Copenhague respira diferente

Laura Hevia//

 

Como un soplo de aire fresco. Así es Copenhague. La confirmación de que otro modo de hacer las cosas, y de vivirlas, es posible. La seguridad de que al dejarlo atrás, se esconderán en la maleta unas ganas locas de volver, de recuperar la calidez de ese sol que, aunque tímido, se encarga de alargar al máximo cada uno de los días en esta época del año.

Copenhague no busca deslumbrar con grandes monumentos u ostentosas obras arquitectónicas. No quiere que la atención se desvíe de lo que realmente importa, apuesta por que quienes paseen por sus calles sean capaces de respirar esa sensación de calma. Sí, algo así como el «no te preocupes, todo está bien» que, a veces, todo el mundo necesita. Dicen que es una de las mejores ciudades para vivir. Quizá sea por su filosofía de vida, ese «Hygge» del que algunos expertos hablan. Un término que no tiene traducción en castellano, pero que vendría a ser el hecho de poner el foco en aquello que te hace feliz, en las pequeñas cosas que conforman la vida.

Nyhavn

Pensar en Copenhague es evocar la imagen de Nyhavn. Un canal que desprende historia, colores y fantasía y que además copa la mayoría de postales que puedes encontrar en las tiendas de souvenirs. Este barrio ha acogido en sus entrañas desde las idas y venidas de marineros hasta algunos de los grandes relatos que, a día de hoy, aún perviven y que han acompañado a cientos de miles de personas a lo largo de su vida. De hecho, si prestas atención, entre las fachadas rosas, añiles y amarillas, también las hay blancas. ¿Y qué tiene eso de especial? Pues que una de ellas, en concreto la número 67, fue la residencia durante algunas décadas del padre de grandes cuentos como La Sirenita o La Cerillera. Home sweet Home, Hans Christian Andersen.

La mayoría de cuentos de Andersen no acaban precisamente bien. El danés usaba su imaginación para denunciar el peligro de situaciones reales o, simplemente, para demostrar que la vida no siempre se compone de finales felices. ¿Recuerdan a Ariel? Walt Disney maquilló su final y lo tornó feliz, lástima que en la historia original acabara convertida en espuma de mar.

Como este, más de una decena de cuentos forjan los cimientos de un pequeño museo que la capital danesa alberga sobre la obra y vida del autor junto al ayuntamiento. No obstante, aunque el edificio rebose magia, la verdadera la encontré al otro lado de la plaza principal. Con un libro entre sus manos, y la chistera como seña de identidad, descubrí la estatua de Andersen evitando mi mirada. Sus ojos me guiaban hacia la derecha, donde se encuentra la entrada al parque de atracciones más antiguo de Europa: Tivoli. Y, una vez más, por muy poco tiempo que llevase en esa ciudad, creí en cuentos, casualidades y no supe negar aquella invitación.

Tivoli

— Good afternoon

Solo sonreí. Estaba demasiado ocupada analizando aquel lugar como para contestar. Puestos llenos de azúcar, de colores pastel, gritos de júbilo y alguno de terror. Hamacas. El parque tiene un pulmón verde del que saca el aire para respirar, una zona de césped en la que cinco hamacas a rayas rojas y blancas piden a gritos que te dejes caer y disfrutes del espectáculo. Porque frente a ti se alza un escenario. Así descubrí que, para mi sorpresa, las atracciones eran lo que menos importaba. Tivoli está hecho de detalles más valiosos como el sabor de aquellas piruletas que fabricaron ante mis ojos, la posibilidad de bailar en un kiosco junto al lago aunque la música casi no sonara o las mil y una risas que amortiguaban la lluvia que comenzaba a caer. Tivoli es sinónimo de buen rato, hice bien en dejarme a aconsejar por Hans Andersen.

