El pupitre del ajedrez
Texto e imágenes: Fran Giménez Escalona//
El programa Ajedrez a la Escuela cumple ocho años en Aragón con más de un centenar de centros participantes. El CEIP Marcos Frechín de Zaragoza es pionero en la inserción del deporte mental en las aulas y este año lo oferta por primera vez como asignatura curricular. Su profesor de Educación Física y monitor nacional de ajedrez, Enrique Sánchez, es el responsable del Club de Ajedrez del colegio desde hace tres décadas. Hoy, se encarga de impartir esta materia a los estudiantes de primero y quinto de Primaria.
En la clase de ajedrez, el profesor es el rey. Desde su posición privilegiada, dirige a sus alumnos en la partida que cada sesión representa. En sus filas cuenta con talentos que destacan como las torres sobre el tablero y que solo colisionan entre ellos en su imparable trayectoria. Unos representan el papel de alfiles y aprenden a gran velocidad, siempre al lado de su maestro. Otros son los caballos, y con grandes saltos se libran de los obstáculos y sus habilidades nunca dejan de crecer. Entre los niños y niñas, también hay peones que caminan paso a paso desde la posición de salida. Sin pausa pero sin prisa, al final del camino les espera la recompensa de coronarse como mejores jugadores tras cada batalla que libran sobre los escaques.
En el zaragozano barrio de Las Fuentes, a escasos metros del parque Torre Ramona, se encuentra el Colegio Público Marcos Frechín, uno de los cuatro Centros de Educación Infantil y Primaria de este sector de la capital aragonesa. Llamo al timbre de la verja de color verde oscuro que rodea el recinto escolar, abro la puerta y cruzo el patio de recreo, repleto de niños y niñas que corretean, juegan al fútbol o al baloncesto, ríen y devoran sus almuerzos a esta hora de la mañana. Entro al edificio, subo las escaleras hasta el primer piso y llego a un aula donde me espera Enrique Sánchez, profesor de Educación Física, monitor de la Federación Española de Ajedrez y principal responsable de que la tradición del llamado deporte mental haya arraigado entre estas paredes.
“Llegué aquí en el curso 1982-1983. Al año siguiente comenzamos a hacer algo serio de ajedrez, y un curso después nos convertimos en Club, para que los chicos que terminaban Primaria pudieran seguir jugando. En muy poco tiempo, nos proclamamos campeones de Aragón”, me relata Enrique.
Comenzó a jugar con trece años. En media hora intentaron enseñarle todas las piezas y cómo jugar una partida. Confiesa que su primera impresión fue la de un juego horrible, un “rollo” al que nunca dedicaría un minuto. “Por eso, en mis clases, no trato de formar campeones, sino de que los chicos disfruten del juego durante la hora”, defiende.
Desde hace ocho años, es el coordinador del programa Ajedrez a la Escuela en el Marcos Frechín, aprobado por el Gobierno de Aragón en 2007 con el objetivo de “fomentar el desarrollo y mantenimiento de las capacidades intelectuales de los alumnos y potenciar su esfuerzo individual”. En el momento de su nacimiento, esta iniciativa contaba con 19 centros inscritos. A día de hoy, el proyecto, superviviente de dos gobiernos de signo político opuesto, presenta más de un centenar de participantes en toda la Comunidad Autónoma, gracias en buena medida “al incremento de la reflexión, el pensamiento crítico, la autonomía personal y el autocontrol” de los escolares que lo practican.
Pequeños grandes talentos del ajedrez…en primero de Primaria
Converso con Enrique durante unos minutos antes de comenzar la clase de ajedrez. Me anticipa los ejercicios que van a realizar y me pone sobre aviso de que voy a encontrarme con chicos que, verdaderamente, prometen: “Alberto –tendré la ocasión de comprobarlo después- es de los mejores jugadores de Zaragoza de su edad”.
Cuando el timbre suena y anuncia el final del recreo, comienzan a oírse gritos, risas y la percusión de zapatillas de deporte contra las escaleras. Son los chicos de primero de Primaria, que este año reciben media hora de clase a la semana en dos grupos. Sin pausa pero sin prisa, el primero se sienta en los pupitres que su profesor ha juntado de dos en dos –uno enfrente del otro- y sobre los que ha dispuesto los tableros de ajedrez. Al fondo de la clase, las piezas aguardan confinadas en sus cajas. Todavía no es su turno.

