La carne inmortal de Mary Wollstonecraft Shelley
Doscientos veintitrés años de su nacimiento
Carmen Velasco Rengel//
¿Qué hay en un apellido?
El 30 de agosto de 1797, en Londres, nació Mary Wollstonecraft Godwin. Después de casarse en 1816, cambiaría el apellido de su padre, Godwin, por el de su marido, Shelley, práctica común en las casadas de la mayoría de los países angloparlantes. No obstante, en un reconocimiento constante a su madre, firmaba sus cartas como Mary Wollstonecraft Shelley o con las iniciales MWS. Por eso, queremos utilizar este nombre para hablar de la autora de Frankenstein (en adelante también Mary o MWS) y así continuar con el homenaje que merece su madre, Mary Wollstonecraft, mujer libre y pensadora destacada, imprescindible en el pensamiento actual y en la reivindicación de los derechos de las mujeres.
La invención prodigiosa de MWS
La obra de Mary sigue alimentando nuestra cultura contemporánea, sobre todo, con la criatura fascinante que inventó en Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Ya no hay duda. La escritora, tanto tiempo olvidada como plagiada, debe estar en el canon de la literatura universal a la altura de las grandes figuras de todos los tiempos. La imaginación creativa que combina ciencia y ficción —y por extensión ciencias y humanidades— revoluciona todavía el arte de nuestro tiempo. El caos de restos humanos muertos que ensambla Victor Frankenstein es una metáfora extraordinaria de la fuerza primordial no humana, así como una teoría del ser que conecta con el futuro de la carne, con el presente continuo de la vida y con los terrores abismales del pasado. Aunque también ese caos de partes dispersas que finalmente constituirán un todo nos viene a hablar de su vida, de la creación de la propia novela y, en suma, del acto creativo. Como su álter ego, Mary ensambla palabras, cartas, estilos, materiales, abundancia de detalles y expresiones en la estrategia narrativa epistolar de su obra más conocida. De este modo lo expresó la propia autora en la introducción a la edición de Frankenstein de 1831: «La invención […] no consiste en crear de la nada, sino del caos».
La máscara de Mary
«Nunca me presenté a mí misma como la heroína de mis relatos», manifestó cuando tenía dieciocho años, como si su timidez de adolescente ilustrada tuviera que esconderse detrás de un personaje masculino e irresponsable.
La literatura utiliza todo el material disponible para que exista algo más que una ramplona realidad que no hace honor a su nombre. Para fabricar a un «ser» que concita los miedos más recónditos que siguen torturándonos —la soledad, la muerte, la desaparición como individuos y como especie—, la visionaria Mary altera una tradición que minimiza la capacidad creativa de las mujeres (que asimismo les atribuye una sensibilidad tan naif como medrosa) y aporta un mito universal. Por eso elige la prosa que le permite dar una cosmovisión del mundo e introducir discursos novedosos y desdeña el género lírico, lleno de sentimientos nobles, que goza de un gran prestigio en su época. De hecho, cuando Byron propone a sus cómplices del momento «¡Escribamos una historia de terror!» la famosa noche de junio del «año sin verano» de 1816, Mary se empeña en «pensar una historia… una historia que estuviera a la altura de aquellas que habían propiciado nuestro reto»; porque, añade con aparente ingenuidad, «[…] los ilustres poetas, aburridos con la llaneza de la prosa, muy pronto abandonaron una tarea que no les agradaba».
