¿Y si Barcelona tiene miedo?
Una semana después del atentado de Barcelona reflexionamos sobre el shock, el pánico y la vulnerabilidad
Berta Jiménez//
En nuestra sociedad la vulnerabilidad, el dolor y el miedo no tienen cabida. O somos fuertes, firmes, valientes y categóricos —o sea perfectos— o no interesamos a un sistema que nos exige racionalizarlo todo. Dentro de la lógica occidental se antepone la cabeza al cuerpo, se bloquean los sentimientos entendidos como negativos en lugar de confrontarlos. Una cultura que debe tragar pero nunca escupir o vomitar: se niega el malestar de los otros porque refleja nuestras propias sombras.
Miles de personas gritan al unísono “No tinc por” al finalizar el minuto de silencio convocado la mañana posterior al atentado en Plaza Catalunya. Solo 19 horas después de que Barcelona viviese uno de los mayores atentados de su historia. Un mensaje institucional y comprensible; la idea de mostrar rechazo y cura colectiva: “Podremos con esto”. Pero, tal vez poco fiel a la realidad.

Si algo se respiraba el pasado jueves 17 en el centro de Barcelona era miedo: el miedo de estar demasiado cerca, el de que no te coja el teléfono una amiga, el miedo de que vuelva a pasar. La semilla de la violencia simbólica que genera el terrorismo pronto echa sus primeros brotes: pánico generalizado —materializado en estampidas de gente por todo el centro—, y paranoia colectiva —el caos que puede desatar una mochila abandonada—.

La mañana después del atentado las calles de Barcelona estaban pintadas de sobresalto. Una fina atmósfera de intranquilidad, mezclada con tristeza, envolvía un Raval y unas ramblas cuasi desiertas. Un brusco contraste con los que se coronan como los adoquines más paseados de la península.

Al comienzo de la calle Tallers, una de las aledañas a Canaletas, asoma un folio colocado entre el limpia parabrisas y la luna delantera de una van de color blanco y puede leerse: «El conductor de esta furgoneta no pudo retirar el vehículo ayer por los sucesos ocurridos. Lo hará hoy». Una disculpa, una excusa a las autoridades, pero también un alivio, una mano amiga. Un sutil «que no cunda el pánico» en medio de esta tensión generalizada.

Ha pasado una semana y aún se me encoge el corazón cada vez que escucho una sirena, porque me recuerda a las tantas que recorrían con urgencia la Gran Vía el pasado jueves. Si oigo el acelerón de un coche, pego un respingo.

Carla fue la encargada de cerrar los accesos del establecimiento en el que trabaja aquella tarde y desde entonces sueña de forma recurrente con una mujer que le pide ayuda, pero a la que no puede dejar entrar.
Beatriz lleva una semana sin coger el metro y ha cambiado algunos de sus itinerarios habituales, y Belén ha estado evitando informaciones sobre el atentado para desconectar la mente.

Todas las personas que corrían huyendo del atentado, las que gritaban y lloraban: también tenían miedo.
El miedo es un mecanismo de supervivencia, un sentimiento que incomoda pero que hay que aprende a habitar. El miedo es revolucionario porque está prohibido. Porque parece una derrota.

Pero aunque Barcelona tenga miedo, ha vuelto a salir a las calles para llorar a sus muertos, para combatir el fascismo, aliado del DAESH en la creación de polaridades de odio. La comunidad musulmana, a pesar de la propaganda islamófoba, alzó su voz contra el terrorismo. El sindicato popular de vendedores ambulantes se manifestó por la solidaridad y contra la violencia. Estamos todos juntos contra el terror, pero claro que tenemos miedo. Jo sí tinc por i no passa res, porque la resistencia al odio puede darse desde muy diversas posiciones. Nuestra fortaleza nace de nuestra consciencia vulnerable.
Autora:
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![]() Vivo en un estado entre la inquietud y la hipérbole. He venido paracabrearme con el mundo, para contar historias, para experimentar con el lenguaje ¡Y voy a por el nuevo nuevo nuevo periodismo! Aunque no tengo dioptrías llevo gafas violetas. Redactora en Altaïr Magazine. Hace poco también tropecé con la sociología criminal y la crónica negra…
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