Delitos y cine: La sombra de un coloso
Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//
El pasado mes de febrero se cumplía el aniversario del nacimiento de un genio poeta, de un mentiroso alcohólico y de un hombre sensible. De un cineasta, en definitiva, cuyo nombre sigue resonando en la historia del séptimo arte como una figura mítica difícil de alcanzar: John Ford.
John Martin Feeney, —su nombre real— nació en 1894 en el seno de una familia humilde de inmigrantes irlandeses, un origen que apenas podía proporcionar alguna pista para creer que casi cincuenta años después de su muerte se continuaría estudiando y aplaudiendo una carrera cinematográfica que cuenta con más de 140 títulos —y otros tantos perdidos de los que no se tiene constancia— que le acabarían situando como uno de los principales nombres dentro del cine norteamericano.
La carrera de Ford como director de cine comenzó un poco por casualidad, participando como asistente de su hermano Francis hasta que una indisposición quiso que el joven John le sustituyera detrás de la cámara. Su buen hacer y su manera rápida de rodar, que contentaba enormemente a los productores, hizo que continuara trabajando hasta adquirir un nombre propio dentro de la industria. Y es que en los rodajes el cineasta se mostraba como una persona pragmática, filmando casi siempre todo a la primera toma, lo que hacía que la película llegara a la sala de montaje prácticamente editada. Esto, que podría parecer una simple anécdota, permitió también que las manos de los ejecutivos de los estudios pudieran hacer poco a la hora de eliminar metraje o cambiar algo de una película que indiscutiblemente iba a tener el sello de Ford en cualquiera de sus fotogramas.
A esto hay que añadir que el cineasta no era propenso a recibir órdenes. Se cuenta que, en cierta ocasión, un asistente de producción le comentó que iba un día por detrás del plan de rodaje, a lo que Ford contestó arrancando al azar ocho páginas del guion para sentenciar: “ahora ya puede decirle a su jefe que estamos al día”.
Este aparente cinismo a la hora de tratar al medio choca terriblemente con el profundo cariño que desprende por los personajes de sus películas, llenos de humor y lealtad, a los que resulta casi imposible no adorar. Algo curioso puesto que en su mayoría son borrachuzos violentos y torpes, aunque nunca indignos, y sus debilidades no dejan de ser fruto de su soledad. Son personas, con todo lo que eso significa, que también bailan, protegen, aman y acatan órdenes, y están siempre situados en un lugar sin pasado ni futuro que les permite encontrar un hogar casi siempre al amparo de instituciones colectivas, ya sean estas el ejército, un barco mercante o un pueblo minero de Gales. Este desarraigo que se puede rastrear desde Hombres intrépidos hasta La legión invencible parece operar también como una cierta válvula de escape al extrañamiento que sentía el propio Ford hacia Irlanda, una tierra que jamás había conocido pero que parecía obligarle a pensar en ella constantemente, como si la pequeña isla emitiera un canto de sirena interminable. Por ello, no es de extrañar que rodara allí una de sus mejores películas, El hombre tranquilo, que a pesar de los problemas derivados de su visionado en la actualidad sigue contando con uno de los besos más bellos de toda la historia del cine. Que se dice pronto.
Hablar de Ford es complicado primero por lo muchísimo que ya se ha escrito sobre él y segundo por la cantidad de mentiras y silencios con los que ha respondido a cualquier pregunta sobre su vida y obra. Gracias al documental Dirigido por John Ford —realizado por Peter Bogdanovich, quien falleció en enero de este año. Valga también este texto como homenaje a la figura del mejor cinéfilo que ha existido— podemos ver cómo a la pregunta de si su visión del Oeste se había vuelto más triste y melancólica con el paso de los años Ford responde con un simple “no”. Una contestación que ejemplifica el carácter arisco y seco del cineasta a la hora de hablar de sus películas, quizás porque sabía que en las imágenes que rodaba ya se encontraba cualquier tipo de explicación. Algo que seguramente haya favorecido que su cine haya tenido éxito en todo el mundo y que sus films equivalgan a hablar de amistad, de honor y de justicia al mismo tiempo que sirven para señalar la profunda hipocresía de la sociedad.