Tras la máscara de la ciencia y de la ficción, como ocurre también en su novela The Last Man (El último hombre, 1826), Mary impone un estilo que la diferenciara de sus colegas poetas y de las apreciaciones de Percy B. Shelley, quien la alentaba a dar una visión más optimista de la existencia. Ella tenía sus propias ideas sobre la literatura. También quería reivindicar y denunciar las desigualdades, como lo hiciera su madre. Conocía como nadie la persecución y los insultos que había recibido Wollstonecraft, y las críticas a su figura como filósofa habían sido públicas y notorias. Pongo algunos ejemplos. Circulan a través de los siglos unas ofensivas palabras (aprovechadas hoy en día como eslóganes feministas) atribuidas a Horace Walpole, quien llamó a Mary Wollstonecraft «hiena en enaguas» (hyena in petticoats). Encontramos documentos de otras muchas ofensas y acusaciones políticas, como el Poem (1798) de Richard Polwhele en The Unsex’d Females, que señalaba su condición de hembra sin sexo ni decoro (whom no decorum checks), además de hacerla responsable de traer las ideas políticas y filosóficas francesas radicales a la sociedad británica. En 1801, The Anti-Jacobin Review somete a escarnio a los progenitores de Mary al publicar, en su número 9, unos versos donde se los ridiculiza. A William Godwin por ser un sans-culottes, aludiendo tanto a la falta de «calzones» («calzonazos» en términos coloquiales), metáfora del hombre que se deja dominar por su pareja mujer, como al calzón aristocrático y a su vinculación con el movimiento popular de la Revolución Francesa. Mary Wollstonecraft fue acusada, entre otros agravios, de ser una usurping b—, una «usurpadora p—» («p… puntos suspensivos», decíamos de pequeñas para evitar palabras tabú como puta o perra). Véanse los versos completos:
«Then saw I mounted on a braying ass,/ Willian and Mary, sooth, a couple jolly;/ Who married note ye how it came to pass,/ Although each held that marriage was but folly?/ Her husband, sans-culottes, was melancholy,/ For Mary verily would wear the breeches—/ God help poor silly men from such usurping b—». (Entonces vi que montaban en un rebuzno de asno, / Willian y Mary, calmos, una pareja feliz;/ ¿se casaron sin darse cuenta de cómo había sucedido aquello, /aunque los dos supieran que ese matrimonio no era más que una estupidez?// Su esposo, sin calzones, estaba melancólico,/ Porque Mary, en verdad, se pondría los pantalones—/ Dios ayude a los hombres tontainas de tal usurpadora p—).
Mary ajusta las cuentas de igual manera con el movimiento literario del momento, el Romanticismo, valiéndose de la recurrente figura de Prometeo. No olvidemos que el título de la novela incluye un subtítulo, El moderno Prometeo —en la versión original el título completo es Frankenstein; or, The Modern Prometheus— y, por tanto, concibe su obra en la estela de la reutilización romántica del mito griego como una alternativa a la creación divina. Como es sabido, Goethe había compuesto su poema «Prometheus» en 1789; Beethoven su ballet Die Geschöpfe des Prometheus (Las criaturas de Prometeo) en 1801; y el propio marido de Mary estaba trabajando en un drama lírico en cuatro actos sobre la figura de Prometeo, Prometheus Unbound (Prometeo liberado), que publicaría en 1920 y cuyo manuscrito ella misma transcribió. Dicho de forma más banal, Mary estaba sin duda «en la pomada» de la época y estaba decidida a participar en esta corriente artística, interviniendo en contra de lo normativo (en un futuro no muy lejano Freud podría anotar su obstinación como síntoma de la «envidia de pene»). Estaba claro, Mary estaba decidida a «entrometerse» en un proceso creativo reservado a los varones.
En Frankenstein se mezcla lo clásico y lo nuevo. No sabemos si Mary tendría en su bagaje la mitología nórdica (concretamente a las valquirias —»las que eligen a los caídos en batalla»—), mujeres que «tejen la vida» y el destino de los hombres utilizando las vísceras como hilo. Lo que se puede afirmar es que conocía muy bien la Grecia antigua y, por tanto, que el hilo de la vida estaba en manos de las Moiras, las tres diosas del destino. Además, guardaba sin duda en su cartera literaria a las tres célebres brujas de Macbeth. De este modo, con su Prometeo teje un hechizo (to weave a spell) para el mundo, con todo lo que sabe y lo que no sabe; y «deletrea» su enorme cultura para servirla fría a los lectores de todos los tiempos (spell significa hechizo, maleficio; o también deletrear). El hilo discursivo con que «remienda» su relato es que la ciencia puede ser tan destructiva como constructiva, un pespunte invisible que llega hasta nuestros días con todo su vigor. Como señala Thomas Ligotti en La conspiración contra la especie humana (2015), estamos condenados a vivir o morir con arreglo al llamado Juramento de Frankenstein:»Nosotros, como protectores autorizados de la especie o miembros acreditados de la clase dirigente de la raza, por el poder que nos han concedido quienes desean sobrevivir y reproducirse, juramos hacer respetar la ficción de que la vida merece mantenerse y vivirse así se hunda el mundo o se produzcan daños cerebrales irreparables».