“¡Dedos en alto, que os vea, señalad la casilla G5!”, exclama Enrique para comenzar la clase. De repente, todas las cabezas de los niños se sumergen en los tableros. Todos la buscan, todos quieren ser el primero en encontrarla. Ninguno se aburre o se queda atrás. Los hay muy rápidos –“¡Aquí, aquí, don Enrique!”- y otros que llegan más tarde. Discretamente, ha cambiado a algunos niños de sitio para que jueguen contra otros de su nivel. Días antes, en nuestro primer encuentro, me había explicado el porqué: “No quiero que jueguen a ganar, sino para que los ejercicios tengan alicientes. Sí que suelo poner a veces al que más sabe con uno que controla menos para que le ayude”.
Llega el turno de comprobar si los chicos y chicas recuerdan el movimiento de los alfiles, las torres y el resto de piezas del juego. Enrique coloca ante la clase un enorme tablero de ajedrez magnético –lo llama “tablero mural”- con figuras planas amarillas –en lugar de blancas- y negras.
Han pasado tres semanas desde su última lección, pero todos se acuerdan. Satisfecho por el resultado del ejercicio, pregunta:
– “¿Cuántas formas hay de dar jaque al rey?”
– “¡Siete!”, grita Adrián, un chico de los más avanzados de la clase.
– “¡Ocho!”, canta Gloria. Las chicas son menores en número aquí, pero casi todas son muy participativas, incluso más que algunos chicos, como Víctor, que descansa momentáneamente la vista apoyando su cabeza en el brazo izquierdo.

Detalles de calidad y respuestas sorprendentes
Catalin y Abu –de origen rumano y subsahariano, respectivamente- son más espontáneos que sus compañeros. El primero se adelanta a las explicaciones de Enrique y da respuestas que no debería proporcionar aún, lo que provoca que su profesor le frene cariñosamente: “Oye, Catalin, no te adelantes, deja responder a tu compañero”. El segundo, que prácticamente no se había sentado desde que comenzó la clase, corre al tablero mural, toma la torre blanca y la desplaza hasta la casilla desde la que amenaza al rey negro. Al día siguiente, en la clase de quinto, constataré que la afición de ir un paso por delante de los demás es moneda de curso en Primaria.
En este momento, un detalle pasa inadvertido para los demás compañeros y para Enrique –obviamente, no podían escuchar todo a causa de la algarabía que impregnaba el ambiente-. Afortunadamente, no para quien esto escribe. Alberto, el discípulo aventajado de este grupo, de repente descubre una posición sobre el gran tablero que nadie había mencionado: “¡Maestro, si mueves el caballo hay jaque doble al rey porque el alfil también lo da!”. Para los no iniciados, el jaque doble se produce cuando, en una misma jugada, dos piezas declaran jaque al rey a causa del movimiento de una de ellas. No es una jugada común en una partida de ajedrez, y mucho menos una noción que hayan podido aprender todavía. El propio monitor de ajedrez me había advertido de que vería chicos muy buenos, como Alberto, que se quedan a jugar después de clase y que, por tanto, progresan mucho más que el resto.
El letargo de los que aún no han participado concluye y el ánimo de los más inquietos se dispara cuando Enrique les manda coger las piezas de ajedrez, que esperaban a que sus jóvenes maestros las situasen sobre los escaques. Todos se apresuran, algunos con tantas ganas de jugar que se olvidan incluso de distribuirlas en su casilla correspondiente.

Aunque su atención está dentro del microcosmos en que para ellos se ha transformado el tablero, el profesor les interpela constantemente para que pregunten sus dudas, comenten qué tal les va o, simplemente, saquen pecho por su victoria. Se les nota en la mirada, en los gestos y en sus sonrisas infantiles: es el momento que esperaban con ansia. “Vale más un gramo de práctica que una tonelada de teoría”, opina Enrique, muy convencido. En muchas ocasiones, no hace falta que el maestro sepa mucho, sino que les preste atención mientras juegan.
Al final todos comprenden: «Si muevo mal, mi rival va a ganarme»
Hay quienes no saben perder, no admiten la derrota y no reconocen que perder es parte del juego. “Un día, uno de estos chicos –me confiesa Enrique- terminó su partida, se me acercó y preguntó que quién había ganado. Yo le dije que había sido su rival y entonces me contestó gritando que no, que no y que no, tirando las piezas por el suelo”. Hay quienes, concluye, “no se enteran de nada”. Lo verificaré poco después con el siguiente grupo de alumnos de primero.
