar. Entre los adoquines, el hierro va dibujando el trazado del río Ebro. Es una especie de homenaje, como el que Hollywood hace a sus estrellas en el Paseo de la Fama, y es que entre los meandros de hierro, el suelo de Logroño le dedica un hueco a los escudos de todas las poblaciones regadas por el Ebro.
La noche va acabando y ya toca dejar la Senda de los Elefantes. También la llaman así porque dicen las malas lenguas que todo el que entra, sale trompa. Pero allí nadie sale. Son las doce de la noche y la gente sigue entrando.