Alma Mandinga

Ana Baquerizo//

Decir “danza africana” es como no decir nada porque dentro de África hay muchas danzas diferentes. Mafalda es una joven talentosa, dedicada en cuerpo y alma a bailar mandinga, una de las danzas más enérgicas y vistosas del continente africano.

La etnia mandinga o malinké se distribuye por varios países del África occidental. Por interés o por ignorancia –o quizás por ambas cosas a la vez–, el mapa rectilíneo y desconsiderado que trazaron las potencias colonizadoras europeas divide a sus más de diez millones de miembros entre Guinea Conakry, Malí, Burkina Faso y Costa de Marfil, principalmente, aunque también se encuentran en Senegal, Gambia y Guinea Bissau. La música, extremadamente arraigada en esta cultura, no significa apenas un pasatiempo sino parte del día a día, del trabajo en el campo, de los rituales. También marcan el principio y el final de las etapas de la vida de sus individuos: no se entiende una celebración sin un buen djembefola, es decir, el músico que toca el djembé, el instrumento de percusión tradicional mandinga que podría ser uno de los membranófonos más antiguos.

Afirma Uschi Billmeier en su libro sobre Mamady Keita –famoso djembefola guineense– que ciertos aspectos de esta cultura no son accesibles para que los entendamos nosotros, con la mentalidad de occidentales. En una constante reivindicación por lo diferente, Billmeier asegura que los ritmos del África Occidental “pueden abrirnos un nuevo camino y enriquecer nuestra vida, incluso cambiarla de manera decisiva”.

Y no es una mera forma de hablar, eso mismo le pasó a Mafalda Albuquerque (Oporto, 1987). Esta joven licenciada en Economía dejó los números para dedicar por completo su vida a la danza mandinga. Su rostro dulce le da un aspecto un tanto aniñado y con una sonrisa fulgente subraya la simpatía que proyecta de forma espontánea. Cuando le pregunto si su peculiar vocación le viene de familia, se ríe: “mi madre, al principio, no lo entendía. Me decía que esa música era mucho ruido. Cuando conocí esta danza, me enamoré y nunca habría pensado que acabaría dando clases pero sentí que tenía que dedicarme a esto. Cuando supieron que venía a vivir a Lisboa, hace casi dos años, algunas personas me pidieron que diera clases, me dieron fuerza para que me animara”.

Mafalda da vida a poco más de metro y medio de salero indiscutible que con cada movimiento, enérgico y ágil, deja suspendidos en el aire sus tirabuzones claros. El ímpetu de los pasos viene acompañado de una media sonrisa en algunos; una amplia y más cálida, en otros. Viste de colores vivos. Diferentes estampados en la cinta –que cae al suelo tras algunos segundos agitando la cabeza– y la tela que, atada a un lado, usa como falda por encima de unas mayas ajustadas. Sus pies descalzos impulsan su cuerpo una y otra vez. Las alumnas, todas mujeres, imitan los pasos. “Aquí encontramos muchas más mujeres que hombres bailando, es algo cultural, pero allí hombres y mujeres bailan por igual. De hecho, casi todos los bailarines famosos mandinga son hombres, ya que son los que cuentan con más facilidad para emigrar”, afirma.

Ella se entrega a la música en las clases que dirige, dos veces por semana, en un barrio de Lisboa. En un humilde pabellón multiusos, entre artilugios tan variopintos como bicicletas estáticas, pesas, un potro, pelotas de gimnasia o un plinto; se coloca al frente, cara a cara con los músicos. Con una señal de djembé, que varía según el ritmo que toque bailar en cada ocasión, ellos son los que marcan el cambio de un paso a otro. Estas clases son siempre con música en directo, que se oye en las calles cercanas a las instalaciones. Se nota que la bailarina y sus percusionistas tienen un vínculo especial, siempre trabajan juntos, no solo para las clases: recientemente, han formado el grupo Baratigi que imparte talleres de danza y percusión mandinga. “El objetivo es crecer más, que haya más personas recibiendo clases y dando clases”, sostiene Francisco, músico.