Y otros juegan concentrados al ajedrez, ajenos a lo que sucede a su alrededor. Es el caso de Alberto y Catalin, los mejores de la clase. Ambos se toman su tiempo para jugar, ninguno mueve las piezas por mover y la partida se convierte en una sucesión de lecciones que ambos se dan, en un duelo entre dos mentes que están aprendiendo, pero que tienen el único objetivo de ganar con el mejor movimiento en cada jugada. Los dos chicos hablan, intercambian comentarios entre ellos:
-“La muevo aquí, ¿vale?”- avisa uno.
– “Sí, vale, así me hacen esto, ¿no? –responde el otro.
– “No, no, que si la pongo aquí me comen”-se arrepiente el primero.
“Me comen”. El matiz es interesante. No piensan que es su compañero quien les come. No, ellos dicen: “Me comen”. Como si una mano invisible descendiera del cielo y descargase su furia contra su peón, su alfil o su dama, que irremediablemente son apartados de la partida. A estas edades, los niños no perciben que tienen un rival de carne y hueso que les va a castigar si cometen un error. Por su parte, Enrique es de aquellos profesores de ajedrez que sostiene que los pequeños que mantienen una práctica de ajedrez más frecuente desarrollan antes la empatía, porque adquieren la capacidad de ponerse en el lugar de su contrincante, saber qué piensa en cada momento y, lo más importante, adivinar cuál es su intención.
La situación poco tiene que ver con los torneos y campeonatos, pero esa es precisamente la clave del ajedrez educativo, que Enrique insiste en distinguir del deporte de competición, donde todos los niños van a ganar: “Aquí en clase, como mejor se entrena es viendo las cosas juntos en el tablero, no en el mural, sino en tres dimensiones, porque transmite una visión diferente del juego”.
Momentos de algarabía en clase de ajedrez
La media hora pasa muy deprisa para los niños, y el siguiente grupo de escolares de primero entra en el aula para relevar a sus compañeros. Más ausentes y menos implicados en las lecciones, los jovencísimos ajedrecistas repiten los ejercicios de la clase anterior. Desde el principio, hay cuatro que me llaman la atención por sus intervenciones.

Yingle es un niño chino que parece no atender salvo cuando hay que responder, momento en el que da un salto y responde: “¡Hay seis jaques, don Enrique!”. Su amigo Elías, que se levanta en reiteradas ocasiones del sitio para mover las piezas magnéticas del gran tablero, pregunta sobre cualquier problema que le surge y del que no encuentra la solución. Aysha es una chica subsahariana y se sienta con Mory, un niño de lo más risueño que ejerce de tutor particular de su compañera y la ayuda con los movimientos de algunas piezas. Su disposición a facilitar la vida a sus compañeros llega al extremo de jugar por ellos:
– “Don Enrique, he comido ya dos caballos y un alfil”, manifiesta Mory, con una sonrisa de oreja a oreja.
– “Claro, ¡si me estas moviendo tú las piezas!”, le responde, indignado, su compañero, quien presumiblemente no ha tenido tiempo ni de reaccionar a su travesura.
De entre todos los alumnos de este pequeño grupo, estos cuatro son los únicos que dedican el rato de después de comer a jugar al ajedrez. Todos se emparejan para jugar partidas; Jing Le lo hace con Elías. Me siento junto a ellos y descubro que Elías, cuando elimina las piezas de su adversario, canta el valor de las mismas: “He capturado un tres y un cinco”, me informa, divertido, mientras entre sus dedos aprisiona a un caballo y a una torre.
Enrique reconoce las menores metas que alcanza con este segundo grupo: “Hay críos en primero que serían muy buenos si jugasen más en casa o si vinieran al Club de Ajedrez por las tardes”. Incluso las chicas, desde su punto de vista, muestran menos interés en relación a sus compañeras de la primera media hora de clase, especialmente una chica que se unió tarde a la dinámica y se distrae a menudo, y otra que se bloquea con algunas piezas, como el caballo o el peón.
“Las chicas no lo hacen peor: cuidado cuando juega una de las nuestras»
Al día siguiente, Enrique me invita a la clase de Juegos Inteligentes con chicos y chicas de quinto de Primaria. La asignatura, que no es evaluable, es casi tan antigua como el Club de Ajedrez del Marcos Frechín y nació de una solicitud de enseñar este deporte en todos los cursos, que el Consejo Escolar le hizo hace años.