Los mayores halagos hacia el cine de Ford por parte de las miradas más conservadoras —las que también han influenciado en que su obra sea vista como algo arcaico y hasta fascista— prefieren resaltar solamente aspectos como la gran impronta masculina de las que dota a sus personajes, exaltando la hombría de profesiones como la de militar o marino. Pero estas visiones dejan de lado un poso mucho más profundo que puede ser apreciado en pequeños gestos, en miradas de soslayo, en acciones que ocurren en segundo plano. Así, cuando en Fort Apache las tropas parten para lo que seguramente sea su batalla final, Ford decide dejar la cámara con las mujeres de esos soldados, que no saben si sentir orgullo o dejarse llevar por el sufrimiento de la duda, de no saber si podrán volver a verlos. Tampoco parece nimio el detalle de que en El hombre que mató a Liberty Valance sea un afroamericano —interpretado por Woody Strode, famoso también por otra película de Ford con una denuncia clara contra el racismo como El sargento negro— el que pronuncia el famoso enunciado de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “todos los hombres son creados iguales”. En otro momento de Centauros del desierto, aunque de un carácter mucho más romántico e íntimo, la cuñada de John Wayne coge con especial mimo su capote y lo acaricia despacio. Es un hecho que ocurre en un instante, puede incluso pasar desapercibido, pero que cuenta una historia de amor frustrado de la que nunca sabremos más.
El cine de Ford escribe la épica y también la derriba. Sus películas pueden servir para estudiar la construcción de la historia de los Estados Unidos al mismo tiempo que ejercen como testigo de la formación de mitos dentro del propio cine, como ese zoom desenfocado sobre el rostro de un joven John Wayne en La diligencia que parece intuir la grandeza del que será años después uno de los mayores iconos del séptimo arte. Y también será John Wayne en Centauros del desierto —casi veinte años después— el que elimine cualquier tipo de mito al interpretar a un sudista renegado que tiene más en común con los indios, a los que odia profundamente, que con los blancos a los que supuestamente pertenece. Esta doble linealidad que se establece siempre entre leyenda, recuerdo y realidad puede observarse también en el hombre que romantiza su niñez en Qué verde era mi valle, ya que idolatra un tiempo en el que también vio a su familia romperse por la emigración. Otro ejemplo sería No eran imprescindibles, donde Robert Montgomery ejerce como comandante de una compañía de lanchas en la guerra del Pacífico, un puesto que el propio actor desempeñó en la vida real durante la Segunda Guerra Mundial. Por último, sería casi un pecado no mencionar a la leyenda del Oeste Wyatt Earp que, enfermo de amor, le pregunta al barman de un saloon en Pasión de los fuertes si alguna vez ha estado enamorado, a lo que éste responde: “no, yo he sido camarero toda mi vida”.
Seguramente sea la unión de todos estos factores los que dificultan sobremanera la catalogación de John Ford, un hombre que “solo hacía westerns” pero que ganó el Oscar cuatro veces siempre por otro tipo de películas; un cineasta testigo de los horrores de la guerra que no podía evitar sentir verdadero amor por los hombres que formaban parte del ejército; un conservador que pagó de su propio bolsillo una ambulancia para el bando republicano durante la Guerra Civil española y que fue adoptado como Natani Nez —“guerrero alto”— por la tribu indígena de los navajos; un claro antirracista que romantizaba el sur; un estadounidense que reflejó Irlanda como si hubiera nacido allí; un clásico que se despidió del cine con Siete mujeres; y un solitario que encontró en las personas sin rumbo una auténtica familia.
Pero el cine de John Ford no puede ser sólo apreciado desde un ejercicio de intelectualización que permita desmigar por qué sus películas siguen siendo igual de válidas tantísimos años después de su estreno. No cabe duda de que lo emotivo es un pilar fundamental de su filmografía y es uno de los elementos que pueden explicar el amplio calado popular que ha tenido siempre Ford, gracias también a la humanidad que desprendían sus personajes, seres profundos e incluso tangibles. Y es que el cineasta obligaba a sus guionistas a escribir en un trozo de papel pequeñas biografías sobre las personas de sus historias, a pesar de que aparecieran un minuto en pantalla, consiguiendo dotarles de una entereza que sin saber muy bien cómo conseguía reflejarse en la pantalla y los convertía en gente cercana, casi de carne y hueso. Para ilustrar esta sensación de familiaridad merece la pena acabar este prólogo con una anécdota que contaba el dramaturgo Jason Miller —famoso por su papel de padre Karras en El exorcista—, sobre el estreno de El hombre tranquilo. Al parecer, la madre de Miller, inmigrante irlandesa, acudía todos los días a ver esta película, semana tras semana, y cuando la dejaban de proyectar en un cine se enteraba de otro en el que continuara en cartelera para poder seguir viéndola. Finalmente, el entonces joven Miller le preguntó a que se debía tanta insistencia con ver continuamente El hombre tranquilo, a lo que su madre respondió: “Hijo, uno nunca se cansa de ver a la gente que conoce”.