Mafalda confiesa que su pasión empezó hace siete años fue cuando descubrió el mundo mandinga. Recién llegada de un Erasmus en Roma, empezó a asistir a clases en Oporto solo una vez por semana, porque hacía otros tipos de danza a la vez. “En esa época, fui para la India a hacer un viaje, pero no podía quitármelo de la cabeza. Pensaba que quería volver para bailar”, confiesa. De alumna de las clases, pasó a formar parte de una compañía: Allatantou Dance Company. Fue curtiéndose en los talleres de los bailarines africanos que visitaban su país y así acabó trazando su propio camino dentro de la danza, a la que siempre había estado muy vinculada: “donde yo vivía no había muchas cosas de danza, pero desde los 10 años, mi madre me había apuntando a jazz, moderna, funky, hip hop…”

El amor que siente por esta cultura lleva a que su preservación sea uno de los objetivos porque, tradicionalmente, la forma de tocar y de bailar no se documentaba sino que pasaba de generación en generación. Por eso hay pequeñas variaciones de una región a otra. Uno de los músicos de Mafalda admite que a los africanos no les hacen falta partituras porque ya nacen con ello y que solo han empezado a aparecer escritas en los “libros para europeos”. Estas partituras ayudan a aprender los diferentes ritmos, más rápidos o más lentos, que se bailan en ocasiones concretas. El kassa, para pedir que las cosechas sean buenas; el soli, para celebrar la circuncisión; el yankadi,para encontrar pareja; el makru, para celebrar que se ha encontrado pareja… Mafalda explica brevemente la historia de cada ritmo antes de comenzar una coreografía nueva, que va enseñando poco a poco. Algunas clases cuentan con un espectador muy particular: una perra, Foli –cuyo significado es “ritmo” en lengua susú, una de las usadas por los mandinga– que, apoyada sobre las dos patas delanteras, no se pierde ni un detalle de la clase de su dueña. “Le gusta ver bailar”, dice risueña la profesora. Y no es la única. De vez en cuando, otros curiosos se acercan, llamados por la fuerza de la música. La puerta está abierta, debido al calor, y aprovechan para mirar un rato este tipo de danza que, seguramente, no hayan visto antes.

“La gente en Portugal conoce la Kizomba o Kuduro como danzas africanas, pero existen más. Es un error generalizar como ‘danza africana’ porque, aunque toda África pueda tener rasgos comunes como toda Europa los tiene, estamos hablando de un continente” señala. Mafalda lo sabe bien, porque viajó a Guinea Conakry para entender la esencia mandinga. “Fue espectacular –dice con cierta melancolía– fui con una amiga que era de allí para bailar y  también para conocer la tierra, entrar en contacto con las personas, saber cómo se vive”. Se ríe al recordar que, al ser blanca, era el centro de todas las conversaciones. También entre risas, recuerda cómo la recibió toda la familia y los vecinos, que se acercaban para conocerla. “La madre de mi amiga estuvo media hora diciendo ‘bienvenida’ y tocándome en el brazo, los niños pequeños venían siempre conmigo, me tocaban el pelo… Fui unos días a otra región y me quedé con otra familia. El padre tenía dos mujeres y yo dormí con una de ellas y con un montón de sus hijos… fue una experiencia increíble”, recalca sin parar de reírse y, al final, confiesa: “me encanta la alegría con la que bailan y comparten las cosas, en eso se aprende mucho”.

Una alegría que ahora ella muestra a quienes se acercan a sus clases, como alumnas fijas o solo unos días para probar algo nuevo, o a sus talleres puntuales. Cada semana y con el propósito de que la tarea de difundir esta cultura con todas las peculiaridades que tiene a nuestros ojos, sea por muchos años.

Mafalda Albuquerque impartiendo un taller de danza mandinga
Mafalda Albuquerque impartiendo un taller de danza mandinga
Autora:
Ana Baquerizo foto Ana Baquerizo nombre

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Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.


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