Dos rubias frente a un examen de conducir

Cristina Morte//

Es 2 de marzo de 2018. Llueve, hace frío y me enfrento al examen práctico de conducir. Como siempre, estoy nerviosa y nada preparada. Nunca me han gustado las habilidades prácticas y esta no va a ser menos. Además, tengo un miedo terrible al fracaso.

Van dos rubias en un coche un día lluvioso y… Y nada. No pretendo darles protagonismo a esos graciosísimos chistes que vinculan la inteligencia con el color de pelo. Pero he de reconocer que la escena de este viernes 2 de marzo es tan cómica como real. Cómica por las similitudes evidentes entre la chica que va a mi lado, en el asiento trasero del Renault Clio blanco, y yo misma. Mismo color de pelo –mismo número de tinte, me atrevería a aventurar– mismo nombre, misma tonalidad de jersey y mismos vaqueros negros. “Parecéis dos gemelas”, exclama Miguel, nuestro profesor, sacándome del ensimismamiento propio de las 8:30 de la mañana y corroborando lo que yo he pensado al verme reflejada en ella. Esbozo una sonrisa esperando que le sirva como respuesta a su afirmación. Mi gemela tampoco contesta verbalmente. Solo él parece tener ganas de hablar esta mañana. Es un hombre mayor, casi roza la sesentena, de baja estatura y complexión pequeña. Lleva cinco años trabajando en la autoescuela 4×4 –situada en el barrio zaragozano de La Almozara– y fue taxista durante diez años. Conducir forma parte de su vida e intenta que también sea parte de la de los demás. A veces lo consigue. Otras no.

30 minutos nos separan del centro de exámenes prácticos situado en la Carretera del Aeropuerto de Zaragoza. De repente, el asiento trasero del vehículo se vuelve incómodo. De repente, el nudo de mi estómago se transforma en lágrimas que brotan irremediablemente de mis ojos y que intento esconder mirando por la ventanilla. De repente, quiero estar en cualquier otro lado. De repente, me siento incapaz de enfrentarme a esta situación, para la que llevo preparándome 32 clases prácticas y medio riñón que he tenido que vender para poder pagarlas. Porque ese es otro tema, el elevadísimo precio de las autoescuelas. Aquellos lugares en los que las personas torpes siempre salimos mal paradas y con unos cuantos euros menos en nuestros bolsillos. Exactamente 890 euros menos, que era lo que costaba el pack que elegí y que incluía el derecho a ambos exámenes (teórico y práctico), la apertura del expediente, las tasas de tráfico, el libro con el temario de examen, la “L” de conductor novel y las 22 clases prácticas de 45 minutos cada una. 22 clases que se convirtieron en 32 y que sumaron 300 euros al desembolso inicial, lo que resultaba un total de 1190 euros invertidos en algo que, a priori, ni me gustaba ni me sentía capaz de controlar. Pero debía hacerlo. Me apunté a la autoescuela allá por septiembre de 2017 en un acto de superación. Realmente, nadie tenía esperanzas en mí. Yo tampoco las tenía. ¿Cómo una persona que no es capaz de coordinar su cuerpo iba a poder hacerlo con un coche? Resultaba estúpido. Pero, envalentonada por el pensamiento de “puedes hacer todo lo que te propongas” digno de la marca MrWonderful, superé el examen teórico y, con mucho esfuerzo y pocas ganas, había llegado hasta el día en que quizás una prueba podría clasificarme como conductora novel.

“Que nerviosa eres Cristina, joder”, la grave voz de Miguel irrumpe el silencio y mi tocaya me mira con expresión de no entender nada. Yo sí lo entiendo. Susurro un “ya” casi inapreciable e intento descubrir qué ha sido esta vez. “La pierna, que no la paras de mover”, contesta mi profesor. Otras veces, había sido la vertiginosa velocidad con la que las palabras salían de mi boca, resultando ininteligibles para la mayoría de los mortales. Durante los (eternos) 45 minutos de las clases prácticas, el cometido de Miguel se había basado en –además de gritar y utilizar una ironía demoledora para destacar mis “habilidades” en la conducción– asumir un rol de nutricionista que me instaba día tras día a dejar el café “porque no era bueno para mi forma de ser”. Pretendía que dejase la cafeína. Pretendía que, 21 años después, aprendiese a controlar una forma de ser que era ingobernable. Él creía que los nervios me traicionarían. Todos lo creían. Estaba sola ante el peligro.

