Encontrar la trufa nunca había sido tan fácil

Alfonso Tremul y Alejandro Bueno //

La provincia de Zaragoza celebró del 10 al 20 de febrero la VI Ruta de la trufa. Alejandro Bueno y Alfonso recorrieron las calles de la capital aragonesa para degustar algunas de las tapas que optaban a hacerse con el premio a la mejor elaboración de esta ruta.

Eran las 12 del mediodía. El sol nos acompañaba en una mañana primaveral de pleno invierno y parecía que el cierzo había dejado de soplar para invitarnos a recorrer Zaragoza al compás de tapas y trufa. Las mochilas a cuestas hacían ver la vuelta de la presencialidad a las aulas. Un cartel en el bar Coppelia, situado en el céntrico Residencial Paraíso, también nos recordaba la vuelta de la ruta de la trufa a muchos rincones de la provincia de Zaragoza. 

Primera parada. Nos quedamos con las ganas. Cambiando un poco el dicho, nos quedamos con la croqueta de puchero y trufa negra en los labios. Desde luego que la comunicación en esta VI ruta de la trufa no es la mejor. Sin móvil en la mano ni algo de interés trufero, uno piensa que todos los productos de este recorrido están disponibles durante los once días de edición (del 10 al 20 de febrero). Nos quedamos sin nuestra croqueta. Jueves y viernes de 13:30 a 15:30 y viernes de 20:30 a 22:30. Como para acertar.

Vaya mal sabor de boca sin haberla probado. Hasta nuestro amigo Pablo, que nos acompañaba en su camino a casa, se quedó con las ganas. Pero no se iría de vacío.

AHORA SÍ, EMPIEZA LA RUTA DE LA TRUFA

Segunda parada: El Broquel. Si hubiéramos echado un vistazo al diccionario antes de entrar, habríamos comprendido el porqué de ese nombre. “Escudo defensivo pequeño de madera o de corcho”. Que ni pintado viendo las reducidas dimensiones de la taberna y su escondite próximo al Mercado Central. ¿Ambiente? El de toda la vida. Chatos de vino, buena gente y una barra llena de tapas que invitaban a pedir. Y eso hicimos. Tres de las de trufa: crema de boletus edulis con cebolla, nata y virutas de Teruel. Con sus respectivas ‘cañicas’, por supuesto. “Os saco todo fuera”. Ahí esperamos, en un tonel con tres taburetes. Era imposible despegar la mirada de esa pizarra con carnes de lo más exóticas: cebra, reno o ñu. Mientras, hablábamos de lo que iba a ser un poco el cuatrimestre y ahí dentro, detrás de la barra, se escuchaba a la camarera: “Pues anda que no se ha complicado este con tanta cosa en la tapa”. Salieron. Y comprobamos que tenía razón.

Tapa de El Broquel

Una suave crema de boletus con jamón que congeniaba a la perfección con una curiosa nata trufada que ocupaba más de la mitad del vaso, y se agradecía porque estaba muy rica. Tanto mezclada con la crema de la base, como si nos la hubieran servido sola. Nos la hubiéramos comido a cucharadas.

¿Cómo? Alfonso ya se lo había comido. Y entre risas, Alejandro golpeó el vaso y lo tiró al suelo. No mentimos cuando decimos que estaba exquisito. Intentamos recuperar lo que se pudo, pero los cristales escondidos como nuevos ingredientes en su interior, podrían convertir a este pequeño placer líquido en un drama. Lo dejamos por imposible. Calidad – precio, incuestionable. El mejor de nuestras tres visitas. 7 euros por cabeza y a por el siguiente.

“Venga, Pablo. Hasta mañana”. Nos quedamos mano a mano, como si de una cita romántica se tratara. Dos enamorados que no habían podido celebrar San Valentín y por fin se veían el miércoles. ¿Siguiente parada? La tortilla de patata con queso de Arzúa y trufa negra de El Truco. En El Tubo de Zaragoza. Este recoleto sobrevive como vestigio del pasado de la ciudad y camino allí, subiendo por calle Alfonso, contábamos las franquicias que se habían comido al negocio tradicional. Ya estábamos llegando a nuestro destino y en la plaza Sas, Alfombras Miguel, uno de los más antiguos del barrio, colgaba el cartel de liquidación por jubilación. Era miércoles y El Tubo parecía que dormía, como si estuviera descansando para darlo todo a partir del jueves. 

Abrimos la puerta y pensamos lo mismo: “Esta tiene que ser”. Una tortilla presidía la barra entre otras tantas que tenían buena pinta. Seguimos los mismos pasos que en El Broquel, pedimos, y a terraza. Como se debe hacer en el Tubo. 

Tortilla de El Truco

Nuestra charla pasó de la universidad al fútbol. De opinión pública y cultura de masas a Lapetra, La Romareda y el proceso de venta del Zaragoza. Desde la calle ya se olía la tortilla calentándose y entre tanto unos turistas preguntaban a la encargada por el dueño. Qué alegría cuando se reencontraron.

Por fin salió la generosa tapa; un taco de tortilla de buen aspecto, donde no había que coger lupa para buscar la trufa. ¿Sabor? Rico y equilibrado. Sí que es verdad que el queso podría haber estado más repartido por todo el interior, aunque le daba un toque muy singular y suave, que junto a la trufa hacía de la tapa un aperitivo muy recomendable. ¿Precio? Algo caro. Unos 4 euros por cada taco de tortilla. Sí, de tortilla.

AH, ¿SE PUEDE VOTAR? 

Terminamos nuestra ruta sin abandonar el gastronómico centro de la ciudad. Hacia la calle El Temple pasando por plaza San Felipe llegamos a Crepperie Flor. No hace falta ser muy ingenuo para saber qué pedimos. Crepe trufada, huevo, borraja, jamón de pato y queso. Aunque eso de trufada habría que verlo. Aquí sí que tuvimos que coger la lupa.

Crepe de la Crepperie Flor

Presentación, tamaño y precio razonable. Una para dos, y la terminamos a duras penas. Llenaba y mucho, pero tenía muy buen sabor. Un sabor con cierto toque aragonés con esa borraja y muy bien acompañado de una abundante bechamel que rebosaba el plato. El dueño preguntó extrañado si no queríamos un segundo plato, pero, sinceramente, nos hubiera sido imposible. Casi levantándonos de la mesa, nos señaló el QR de la carta donde podíamos votar su crepe entre todos los establecimientos participantes de la ruta. Vaya. Nos enteramos en nuestra última parada. Salimos satisfechos, en total, con 20 euros menos en la cartera de un par de estudiantes. 

Al final, no cogimos ni el 38 ni el 33. Volvimos a casa andando y ya pensando en todas las curiosidades que nos habían acompañado. Llegando a casa, solera y soñera. Y es que al aragonés fino, después de comer, sueño y frío. 

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