Woody Allen, el mago de las palabras de la isla de Manhattan
Dani Calavera//
Imagino la estampa. Un local de mala muerte de Nueva York lleno de la gente más fascinante del planeta –y no por cómo son sino porque el contexto lo pide a gritos–. Una situación ideal para recordar una de las mejores frases que soltó Groucho Marx, el gentleman guasón más emblemático del siglo XX, uno de los héroes del protagonista de este artículo –y mío también, aprovecho a decir–: «Buenas noches caballeros. Les llamo caballeros porque aún no les conozco». Esta frase, en ese contexto -imaginadlo a él sólo sobre un escenario- podría ser la presentación hace más de cinco décadas de un joven y escuchimizado judío neoyorquino que se ganaba la vida escribiendo mordaces diálogos y números cómicos. Este chico con cara de inocentón y grandes gafas dio el salto al cine, primero como secundario, luego como protagonista, y empezó a crear sus propios planos y composición, más allá de sus propias historias. Bebiendo de Fellini, Bergman o Wilder, creó un idioma propio con la cámara y la puesta en escena: largos planos secuencia que siguen a sus protagonistas por las trincheras –sus hogares, sus ciudades– rodeados de explosiones y tiroteos –ataques verbales, conversaciones existenciales o meramente coloquiales–. Nació Woody Allen.
“¿Sabes cuál es mi filosofía? Que es importante pasarlo bien, pero también hay que sufrir un poco porque, de lo contrario, no captas el sentido de la vida”
Broadway Danny Rose
Un cineasta lleno de dudas sobre la existencia, la vida y las relaciones. ¿Cuál es el sentido de la vida? O, sin salir de los márgenes de este artículo, ¿cuál es el sentido de la vida de Woody Allen? Sus primeros trabajos divierten al público, sus interpretaciones presentan a un personaje que no sale del mismo esquema –cual Chaplin, cual Groucho– y cuyos Sueños de seductor nos dejan claro que ha surgido un genio del lenguaje. Annie Hall rompe –como Groucho rompió– hablando directamente a la cámara, a nosotros –la escena en la cola del cine…–. Y hace algo más, algo muy agridulce: las relaciones dependen de la atracción, de las afinidades, pero si una de las dos partes no está de acuerdo con las del otro, buscan nuevas atracciones y afinidades. Allen se muestra como lo que se siente muchas veces: como un perdedor. Pero un perdedor que supera la pedantería y la aversión del espectador más mediocre o intelectualoide y llega a convertirse en el perdedor más encantador de la pantalla grande. Porque a veces pierdes y Allen te sugiere que se puede perder con estilo, gracia y mucho ingenio: «Nunca pertenecería a un club que aceptase a alguien como yo de socio».
¿Cuál es el sentido de la vida de Woody Allen? No os engañéis. Cierto es que en Europa es mucho más idolatrado que en Estados Unidos –genial punto final el de Un final made in Hollywood y su «¡Gracias a Dios que existen los franceses!»–, que no en su amada Manhattan, pero Allen ha creado una función sin fin con más de 40 películas con un estilo único –por algo es el suyo– que por mucho que respire cine de antaño, vive cada plano en la mente del creador. El público –americano, europeo… da igual– se siente inteligente viendo las historias de Allen desde hace mucho, mucho tiempo. Y él lo sabe. ¿Hace siempre la misma película? No. Cambia el envoltorio, que no el contenido, y lo hace cada año sin que la mayoría piense nada más allá de ‘Vamos a ver la nueva de Woody Allen’. ¿Será un drama? ¿Será una comedia? ¡Quizás sea un thriller! O todo ello a la vez. Allen es el genio incomprendido más comprendido del mundo. Es el espejo en el que pueden reflejarse todos aquellos que muchas veces se han sentido –nos sentimos– como sus personajes.
“Era israelita, pero al crecer me convertí al narcisismo”
Scoop
Con Hannah y sus hermanas toca techo; esta es, seguramente, la película más redonda del director. Lo tiene todo. Todo lo que nos vende y regala año tras año, con las mejores interpretaciones de todas las que se han conseguido en sus films –Caine, West, Farrow… todos enormes– y con una reflexión final que no espera dar luz a la pregunta sobre el sentido de la vida, solo a la pregunta más sencilla: ¿Cómo puedo ser feliz?
«Entonces empecé a disfrutar de la película». Y por supuesto esta escena se la reserva para él. Y esa es otra, sus «yos» y sus «álter-ego». Un buen puñado de actores se han metido en las neuras del autor, a parte de él mismo, para conducirnos por sus historias: Kennet Branagh (Celebrity), John Cusack (Balas sobre Brodway), Owen Wilson (Midnight in Paris), Mia Farrow –Sí, Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo–, Larry David –perfecta elección para Si la cosa funciona–… Hay pocas veces en las que, más allá de dirigirse al público, Allen rompa lo cotidiano y nos ofrezca un cuento dentro de sus grandes temas. Quizás sea la ya citada Midnight in Paris –con permiso de la exquisita Todos dicen I love you-– su aventura más romántica y perfectamente comercial. En ella están sus diálogos, su protagonista Cole Porter, la nostalgia, la reflexión final sencilla y directa –»¡Esta gente no tiene antibióticos!»–, con más miga que muchas otras resoluciones, y el amor imposible, el amor que solo necesita un beso para ser perfecto –como el beso de Maridos y mujeres, de sus más melancólicas obras–.