Veo un cartel: “Centro de exámenes”. Hemos llegado. Miguel se baja del coche y yo me quedo con Cristina que, al contrario que yo, habla con un ritmo pausado y una voz fina y dulce. “Va a aprobar seguro”, pienso. La envidio por esa templanza que manifiesta. Hay seis coches, todos ellos con el nombre de la autoescuela a la que pertenecen, formando una línea horizontal. Miro a las personas que se van a presentar al examen. Todas rondan entre los 18 y los 25 años y tampoco parecen excesivamente nerviosas. A mí me tiemblan las manos mientras que otras las utilizan para fumarse un cigarro o hacerse un selfie. Parecen seguras y convencidas de que se irán con un aprobado a casa. De nuevo, me muero de envidia. A las 9:30 llega con paso firme y decidido el EXAMINADOR. Con mayúsculas porque, a pesar de las advertencias de Miguel sobre el mal humor y el estado de crispamiento de los examinadores de Tráfico en los últimos meses, la imagen de aquel hombre frente a mí me hace empequeñecer todavía más. No es alto y tampoco tiene una gran presencia física. Pero no le hace falta. La voz grave –casi de ultratumba–, unida a unas gafas Rayban con montura negra y cristales oscuros, que impiden totalmente que se vean sus ojos, hacen de él el Risto Mejide de los examinadores. Duro, infranqueable, opaco. Le saludo con mi mejor sonrisa pero no obtengo respuesta. Se monta a mi lado, en el asiento trasero del vehículo. Por suerte, mi doble conduce primero. Por suerte, aún puedo seguir respirando durante unos minutos más. “Señorita Escusa, pare aquí, ha finalizado su examen”, sentencia el examinador. Cristina para, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Ha suspendido, lo sabe, aunque nadie se lo haya dicho. Se ha subido a la acera, ha tardado más de dos minutos en aparcar, ha circulado en dirección prohibida y casi atropella a un peatón. Un examen fatídico y un duro golpe para ella. Porque confiaba en sí misma. Ella sí lo hacía.

Es mi turno. Me coloco en el asiento del conductor y respiro. Respiro hondo porque mi madre me ha dicho que funciona. Inspiro. Espiro. Pero solo quiero salir de aquí. Meto la llave en el contacto y piso con fuerza el embrague. Intento poner la primera marcha pero no puedo. Las manos me tiemblan y no responden a las órdenes de mi cerebro. Intento tener el positivismo –a veces vomitivo– de MrWonderful en la cabeza: “puedes hacerlo”. Meto la primera, muevo el coche 50 metros y se cala. El corazón me va a mil por hora. Vuelvo a intentarlo y hago que el coche se mueva sin pararse. “Diríjase usted a la izquierda”, me ordena el examinador. Señalizo con el intermitente izquierdo y, cuando estoy a punto de girar, me percato de que no se puede. Dirección prohibida. Satisfecha de no caer en la trampa del examinador, cambio al intermitente derecho. Estoy eufórica, me siento capaz de conseguirlo. Acelero para incorporarme al carril por la derecha pero un agudo pitido me sorprende y el coche se detiene sin que mi pie pise el freno. Me viene a la mente la conversación con Miguel hace unos escasos 30 minutos: “Si tengo que tocar mis pedales para evitar algún problema, se escuchará un ruido y estaréis automáticamente suspendidas. Espero que no pase eso”. Y yo. Yo también lo esperaba, lo esperaba con todas mis fuerzas pero mis plegarias no han sido atendidas. He hecho el STOP correctamente pero no me he dado cuenta de que venía un coche. Quizás sí que lo he visto. Ya no lo sé. Ahora más que nunca, solo quiero salir de aquí. Miguel me mira con el ceño fruncido y de mis labios solo se escapa un “mierda”, claro, conciso y pausado. El examinador no respeta mi momento de duelo y frustración y me pide que me dirija a la Estación Delicias. Lo odio por ser tan frío, por no hablar, por haberme tendido una trampa, por sus gafas y por su antipatía. Lo odio todavía más, cuando antes de salir del coche me dice “una lástima Cristina, después de tu error has hecho un examen perfecto”. Le sonrío, aunque no quiera. Como era de esperar, no me devuelve la sonrisa. Pienso en el error, ese error que ha cambiado el rumbo de mi examen.  Me siento ridícula, pero no me odio. Puede que ni siquiera odie al examinador, que después de salir del coche sin despedirse, deja un halo de alivio en el interior del vehículo. Mientras Miguel intenta animar a una desconsolada Cristina, me limito a mirar por la ventanilla y a disfrutar de la felicidad que me ocasiona que ese momento haya acabado. Ni rabia, ni tristeza, ni lamento. Nada. Oigo el murmullo de mi profesor de fondo pero no lo escucho. Llegamos a La Almozara, en un tiempo que pasa como un suspiro. “Yo pensaba que ibas a echarte a llorar, con lo que tú eres”, me dice Miguel con desdén al bajar del coche. Le falta añadir que soy hipersensible, hipernerviosa e hiperdramática y con un gran miedo al fracaso. En realidad, yo también lo pensaba. Pensaba que si me daban el suspenso, el mundo se derrumbaría y yo con él. Pero no lo hice. Después de los nervios acumulados, de las incesantes charlas sobre el tema con mi familia y mis amigas, de los vídeos en Youtube de: “Clase práctica 1. Aprende a conducir” y de las lágrimas derramadas hacía apenas una hora, ahora no necesito llorar.

No lo he conseguido, he fracasado y ni siquiera me siento mal por defraudar a MrWonderful. El día también parecía haberse dado cuenta de mi estado de ánimo y las nubes han dado paso a un sol radiante. “No se puede ser perfecta en todo”, contesto a Miguel con una gran sonrisa. No podía ni pretendía serlo.

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