They Were Expendable (John Ford, 1945)
Ford, que suele ser recordado por su aportación fundamental al genero del western, desarrollo con maestría multitud de obras que no encajan en esta etiqueta. En la que ahora nos ocupa, los revólveres se enmudecen ante las metralletas pesadas, los torpedos y las minas. Nos trasladamos al pacifico, Filipinas, 7 de diciembre de 1941. Aunque nuestros protagonistas no alcanzan a oír el eco de las bombas, Japón acaba de atacar Pearl Harbor. La guerra ha comenzado.
They Were Expendable data de 1945. Recién acabada la segunda guerra mundial, Ford posa su mirada, no en los grandes eventos que marcaron la victoria aliada ni en los legendarios héroes que los protagonizaron. Ford se centra en lo pequeño, en aquellos que no tuvieron gloria ni nombre, en todo aquello que bajo la sombra de la guerra pasó a resultar prescindible. La película inicia con una despedida, como tantas otras que se sucederán a lo largo del metraje. Un veterano despide su larga trayectoria de servicio junto a sus compañeros y amigos. Mientras ellos celebran, la base naval de Pearl Harbor está siendo atacada. No saben que están en guerra y que, muy pronto, muchos de ellos marcharán hacia sus muertes. No importa de todos modos. Ford lo deja claro, cuando la radio está a punto de advertirles del inicio del conflicto, uno de los soldados la apaga. Sin saberlo, ha antepuesto el discurso de despedida de su amigo al funesto anuncio que cambiará sus vidas. Aquí está, probablemente, la clave para entender el encanto de esta obra. Ford nos recuerda que los ejércitos se componen de soldados, y los soldados, a su vez, son seres humanos cargados de una relevancia que a menudo se pierde en el fragor de la batalla.
No es de extrañar este punto de vista. Ford no habla de oídas. Él mismo sirvió en el ejercito durante la segunda guerra mundial. Ejerciendo su cargo, oficial de servicios cinematográficos, John Ford fotografió misiones secretas desde el aire, cubrió batallas del calibre del desembarco de Normandía, saltó en paracaídas sobre la jungla birmana e incluso fue herido en la batalla de Midway. Para este hombre, la guerra no era un juego y traía consigo tal desgracia a la vida de los soldados que ninguna condecoración o reconocimiento podía compensarla. Nada más volver a Hollywood, y habiendo sido testigo de multitud de las pequeñas historias que componen la guerra, Ford rodó They Were Expendable.
La película no es la mejor de su filmografía y hoy en día podría parecer que se apoya en multitud de tópicos del género. Algunos, como el romance entre Rusty y la enfermera Sandy, fueron impuestos por la productora – probablemente del descontento de Ford surgió el abrupto desenlace de la trama – otros, como el espíritu patriótico simplemente resulta de la tónica habitual de estas películas. No obstante, la película se destaca de entre el resto por ese afán de conocer al soldado desconocido. Esa modesta ambición nos brindó una película austera de espíritu, en la que los protagonistas son hormigas desfilando bajo un diluvio y cuyo destino es y permanecerá incierto.
La filmografía de este director es muy extensa y seleccionar unas pocas películas es sin duda una tarea poco agradecida. Si bien They Were Expendable no pasará a la historia de las grandes obras del medio, como si lo harán otras de sus cintas, guarda en sus entrañas el espíritu innovador y sincero que siempre acompañó a John Ford a lo largo de su carrera.
Cerrando con una anécdota simpática, cuando el biógrafo del director le comentó que esta era una de sus obras preferidas, Ford le contestó que ni siquiera recordaba a cuál se refería. Unos días después, le envió una nota en la que comentaba: “Por cierto, he visto esa película y sí, no quedó nada mal”.
The rising of the moon (John Ford, 1957)
En la última década de su carrera – cinco años antes de rodar El hombre que mató a Liberty Balance –, Ford rodó esta pequeña y desconocida antología irlandesa compuesta por tres adaptaciones. Su propósito, además de entretener con el marcado carácter cómico de todas ellas, es el de ahondar en las raíces de la sociedad irlandesa en busca de los valores tradicionales, como la familia y el honor, que Ford trató de defender a lo largo de toda su trayectoria fílmica en gran diversidad de géneros.