“Borg” en danés significa castillo

Pasear por Copenhague es revivir la historia de su monarquía. Son dos los edificios que, de forma más o menos ostentosa, descubren al visitante donde se concentra el poder. Christianborg es el último de los castillos que se construyó en el islote de Slotsholmen. Sí, el último. Porque tuvo dos antecesores en el mismo espacio. Hoy, sede del Parlamento danés, oficina del primer ministro y del Supremo tribunal; hace unos años, solo cenizas. El fuego se cebó con la que fuera la residencia de la familia real danesa en hasta dos ocasiones, dejando solo su esqueleto, que, por cierto, escaleras abajo está abierto al público.

Como sustituto se creó Amalienborg. Inicialmente, era un proyecto que buscaba construir cuatro edificios para cuatro familias de nobles. Luego, uno de ellos tuvo que convertirse en la residencia real. El fuego propició el traslado a esta nueva sede que, si se busca un adjetivo que la defina, es rococó. Al menos la parte visible no conoce lo que es un hueco vacío. Cuanto más ornamento tenga una silla, mejor; cuantos más cuadros haya en una pared de dimensiones pequeñas, también mejor.

Kronborg

Sin embargo, los amantes de los castillos deben saber que no encontrarán en esta ciudad lo que andan buscando. Y no porque estos no estén a la altura, sino porque, algo más al norte, Dinamarca esconde la sensación de viajar al pasado y brinda la oportunidad de entrar de lleno en la historia.

Todo el mundo es capaz de reaccionar de una u otra forma al escuchar Hamlet; la mayoría atina a levantar la mano y entonar el famoso “ser o no ser…”. Kronborg te permite formar parte de la leyenda porque William Shakespeare se inspiró en este lugar para escribir su obra por antonomasia. Se trata de un palacio situado en la ciudad portuaria de Elsinor que, entre otras cosas, te permite ver Suecia si el sol está de tu lado y encuentras la fuerza para subir 145 estrechos escalones en caracol.

Lejos de un estilo rococó y apabullante, este castillo es casi austero. Salas grandes y prácticamente vacías. También engañosas, unidas por pasillos que desorientan y conducen de un lado al otro del palacio sin que apenas puedas darte cuenta.

Y luego the casemates. Un auténtico zig zag de pasillos subterráneos, sin apenas iluminación y con piedra por suelo. Un escenario donde aún se perciben las ganas de salir de los que allí permanecieron encerrados, atados con grilletes a la pared. Cuenta la leyenda que el espíritu de un guerrero de piedra —Holger Danske— aún vive en las entrañas de Kronborg y que despertará de su letargo si algún día su país lo necesita.

Fredericksborg

De la ciudad de Elsinor a la de Hillerod y, en concreto, al castillo más grande de Escandinavia. Es la versión danesa del mismísimo Versailles: jardines infinitos, laberintos sacados de cuento y un gran lago que rodea este fuerte con cientos de historias que contar. Sí, cientos. Porque entrar en Fredericksborg es darse de bruces con la vida de la nobleza, sus retratos copan las paredes, sus pertenencias llenan estanterías en las que no coge ni un solo elemento más. Salas donde la mesa lleva puesta demasiados años y el polvo se agolpa en habitaciones donde se tomaron grandes decisiones sobre el futuro del país. También unas ganas locas de bailar, porque las grandes dimensiones del salón del trono lo piden a gritos.

Su seña de identidad

Copenhague enseña que otro modo de vivir es posible. Dicen que no es bueno apostar por primeras impresiones, pero aterrizar en Dinamarca es comprender que la convivencia no es tan compleja como la pintan, que el respeto y la confianza permiten que la vida fluya sin problemas. La capital danesa te lleva de la mano por sus calles, algunas tan largas que olvidas cuando comenzaste andar. Strøget, por ejemplo, es la calle peatonal más larga de Europa y la arteria principal de la ciudad.

Copenhague también te sumerge en sus canales, te muestra sus casas barco y su barrio más libre, Christiania, donde las leyes las crean quienes allí se agrupan.

Es una ciudad con alma, discreta y acogedora. Siempre custodiada por ella, por la mujer más fotografiada de Dinamarca. Decirle adiós a Copenhague es despedirse de la pequeña sirena que, postrada en su roca, vela por la ciudad.

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