Frankenstein es del mismo modo resumen y punto final del Romanticismo. Pues si bien las figuras que simbolizan la rebeldía son prototipos de héroes románticos (Don Juan o el mismo Prometeo), esta «criatura» es el paradigma del alma romántica al ser ella misma una obra imperfecta, inefable, inacabada, torturada y abierta frente a la obra perfecta. Los costurones del monstruo son los signos de la originalidad, de lo diferente, de la nostalgia de la Creación. Sus cicatrices señalan, para decirlo con palabras de Fredric Jameson, «el misterio ontológico de algo que es y no es al mismo tiempo». Lo que no se puede nombrar no existe, o existe con una fuerza descomunal. Por eso, resulta desafortunado que la inclasificable Frankenstein sea incluida en el género de terror o de ciencia-ficción y no en el lugar que le corresponde en la Historia de la Literatura.
Como sabemos, la novela tuvo que ser publicada de manera anónima el 1 de enero de 1818, ya que los editores consideraban que no podía haber sido escrita por una mujer y, por consiguiente, se la atribuyeron al autor del prólogo, su marido. Hay que prestar mucha atención, la Historia de la Literatura tiene los pies de barro y debería estar servida junto con el plato caliente de la Historia de la Rumorología; porque la Historia también se escribe desde el rumor. No hay más que recordar otro gran mito del terror que inspiró la célebre reunión en Villa Diodati, «El Vampiro» («The Vampyre», 1819) del «pobre Polidori», como solía llamarlo Byron, prefigurando no solo el suicidio del autor, sino que durante mucho tiempo le fuera atribuido al «admirado» Lord (valga a su favor que él nunca se lo apropió).
Los peores monstruos son los que traemos con nosotras
«Para decir cómo es la vida, y cómo nos trata la suerte o el destino, solo podemos narrarla como un cuento», escribió Hannah Arendt en mayo de 1971. En efecto, Mary comenzó su historia como un cuento corto que, como ella misma dice, Percy apremió para que desarrollara. Y añade: «No le debo a mi marido la sugerencia de ningún episodio, ni siquiera una guía en las emociones; y, sin embargo, si no hubiera sido por su estímulo, esta historia no hubiera adquirido la forma con la cual se presentó al mundo».
Cuando la escritora paseó su manuscrito por los despachos de los pasmados editores, podemos suponer que obtuvo respuestas semejantes a la que recibió, más de un siglo después, la artista americana Judy Chicago cuando enseñaba sus obras: «Chica, tienes que decidir si deseas ser una mujer o una artista». El problema era que lo primero no lo podía elegir, así que eligieron por ella y dieron por sentado que la obra era de su marido. Algunos críticos que conocían la verdad de la autoría atribuyeron los defectos de la novela precisamente a que había sido escrita por una mujer. Como señalan los editores de la excelente edición del bicentenario de Frankenstein, en la crítica del British Critic se escribió lo siguiente: «El autor es, tenemos entendido, una mujer; eso supone un agravante de lo que es el mayor error de la novela; pero si la autora puede olvidarse de la delicadeza de su sexo, no hay razones para que nosotros la recordemos; y por tanto despachemos esta novela sin más comentarios».
A comienzos del XIX se consideraba una obscenidad cualquier manifestación femenina no apegada a la «manera apropiada según sus obligaciones y sexo». Las mujeres no solo eran el sexo opuesto, sino que estaban habitadas por él y, por tanto, la fertilidad y la maternidad eran una de estas obligaciones, o más bien la «Obligación». Acostumbrada a ser habitada por ese «Otro» y, no obstante, por un potencial creativo extraordinario, Mary se encontró con una paradoja inseparable y optó tanto por «el camino torcido» de la escritura como por el «recto camino» de la maternidad y, por ende, del cuerpo y de la vida.