“La idea no era viable porque podíamos tener problemas con la inspección si los niños se negaban a jugar a algo que no querían –rememora- así que decidimos sustituir esa hora que planteaban por esta materia totalmente nueva”. Los alumnos de Juegos Inteligentes completan diferentes actividades de razonamiento lógico y cálculo, desde jeroglíficos a series matemáticas. Pero la que más éxito tiene es el ajedrez, que se imparte una hora cada quince días con unos resultados que Enrique considera completamente diferentes a las sesiones de primero: “Se avanza mucho más con los de quinto, son muy colaborativos y juegan a muy buen nivel”.
El aula es distinta de la que ayer acogió la clase de ajedrez para los pequeños. Los pupitres geminados dan la impresión de estar perfectamente alineados y el tablero, que ocupa temporalmente el siempre presidencial emplazamiento de la pizarra, presenta las 32 grandes piezas amarillas y negras en sus posiciones de salida. Al fondo de la clase, unos trofeos certifican algunos éxitos del Club de Ajedrez. “En el año 1987, las cuatro aspirantes del centro al Campeonato de Aragón fueron chicas –cuenta Enrique- y ahora los mejores del colegio son un chico y una chica de sexto. Si juegan entre ellos, él está en guardia, porque sabe que con Melisa –así se llama la campeona- hay peligro”. Enrique no cree que haya una razón elevada o al alcance de unas pocas mentes privilegiadas que explique por qué las chicas no tienen tan buenos resultados como los chicos en ajedrez:
-“¿Por qué una oveja negra come menos que una oveja blanca?”, su pregunta me sorprende.
(Silencio)
– “Porque hay muchas menos –responde tajante-, luego si hay una clase con un ochenta por ciento de niños y un veinte de niñas, es lógico que la proporción de niños que ganan sea mayor. Las chicas no juegan peor que los chicos”.

Rivalidades, piques y lecciones de los campeonatos infantiles
Sentado en uno de los pupitres, el maestro señala las sillas de los niños, vacías –sus ocupantes están en el recreo- y me desvela algunos datos sobre ellos: “Jorge y Alicia son los mejores de Aragón de su edad. De hecho, la madre de Alicia era muy buena de adolescente. Ganó el campeonato de Aragón absoluto en los años 1990 y 1991”. Esa mañana conoceré el talento de su hija.
Por segunda vez en dos días, una clase de alumnos del Colegio Marcos Frechín regresa de sus treinta minutos de ocio y toma asiento frente a unos tableros de ajedrez. Son chicos más mayores, algo que es visible en sus estaturas o sus conversaciones, pero también en la calmada atmósfera que se crea con su presencia. Las persianas, bajadas en esta ala del colegio para evitar que entre el sol del mediodía, refuerzan la abstracción colectiva que se genera instantes después. En menos de veinte segundos, los dieciocho niños están sentados, concentrados, a la espera del primer ejercicio de la jornada: “¿Cuántas formas hay de dar jaque al rey?”

Todos levantan la mano al instante, unos aciertan y otros no, pero por poco. En sus respuestas, aparecen nociones que impresionarían a cualquier profano que visitase la clase: ya saben lo que significa clavar a una pieza, la diferencia entre una apertura siciliana y una escocesa o qué importancia tiene atacar al rey enemigo con un peón espina. “¡Es muy fácil!”, exclama un niño que, sutilmente, ha acercado su silla al pasillo que forman los pupitres para que nadie le obstaculice su visión del tablero. “Esa jugada me la hicieron a mí en el Campeonato de España”, comparte en voz alta Jorge, uno de los primeros espadas del grupo. Las intervenciones que realizan son sorprendentes y denotan un progreso difícilmente equiparable con otros niños de su edad. Alicia, que hasta entonces ha permanecido muda, desgrana las ventajas del enroque: “Proteges al rey y puedes sacar a jugar a la torre y que no esté en la esquina”. Otros expresan actitudes que demuestran un importante grado de madurez, especialmente en el terreno de saber ganar y saber perder, como Víctor, el compañero de pupitre de Alicia, para quien las tablas son “mucho mejores” que perder. Además, han participado casi todos en torneos y campeonatos, y de su experiencia han cosechado un importante bagaje de lecciones y consejos. Incluso hay en sus palabras un tono de pique sano con sus rivales de otros clubes, de quienes recuerdan el nombre y apellidos.
