Goodbye road
Elisa Navarro//
Una reflexión en 1000 palabras del COVID-19
Recomendada canción de lectura: Godbye road- Johnyswim.
Llegaba de Nicaragua con muchos propósitos pendientes al aterrizar en mi país. Sin embargo, pisaba de nuevo Madrid un 11 de marzo (ahora me doy cuenta de lo significativo de la fecha) y el rumor de la entrada del virus a nuestras fronteras dejaba de ser una sonatina para convertirse en una realidad que aumentaba como la pólvora conforme pasaban los días. Y es que una partícula minúscula estaba a punto de cambiar la vida del mundo entero. Fui una de las últimas en atravesar ciertas fronteras ahorrándome largos interrogatorios, ya que momentos después algunos países anunciaban que los españoles ya no podrían viajar libremente a ciertos países: El Salvador o EE.UU, entre otros. En cuestión de horas, iban a activarse todas las alarmas a nivel mundial con poca opción de retorno.
Y así, sin previo aviso y a la misma velocidad con la que parecía extenderse el virus, España se convertía en país non grato en muchas partes del mundo. Presionados por la naturaleza de esta situación, aterrizamos como pudimos nosotros, los españoles, al darnos cuenta de que nuestro pasaporte –que antes creíamos todopoderoso-, ya no tenía el mismo valor que antes. Sin duda, una forma de comprender mejor a las personas que cada día se juegan el pellejo por salvar sus vidas y atraviesan las fronteras con pasaportes que, al parecer, tampoco valen demasiado.
Seguro que el coronavirus pasará a la historia. Y tiene sus motivos. Es una de las primeras crisis contemporáneas que afecta o afectará a todos los países de la tierra. Un virus que aparentemente no tiene su origen en el dinero ni el poder, pero al que le rodea un halo de terror capaz de paralizar a países enteros. Irreversiblemente ligado al miedo a lo desconocido, a la incertidumbre ante el mañana.
Además, cambia también por completo nuestro modo de relacionarnos; una pandemia que limita los saludos con la gente que te cruzas por la calle -cuando vas a comprar, por supuesto-, que limita el tocarnos, el acercarnos, que prohíbe los abrazos con los más cercanos y, lo peor, que te hace estar alerta y en tensión ante cualquier circunstancia. Incluso en tu propia casa. Un virus que, de alguna manera, nos convierte en nuestros propios enemigos y en los enemigos de todos. Porque te hace temer de ti mismo y, por supuesto y sobre todo, del que te rodea.
Condicionado por unas normas rígidas de no contagio, el COVID-19 apuesta por el individualismo más estricto y nos prohíbe, por ejemplo, ir juntos a comprar, compartir un paseo o un viaje en coche. Todo lo que hagamos, por favor, que sea de uno en uno. Por eso, la nueva ola de solidaridad que parece haber resurgido con la crisis -potenciada por las mismas tecnologías que nos mantienen unidos de manera ficticia-, entramos en esa espiral peligrosa de la vida solitaria e individualista. Contigo pero sin ti.
Y una vez quebrado por completo el sistema social, lo que realmente asusta no es el virus en sí -que también- sino que se desmonte la sociedad en la que vivíamos y, que de repente, no podamos hacer todas aquellas cosas a las que nos habían acostumbrado.
Lo que peligra ahora es el confort en el que algunos buceamos. Y quizá esa posibilidad de que desaparezca o se vea quebrado aquello que recordábamos como cotidiano es la que en el fondo nos esté volviendo locos a todos, pues nadie puede asegurarnos que el mundo no se convierta en otra cosa -peor- de la que conocíamos.
Y ante este miedo generalizado solo se nos presenta un único refugio: nuestra propia casa. Un espacio que, de repente, se convierte en una especie de cárcel –segura, eso sí- donde te obligan a pasar tus horas. De la noche a la mañana. Estés enfermo o no. Sometidos a lo que nos cuentan, a lo que escuchamos. A la opinión abundante, ciega. Encerrados en unos pensamientos que, al no oxigenarse, giran constantemente en torno a una misma idea -la única que suena, en realidad-: el COVID-19.
Por eso y, hoy más que nunca, decimos adiós a la carretera (Godbye road), aquella que, en el pasado, nos permitía huir durante unas horas o días de la realidad en la que vivíamos. Esa metáfora tan utilizada en el arte que, por un momento, nos ayudaba a escapar de manera física y emocional de nuestros problemas.
Hoy, la única vía de escape está en un supermercado en el que cuesta olvidarse de la que nos está cayendo encima, pues lejos de los recordatorios por megafonía que te bombardean el pensamiento, unos guantes de plástico holgados te recuerdan a cada paso que podrías estar infectado o que, por el contrario, tus manos limpias y llenas de alcohol podrían impregnarse por el virus que otros trajeron. Una “vía de escape”, la de comprar, en la que rodeados del temor colectivo vuelves a casa con el deseo de no haber pisado la calle.
Y nos creíamos invencibles con una sociedad de confort que marchaba viento en popa y que era difícil, en apariencia, de quebrar. Por eso, resulta paradójico cómo algo tan pequeño e inesperado ha conseguido desestabilizarnos hasta tal punto. Hoy, escuchamos titulares tan surrealistas que hubiéramos creído inverosímiles hace tan solo unas semanas y es que nunca antes un concepto había penetrado con tanta fuerza a nivel mundial.
Eso sí, una crisis más alegre y llevadera con salud en el cuerpo, internet en el teléfono, comida en el armario y dinero en el bolsillo. Y si no, que le pregunten a aquellos que, aunque lo desearían, no pueden quedarse en casa, porque nunca la tuvieron y hoy, como ayer, viven en las calles de muchas ciudades de España.