Es así como Frankenstein se convierte en una lente a través de la cual miramos en el yo «encarnado» de Mary y viceversa. «Uno de los fenómenos que más me atraía era el de la estructura del cuerpo humano y la de cualquier ser vivo», explica Victor en el capítulo 3. El período en el que ella escribe la novela, desde el otoño de 1816 hasta diciembre de 1817, está lleno de «cambios intensamente corporales». Por un lado, los nacimientos de su tercera hija, Clara, y de Alba (más tarde Allegra), hija de su hermanastra Claire Clairmont —de la que hubo dudas sobre si había mantenido relaciones con Percy e incluso si había tenido una hija de él después—; por otro, las muertes —los suicidios de su hermana Fanny, y de la primera esposa de Percy, Harriet—. La criatura de MWS es la expresión de la presciencia del círculo vicioso de la vida, del «cuerpo posparto» en su propio nacimiento y en sus propios partos y abortos espontáneos, el cansancio de la lactancia, la dificultad de dar vida a una prole «humana» a tiempo completo. La autora sabía que la creación de la vida y la escritura no son más que dos caras de la misma moneda, una visión inevitable de su existencia como mujer.
Re-visión de Frankenstein…
«Re-visión, el acto de mirar atrás y ver los ojos nuevos, entrar en un viejo texto desde una nueva revisión crítica […], es para las mujeres algo más que un capítulo de la historia cultural: es un acto de supervivencia». Sigo estas palabras memorables de Adrienne Rich en cuanto a plantear que el relato de Mary no solo habla de lo monstruoso, sino de la irresponsabilidad. En realidad, el verdadero monstruo es Victor Frankenstein. Por tanto, el desplazamiento semántico del apellido del creador a su criatura (sin nombre) que se ha producido en estos más de dos siglos es un acto de justicia, una venganza del tiempo; puesto que su creador lo ha privado de lo esencial para cualquier criatura humana: un nombre que lo individualice y le permita ser designado por los demás.
Visto de este modo, la posición ética de Victor sería bastante lamentable; su necesidad apremiante de crear un ser para abandonarlo en el vacío, en la nada, sin darle siquiera la posibilidad de compañía, de socializarse, es de un egoísmo inhumano. En la novela encontramos a un «engendro» más humano que el humano creador. Más sensitivo, más empático, más reflexivo: «Yo tenía el corazón sensible al amor y a la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar», le confiesa la criatura al final al capitán Walton, después de haber matado a la persona que le dio vida.
Se puede mantener en consecuencia que Mary ajusta las cuentas con la naturaleza masculina mediante Victor Frankenstein. Aparte del subtítulo, y por tanto de la relación que mantiene con el robo del fuego de Prometeo y el posterior castigo, no es casual la cita del Paraíso perdido de Milton que ella pone al comienzo novela:
«Did I request thee, Maker, from my clay/ To mould me man? Did I solicit thee/ From darkness to promote me?» (¿Te pedí acaso, Hacedor, de mi arcilla/ que me transformaras en hombre? ¿Te solicité /de las tinieblas para animarme?).
El fracaso de la creación de Victor es el fracaso del hombre y, por ende, del Hacedor. En definitiva, el fracaso de la Creación del Mundo. En este sentido, resultan significativas las aclaraciones de la autora en el prefacio a la obra: «Las opiniones que se derivan del carácter y la situación del héroe de ningún modo pueden concebirse siempre como convicciones personales mías; ni debe extraerse honradamente ninguna conclusión de las siguientes páginas como tesis de ninguna doctrina filosófica de ningún tipo».
Naturalmente, la dificultad de la construcción del «yo» de una mujer inteligente y lúcida en el siglo XIX no es un asunto trivial. Y más teniendo en cuenta que Mary fue educada a contracorriente por librepensadores con opiniones muy claras acerca de la igualdad de la mujer, además de haberse casado con un ateo partidario del amor libre. Por eso, dada la situación de esquizofrenia social y complejidad en la que estaba inmersa, la estrategia de escribir una «historia de terror» al comienzo de su carrera no le pudo venir mejor como escritora. El hombre que «fabrica» una criatura monstruosa es una de las ficciones más brillantes de la historia y la alegoría más ingeniosa del fracaso de Dios y de la Humanidad. La venganza que conlleva ese delirio constituye la mejor respuesta a las preguntas que se viene haciendo la criatura humana; entre ellas, qué significa ser «humano». El pobre «ser» de la novela no acaba de entender del todo el designio de sus días en la tierra ni los motivos que pudo tener su creador para darle la vida, y lo expresa con patetismo:
¿Y que era yo? Ignoraba todo respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie que se pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha sobre la Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?