El primer relato (La majestad de la ley) nos habla de Dan O’Flaherty (Noel Purcell), que prefiere ir directamente a la cárcel antes de pagar una multa por herir a alguien que lo había acusado de mentiroso. Lo sorprendente es que tanto el inspector de policía como los ciudadanos apoyan su sentido del honor.
El segundo relato (A Minute’s Wait) es una divertida sátira del servicio ferroviario irlandés en la que un tren se retrasa continuamente por razones cada vez más extravagantes, para exasperación de algunos quisquillosos. En esas pausas recurrentes se precipitarán en avalancha al bar del andén los alegres irlandeses. De esta manera tendremos multitud de personajes planos o “tipo” que provocarán la risa fácil.
El tercer relato (The rising of the moon) trata del héroe nacional Sean Curran (Donal Donnelly) y su fuga de la prisión minutos antes de ser ahorcado. Con ello Ford afirma de nuevo el valor de la libertad y del deber público, ensalzando la valentía del héroe en ese limbo de historia y leyenda donde tan a gusto se sentía Ford. Como novedad desde el primer plano se emplean ángulos de cámara en diagonal (plano holandés) que transmiten la sensación de inestabilidad asociada al ascenso hacia la horca. Esta subjetividad de cámara sorprenderá a cualquier persona acostumbrada al estilo estrictamente naturalista del director. Así mismo las interpretaciones son más contenidas y menos exageradas que en las otras dos historias, y la fotografía tiene más contraste y dramatismo.

Para terminar, consideramos que la activa participación del Abbay theater proporciona un carácter tan teatral a las interpretaciones que en general va en detrimento de la calidad cinematográfica de la obra. Además, el manejo de la estructura del cortometraje no resulta tan perfeccionado como los míticos largometrajes del director. Se trata por tanto de una entretenida y cálida antología que disfrutarán los amantes de Irlanda y de John Ford.
El hombre que mató a Liberty Balance (John Ford, 1962)
Cuando John Ford estrenó en 1962 El hombre que mató a Liberty Valance una buena parte de la crítica quedó totalmente desconcertada. ¿Cómo podía ser que el cineasta famoso por haber convertido el imponente paisaje de Monument Valley en su particular set de rodaje presentara ahora un Oeste de interiores? ¿Por qué después de haber regalado algunos de los mejores westerns que se habían hecho jamás, repletos de épica y de una naturaleza casi legendaria, había decidido realizar un film en blanco y negro donde casi toda la acción ocurría de noche? ¿Era todo esto un signo claro de vejez, de un hombre cansado que no podía dar más de sí?
Obviamente no. Como en multitud de ocasiones, la crítica no pudo —o no supo— reaccionar ante lo que Ford había hecho. Si su película estaba repleta de sombras era debido a que se estaba hablando de algo fantasmal, algo que había existido hacía tiempo y de lo que ya solo quedaban ruinas. Si El hombre que mató a Liberty Valance transcurría en interiores, en cocinas, en habitaciones contiguas y callejones opacos era porque, simplemente, se estaba velando a un muerto.
1962 puede fijarse desde entonces como la fecha en la que el western dejó de existir. Es cierto que continuaron produciéndose multitud de películas de este género, tanto en Europa como en Estados Unidos, pero una cierta mirada clásica, limpia de dobles sentidos y llena de vida se apagó para siempre. Y solo John Ford, que había dotado al western de todos los elementos que le permitieron alcanzar el éxito desde el estreno de La diligencia en 1939 podía ser el encargado de colgar el sombrero para siempre.
En El hombre que mató a Liberty Valance se produce una dialéctica constante entre lo viejo y lo nuevo, ocupando ambos tiempos un mismo espacio que les permita llevar a cabo el relevo requerido. La ley del libro sustituirá a la ley de la pistola, la diligencia al ferrocarril, el asentamiento a la ciudad, y el desierto se convertirá en jardín. La historia de la película —un joven abogado del Este cargado de ilusiones que llega a un pequeño poblado fronterizo donde deberá enfrentarse a la tiranía de un forajido llamado Liberty Valance—, no es más que un pretexto para que John Ford pueda realizar un ejercicio litúrgico sobre todo aquello que el Oeste tenía de mítico. Porque ese espacio, esa frontera que los colonos blancos iban trasladando poco a poco hacia el Pacífico, no podía coexistir eternamente con la civilización.