¿Cuál es el sentido de la vida de Woody Allen? Quizás resida en sus dualidades, pues en ocasiones un tema es tan complicado que necesita más de un film de 90-100 minutos para explicarlo. «La vida puede ser drama o comedia, depende de cómo la veas». Así se vendía Melinda y Melinda, joya injustamente olvidada de su filmografía. Pero este dilema –y su genial punto de partida– ya lo habíamos visto antes, en el 89. Delitos y faltas suponía el Allen más Bergman, más Truffaut, que os podáis echar a la cara. ¿Por la música? ¿Por la historia? No, no. Por algo mucho más latente. No renuncia a su cámara en muchos tramos, pero ese plano final, ese recorrido de la cara de Martin Landau a los ojos sin vida de Angelica Huston, ese cine en el que se pasa al documental, esa relación con su sobrina –más Annie Hall que la propia Diane Keaton–, nos deja ver al Allen más europeo, más lanzado y más melancólico pero que nunca, NUNCA, sale del esquema. Su esquema. ¿Y por qué puede ser comedia o drama?
En Delitos y faltas podemos extendernos un poco más. La(s) historia(s) sigue(n) a un creador audiovisual en horas bajas, un enamorado romanticón que necesita expresar su arte como él quiere y a un marido infiel –superlativo Martin Landau «Dios es un lujo que no puedo permitirme»– que está dispuesto a asesinar a su amante para que su vida no se desmorone –sí, Match Point, pero de eso hablaremos luego–. Estas dos historias podrían no haberse cruzado. Metámonos en la cabeza de un genio al que le jode que al final estos dos personajes se junten –era de esperar, eso es lo que le puede joder al genio; ese giro de guion quizás se veía venir–. Pero cuando lo hacen… rompe el final made in América, rompe el clásico ‘Si quieres un final feliz ve a ver una película de Hollywood’ y ese creador audiovisual encarnado por Allen escucha la escalofriante historia del marido infiel interpretado por Landau… ¿La comedia es la historia de Allen o la de Landau? ¿o esta es el drama? ¿o es sólo una broma cruel, un humor negro punzante e irónico…?
Sea como fuere, esto provoca que Match Point sea la única película de Woody Allen que no ha dirigido Woody Allen. Más de una década después del final de Delitos y faltas el personaje que interpretaba Woody Allen –que no el propio Allen– decide llevar al cine la historia de ese marido infiel con Match Point haciéndole caso… Nada de finales felices; esto es real. Es cine, no ficción. Cine tan real y salvaje como la vida misma. Allen se ha mirado al espejo, ha sonreído y sabiéndose un genio, ha creado puentes entre sus films sin salir nunca de su esquema. Nunca. Un genio.
¿Cuál es el sentido, pues? Es muy sencillo: que siga escribiendo, que siga sorprendiéndonos con las mismas respuestas a las mismas preguntas que todos nos hacemos día a día. Café Society se estrena dentro de nada y puede ser una comedia o un drama o un thriller –asesinato, extorsión, solo emociones…-. Puede que volvamos a quedarnos atrapados en un ascensor con un cadáver –Misterioso Asesinato en Manhattan, la investigación más entrañable y amable jamás hecha en la ciudad–, quizás la razón aplaste a la magia –Magia a la luz de la luna, La rosa púrpura del Cairo– o tal vez la historia sea conducida por fragmentos protagonizados por personajes tan irreales como necesarios –Poderosa afrodita, Desmontando a Harry–. Puede que, de nuevo, solo nos dejemos llevar y las preguntas vengan luego, mientras nos tomamos un café y la cámara nos sigue en su puesta en escena que es la vida, hablando sobre la vida misma.
“Sólo el arte es controlable. El arte y la masturbación. Dos campos en los que soy experto”
Recuerdos
El sentido de la vida de Woody Allen es sencillo, tan sencillo como todo lo que nos mueve y rodea: sexo, reflexiones, sexo, amor, pasión, cine, arte, música, sexo, relaciones, magia… sexo. Su sentido es el nuestro. Las letras forman palabras, con ellas nos comunicamos; con ellas el genio de Manhattan compone un guion, después una escena y culmina en una película. Y esperamos por Bergman, Fellini, Groucho, Wilder, Truffaut, Hitchcock, Edwards y Chaplin que este sentido se dé en veinte películas más. Porque Allen debe llegar al siglo… Y si no lo hace, lo imaginaremos en Nueva York o en París, mientras él sueña con sus edificios.
«Amigos, si la vida fuese así…».
Autor:
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![]() Crítico de cine en ZTV y Heraldo.es. Creador, presentador y realizador del programa más extra-elegante de cine: «Unas cuantas Pelis». ¿Lo único que importa? Cine, música, escribir, mucho café, cine y música. Apasionado de la música y el cine tanto escrito como realizado, rodado y proyectado. Emocional y moralmente incapaz de escoger un género ¡Todos son buenos mientras sea buen cine!
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