Después de esta lectura y por lo que conocemos de su vida, podemos ir vislumbrando algunas de las preguntas más íntimas y de las preocupaciones más profundas de la autora de Frankenstein. ¿Y si daba a luz a un monstruo? ¿Podría llegar a desear matar a su propio bebé? ¿Quién cuidaría de su hijo si ella desapareciera? Cuestiones, entre otras, que una mujer de hoy día del mismo modo se puede plantear. Aunque se pueda discutir, la novela podría estar explorando lo que ocurre cuando un hombre intenta engendrar un hijo sin una mujer: Victor Frankenstein abandona inmediatamente a su criatura, y esa criatura abandonada y no amada se convierte en monstruo, un monstruo vengativo y cruento.
He aquí una interpretación posible. Un hombre nunca se responsabiliza de sus actos; por tanto, no está preparado para cuidar de la prole ni prometer un futuro feliz. No en vano, El último hombre comienza igualmente con una cita del Paraíso perdido de Milton: «Let no man seek/ Henceforth to be foretold what shall befall/ Him or his children». (Que ningún hombre busque/ de ahora en adelante predecir lo que le sucederá/ a él o a sus hijos.), advirtiendo sobre el porvenir. Esta novela apocalíptica fue duramente criticada y permaneció casi en el anonimato hasta la década de los sesenta del siglo pasado. La obra relata la vida del único hombre vivo al final del siglo XXI en un mundo devastado por una plaga y esto la convierte en un documento de rabiosa actualidad, así como un inquietante reto al pensamiento humanista occidental.
… del fantasma de Mary
«[…] tú solo obtendrás un relato de mi fantasma, no de mi origen», explica Judith Butler al comienzo de Los sentidos del sujeto (2016). El fantasma de MWS sigue recorriendo el espacio y el tiempo. El «Monstruo» se lo ha tragado casi todo, incluyendo a la autora. Ahora la pregunta inevitable sería qué es lo que en realidad hemos leído en Frankenstein. Cuando oímos ese nombre imaginamos una especie de gigante humanoide lleno de cicatrices con cabeza cuadrada y clavos en el cuello, que anda torpemente a rígidas zancadas, con los brazos extendidos, y nos persigue. Él es exceso y resto. Un ser imposible inventado por una mujer fantástica. La cultura popular convierte en espectáculo todo lo que toca y les ha rendido homenajes sin precedentes tanto a él y como a su creadora. Pongamos como ejemplo Terminator 2: el juicio final (James Cameron, 1991) donde ambos se dan cita como referencias fantasmáticas: el robot sobrehumano interpretado por Arnold Schwarzenegger que destruye el chip del ordenador y salva Los Ángeles el día anterior al cumpleaños ducentésimo de Mary, el 29 de agosto de 1997.
Poética Inmortal
Al final de Frankenstein, el gélido Ártico nos hace tiritar de miedo y de abatimiento. Un témpano de hielo atraviesa el cuerpo de la criatura como una epifanía frígida del porvenir. Nuestra vida es un secreto demasiado terrible para ser conocido, parece sugerir Mary. Pero su relato nos sigue fascinando; nos permite acercarnos todavía al significado de lo humano, de los dramas vitales de la maternidad, la paternidad y la familia; del aislamiento, la venganza y las consecuencias de nuestros actos. Es una Poética Inmortal que habla de los límites de la Humanidad y de sus sueños. Aunque queda más por conocer, mucho más. Otras «re-visiones» de las obras de MWS (novelas como Mathilda, Valperga, Lodore, Perkin Warbeck o Falkner) nos ayudarán a ilustrar nuestra conciencia con la inagotable fuerza creativa de esta mujer excepcional.
Volveremos a hablar de todo ello. Mary Wollstonecraft Shelley seguirá cumpliendo años.