En esta película esa civilización es encarnada por ese joven abogado llamado Ransom Stoddard, interpretado por James Stewart, que enseña a leer a la gentes del pueblo, las instruye y hasta las convierte en sujetos políticos de pleno derecho. Pero el terror de Valance no parece poder replegarse ante el peso de la ley, aunque Ransom se niegue a recurrir a la fuerza puesto que iría en contra de todo aquello en lo que cree. Por suerte, cuenta con la simpatía de Tom Doniphon, una figura que no se distancia tanto de la de Valance —de hecho reconoce que Liberty es el hombre más duro a ese lado del río Picketwire… después de él mismo— pero que sí parece haber optado por acatar ciertas reglas de la comunidad, auqnue solo sea por el amor que siente hacia Hallie —Vera Miles—, hija de unos emigrantes suecos que regentan una especie de comedor.
Doniphon, interpretado magníficamente por un aviejado John Wayne, es la encarnación de todo lo que el western había sido hasta el momento. Un hombre duro, recto, que no duda en pelear cada vez que ve su honor manchado, incluso aunque el motivo sea su cena. Pero a pesar de su orgullo parece que ya sólo puede existir entre las sombras que proyectan las lámparas de aceite o entre las siluetas de las casas del pequeño poblado de Shinbone. Porque su mundo ya no existe, y aunque la oscuridad del desierto no deja de ser poética, va a terminar engulléndolo todo.
John Ford, que desde luego admira a alguien como Stoddard porque no se puede ser más libre que alguien sabio, también parece situarse de parte de esos pequeños personajes que han poblado siempre sus westerns y que parece reunir aquí a modo de despedida, desde el periodista que debe comprar “valentía” en la cantina hasta el emigrante sueco que muestra con orgullo su papeleta de voto, pasando por el sheriff que duerme en la celda de su propia cárcel o el siempre serio y recto Pompey, un afroamericano que quiere instruirse y que pronuncia uno de los mayores valores que ha acordado la humanidad: que todos los hombres son creados iguales.
Pero más allá de estas notas, que convierten a la película en algo mucho más rico y vital, el conflicto principal todavía no se ha solucionado. Valance sigue ejerciendo el terror y Stoddard llega a la conclusión de que va a tener que enfrentarse a él con violencia, sustituyendo la ley por el revólver. A pesar de sus principios, el joven abogado encuentra a Liberty y, sorprendentemente, dispara. El forajido cae el suelo y el médico del pueblo se acerca, pide una botella de whisky, le da un trago, da una leve patada al cuerpo de Valance y ofrece su diagnóstico: “muerto”. Lo salvaje ha terminado y ya no hay nada que pueda evitar el avance del progreso.
La ironía del suceso permite a Stoddard, que siempre había demostrado una profunda repulsa por la violencia, conseguir una fama que jamás se había imaginado. Porque ahora ya no es un abogado, es el hombre que mató a Liberty Valance.
En el congreso para elegir un representante que ejerza de senador, el personaje de Stewart no puede soportar ser el candidato más popular por haber matado a un hombre, y ante la presión escapa a una pequeña sala donde se encuentra a Tom Doniphon, a John Wayne, que le cuenta la verdad de lo sucedido. “No lo mataste tú. Fui yo”. Doniphon, oculto en un callejón, estuvo esperando hasta el momento preciso para disparar al forajido y salvar la vida de Stoddard. El viejo Oeste libra de responsabilidad al nuevo mundo, que puede ser recibido de nuevo entre vítores listo para cumplir su cometido. Pero la cámara se queda con Wayne, que se marcha plenamente consciente de que lo ha perdido todo, de que matar a Valance ha sido también acabar con su vida. Y así es como el hombre más duro a ese lado del Picketwire, que había conseguido sobrevivir en un mundo hostil, sacar provecho de él y encima dejar sitio para el amor, no pudo superar el progreso.
La película retorna entonces al tiempo presente, donde un maduro Stoddard le ha contado la verdad de lo sucedido a unos periodistas, que inmediatamente después queman sus notas. Ante la sorpresa del personaje de Stewart, uno de ellos le responde: “esto es el Oeste, cuando la verdad supera a la leyenda, imprime la leyenda”. Una cita que no deja de ser dolorosa al ser pronunciada durante el velatorio de Doniphon, del que se sabe que en sus últimos años ni siquiera llevaba pistola. Y es ahí, frente al ataúd del hombre que mató a Liberty Valance, donde el western terminó.