Ni una sola palabra hasta que llega el jaque mate
Como veinticuatro horas atrás, después de la teoría, llega la práctica, pero hoy los chicos están más interesados en saber primero contra quién juegan que en lanzarse a la búsqueda de las piezas. Unos consultan el ordenador de Enrique para confirmar que han sido emparejados con su mejor amigo o para comprobar que la benevolencia del profesor no les obliga a enfrentarse a algún hueso duro de roer. Todos juegan, más o menos inmersos en el movimiento de sus ejércitos en miniatura. A Enrique no le preocupa el follón que, en ocasiones, pueda organizarse: “Entiendo que es parte de su naturaleza como niños el reír, el llamar al compañero cuando juegan y todo eso, pero como avanzan tanto y trabajan tan bien, a veces ceder en esto con ellos hace que mis clases sean mucho más fáciles”.

Me detengo delante de una mesa cercana a la puerta donde juega Jorge con su compañero David. Uno lo hace sentado, el otro prefiere permanecer de pie. Piensan, mueven, esperan y hacen algún comentario para descentrar al rival, eso sí, de forma infructuosa. Se conocen muy bien el uno al otro. Cuando terminan, se dan la mano con deportividad y se inclinan sobre el pupitre donde juegan otros dos chicos para ejercer de público participante, una decisión que provoca la creciente irritación de sus afanados colegas. No todas las parejas cambian impresiones sobre sus movimientos: la formada por Víctor y Alicia no articula una palabra a lo largo de los dos enfrentamientos que mantienen durante la media hora de la que disponen. Concentrados, ni siquiera el timbre del final de la mañana les impide terminar su último enfrentamiento, que la pequeña vuelve a redondear con un potente jaque mate.
Cada alumno, una partida; cada partida, un mundo
Con esta sirena se pone punto y final a una hora más de ajedrez que se imparte en el Colegio Marcos Frechín. Han sido dos clases para dos cursos diferentes, donde los ejercicios, partidas y los propios alumnos son variados en progresos y actitudes. Para el profesor Enrique Sánchez, se necesitaría más tiempo a la semana para que hubiera unos resultados verdaderamente tangibles a nivel académico: “El ajedrez necesita una práctica continuada de fijación de los conocimientos básicos, las jugadas que se hacen por reflejo, etcétera. La forma en que se imparte ajedrez aquí o allí no es extrapolable a todos los colegios del programa en Aragón”. A pesar del poco tiempo de clase, Enrique observa unas competencias adquiridas que no se pueden medir en boletines de notas: “¿Cómo se valora la disciplina que tienen? Ese saber esperar al rival, ese autocontrol, esa capacidad de resolver el problema que implica cada jugada… ¡No se pueden medir!”

El ajedrez siempre ha sido una realidad inabarcable. Según la leyenda sobre su origen, el inventor de este juego pidió a su Rey como recompensa un grano de trigo por la primera casilla, el doble por la segunda, y así sucesivamente hasta completar las sesenta y cuatro.
El resultado arrojaba una cifra que ni todas las cosechas del mundo entero a plena producción durante dos milenios podrían cubrir. En la actualidad, muchos matemáticos han calculado el número de partidas de ajedrez diferentes que se pueden crear sobre un tablero. El resultado, un uno seguido de cien mil ceros, es mayor que la cantidad de átomos que componen el Universo. Como el propio juego, “cada partida es un mundo y cada coordinador entiende el ajedrez de una forma distinta”, cree Enrique después de treinta años consagrado a su enseñanza.
Lo mismo ocurre en el Marcos Frechín, donde cada alumno tiene una concepción diferente del deporte mental. Cada sesión implica un planteamiento distinto y aunque los niños resuelven los mismos problemas y las mismas situaciones, no hay dos respuestas idénticas. Lo que les une a todos es que disfrutan con cada sesión. Lo pasan bien, son felices. Esta es la pequeña gran victoria del ajedrez en el cole.
Este tema se lo ha inventado un jeta o caradura docente para no dar ni chapa. Con este proyecto trabaja menos que un parado de larga duracion. En definitiva, que el pollo este se va a jubilar sin dar ni chapa. Asi va españa!!