Humildes con clase
Ana Baquerizo//
Para los migrantes del barrio zaragozano de Las Delicias, aprender español no tiene por qué suponer un esfuerzo económico. El voluntariado de las profesionales de la enseñanza permite que por 15€ al año su integración en una sociedad hasta hace poco ajena a todos ellos sea algo más fácil.
Aunque el reloj que preside el aula indica que ya pasan diez minutos de las nueve y media –hora del comienzo de la clase– el goteo de estudiantes no cesa. Saludan y pasan, saludan y pasan. Uno de ellos es Joseph, un expresivo ghanés de pelo canoso y ojos vivos que viste, algo desgalichado, una camisa de cuadros. Sostiene una caja de cartón y una bolsa: es su sexagésimo tercer cumpleaños y ha traído algo envuelto para la profesora y también para sus compañeros. Ellos observan atentos cómo guarda la sorpresa en un rincón de la clase, sentados en sus sillas del aula roja del Centro Obrero de Formación de Zaragoza, el CODEF, que alberga este curso de español de nivel inicial.
Son nueve alumnos y más de la mitad, africanos: de Marruecos, Senegal y, sobre todo, de Ghana. En total, migrantes sin recursos de siete nacionalidades y cuatro continentes conforman la clase de Ángeles, profesora de adultos de mediana edad que irradia empatía con su sonrisa rotunda. Maestra de profesión, su labor en la Fundación Adunare es totalmente desinteresada. Lleva como voluntaria siete años y la experiencia le ha aportado un desparpajo que salta a la vista. Camina por el espacio central que dejan las mesas, dispuestas en forma de U para aprovechar la longitud del aula.
-¿Qué día es hoy?, pregunta mientras se da la vuelta para coger una tiza.
Ella misma escribe, con letra grande y caligráfica, la fecha que todos copian con interés. Hoy toca repasar el pretérito perfecto compuesto y, aunque la predisposición es buena, al ser colocados por parejas, el murmullo se apodera del ambiente. El grupito de las ghanesas habla en lengua fi y Ángeles frunce el ceño y, con un discreto susurro, les recuerda que deben practicar español.
Es la primera clase después de las vacaciones y les cuesta recordar los participios irregulares. La profesora recorre la clase: sus pasos marcan los segundos que deja para completar los ejercicios, mientras los supervisa de reojo. A mi izquierda se encuentra Mame. De su rostro veinteañero –que parece esculpido con delicadeza– brotan varios suspiros. Silueta estilizada, cuello largo y mirada profunda: esta senegalesa posee un halo de elegancia que la acompaña en todos sus movimientos.
Incluso ahora, cuando baja la cabeza y con su mano derecha se acicala la tela que cubre su cabello, a modo de cinta. Todavía no ha escrito nada y la profesora, que observa la escena, se acerca al intuir que se encuentra perdida.
Al mismo tiempo, se escucha una carcajada enérgica. En el lado contrario, Fátima y Camila –marroquí y brasileña, respectivamente– elevan el tono de sus voces paulatinamente. Se muestran cómplices y sonrientes, intercambiando palabras sueltas y gestos, en el intento de mantener un diálogo casi imposible.
A pesar de que todos los alumnos estudian el curso más básico de los tres en los que se dividen los niveles de la lengua española, se aprecian diferencias de soltura entre los alumnos de la misma clase. Sin embargo, todos ellos cumplen un requisito: estudiaron, al menos, la educación primaria. Así que saben leer y escribir en sus respectivas lenguas natales, al contrario que ocurre con otros grupos del CODEF donde se enseña español a personas analfabetas.
Después de una hora de clase, llega el tiempo de descanso. El ambiente, distendido y bullicioso, se ve interrumpido por la profesora: “¡Vamos a cantarle el cumpleaños feliz a Joseph… pero en español, eh!”. Él se da por aludido, ampliando su sonrisa al máximo y, como un niño entusiasmado, también entona la canción. Se levanta y distribuye unos briks de batido, una tarta de yema, tres kiwis, tres peras, un par de manzanas, y un pack de seis yogures naturales. La blancura de su sonrisa perenne contrasta con su piel azabache marcada por el paso del tiempo. Después, le entrega el regalo a la profesora. Esta se afana en romper el colorido celofán que lo envuelve, sin mucho éxito al principio, hasta que decide usar un cuchillo. Es un trozo de bizcocho que agradece y, mientras el resto sigue comiendo tarta, ella manifiesta en secreto su admiración por la esplendidez de alguien con una vida tan modesta.
En pleno tiempo de descanso, mi presencia pasa menos desapercibida que nunca. Un par de ghanesas me pregunta, cada una por separado, si tengo hijos y, al oír mi respuesta negativa, también si estoy casada. Me miran extrañadas. En esta clase, todas las mujeres africanas son madres, esposas y amas de casa, salvo Esther, que sobrepasa los sesenta, y cuyo rostro redondeado evoca sobremanera a la actriz Whoopi Goldberg –protagonista de Sister act– debido a su mirada por encima de las gafas y las decenas de densas trenzas que conforman su cabello rojizo. Esther también se ha acercado, junto a las dos chicas más jóvenes: Mame y Elizabeth. No encuentran la palabra que quieren decir en español y les entra la risa. Finalmente, me señalan las fotos de las paredes, en las que aparecen varios de ellos en una celebración. Mari Ángeles, la profesora, interviene para explicar que es un taller de cocina que celebraron hace un curso y las fotos, un detalle también de parte de Joseph, que las imprimió para decorar la clase. “Es un hombre muy generoso aun sin tener mucho dinero. Vive aquí él solo, con una paga por enfermedad”, confiesa su profesora.
En la segunda parte de la clase van a aprender las profesiones. Las repasan en voz alta, como si de un coro se tratara, ayudados por una gran fotocopia desplegable donde los dibujos centran el protagonismo. Los ejercicios se suceden y, después de 40 minutos, el aburrimiento se refleja en algunas de las caras. En los últimos minutos, salen a la pizarra para escribir su profesión: agricultor, albañil, costurera, ama de casa, limpiador, etc. La última es Ángeles –que participa activamente en todas las actividades– y escribe “profesora de adultos”. Entonces, mira el reloj unos segundos y manda los deberes mientras se levantan de la silla ruidosamente, como con urgencia.
-Hasta la semana que viene, profesora- repiten varios.
Y así desfilan todos, en dirección a la puerta. Ella les contesta risueña y se queda preparando material para otra clase. Una rutina que, dos veces por semana, comienza de la misma forma: escribiendo con tiza la fecha. Así, desde 2011, mes tras mes, curso tras curso… y todas las fechas que están aún por escribir en esa pizarra, gracias al compromiso altruista de profesionales como Ángeles.
Autora:
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![]() Ciudadana del mundo, rebelde con -y por- muchas causas, fan de las historias de la gente corriente. Hace quince años, de mayor quería ser periodista. Ahora, además, soy activista por los derechos humanos y apasionada por los países del sur, aunque vivo en Londres.
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