Delitos y cine: Posguerra y futuro, la edad de oro del cine japonés

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//

En 1945, una vez acabada la guerra, Japón no debía enfrentarse solo a una reconstrucción física y económica sino también moral. El primer país del mundo atacado con bombas atómicas debía escuchar a su emperador negar su origen divino al mismo tiempo que se enfrentaba a una ocupación militar, cuando apenas unos años antes habían atacado por sorpresa al gigante estadounidense y se había visto a las puertas de la India y Australia.

Al finalizar la contienda, el país nipón sumaba más de tres millones de muertos y un pasado incómodo marcado por su alianza con la Alemania nazi y sus acciones casi genocidas en China, donde las tropas japonesas acabaron con la vida de millones de civiles. El nacionalismo exacerbado y el militarismo tan atroz en el que se sumó la nación asiática terminó cuando el ejército estadounidense lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki las tristemente famosas bombas que desolaron ambas poblaciones.

Entre este clima de miseria y pobreza comenzó una recuperación muy parecida a la que tuvo que vivir su antigua aliada europea, Alemania, caracterizada por trabajar mucho y hablar muy poco. Pero con el paso de los años la sociedad japonesa, y en especial su cine, comenzó a mirar a su pasado más reciente para interpretarlo y obtener una serie de conclusiones que marcaran el rumbo de la nación. Una generación de cineastas, la inmensa mayoría ya adultos, —Kurosawa, Naruse, Mizoguchi, Kobayashi, Ozu…— iniciaron una serie de obras que mostraban la actualidad de su país al mismo tiempo que creaban fábulas tradicionales para explicar su pasado más cercano. Esta serie de obras, a pesar de sus códigos marcadamente nipones, terminaron siendo aclamadas a nivel internacional: Rashomon, de Kurosawa, obtenía el León de Oro en Venencia en 1951 y el Oscar a mejor película extranjera en 1952; El intendente Sansho, de Mizoguchi, ganaba también en Venecia el mismo año de su estreno; en 1963 ganaba el Premio especial del jurado de Cannes Harakiri de Kobayashi…

Como puede verse, a partir de la década de los cincuenta el séptimo arte vivía en Japón una auténtica edad de oro, con numerosos profesionales preocupados por el destino de su país e interesados especialmente en evitar que se volvieran a cometer los mismos errores del pasado. Esta generación de cineastas dejó para la historia del arte un puñado de obras maestras de las que, en este artículo, como viene siendo actual, presentamos tres de las que consideramos más importantes a la hora de acercarse a este periodo tan interesante del cine japonés.

Rashomon (Akira kurosawa, 1950)

Akira kurosawa no solo es el más célebre de todos los cineastas del país del sol naciente, también fue el primero en exportar con éxito su obra más allá de sus fronteras. Situémonos. Nos encontramos en la bisagra entre los años 40 y 50, un punto de inflexión en lo político y en lo social para los nipones. Estados Unidos abandona la ocupación a la que durante un lustro había sometido a Japón. El país vuelve a pertenecer a sus gentes. ¿Pero qué clase de país es ese? El pueblo se divide entre quienes aún mantienen el anticuado espíritu nacionalista que les llevó a la guerra, quienes se arrepienten por haber participado en ella y quienes lamentan no haber hecho lo suficiente por oponerse al fascismo. En cualquier caso, Japón es un país herido por la vergüenza y la derrota.

Durante la guerra, Kurosawa había dirigido, debido a la férrea censura imperial, solo romances o películas de samuráis, planas y vacías, que tan solo servían como entretenimiento y propaganda nacionalista. Tras la derrota nipona, la censura estadounidense, menos severa y más fácil de contentar, dio alas a este director que, con un poco de ingenio, pudo comenzar a explotar una obra más madura. En este contexto, en el año 1950, se estrena Rashomon.Rashomon (2) Rashomon nos narra el juicio por la muerte de un samurái en el japon del siglo XII. Tras la comparecencia de todos los testigos, se llega a una espeluznante conclusión: la búsqueda del culpable ha tenido como resultado la inexistencia del mismo. La premisa era tan sencilla que, pese a tratarse de un thriller policiaco, tuvo serios problemas para producirla. ¿Una historia en la que la verdad no puede contarse pese a girar en torno a la búsqueda de la misma? Es absurdo y carece de interés, juzgaron las productoras japonesas. Si a esto sumamos que la crítica japonesa consideró el film como “demasiado occidental”, todo apuntaba a que la película pasaría sin pena ni gloria por las carteleras nacionales. Por suerte para todos, no fue así.

La película llegó, un poco por casualidad, al festival de Venecia, donde causó una gran conmoción y, poco después, recibió el Oscar a la mejor película extranjera, honor que solo gozaban por aquel entonces otros tres directores en todo el mundo. El cine japonés, muy reticente a exportar sus películas, acababa de abrirse al mundo mediante una obra que parecía condenada al fracaso. Y esta puerta, no volvería a cerrarse jamás.

Explicado el contexto histórico, hablemos un poco de la obra en sí. Dos hombres, un monje y un leñador, se refugian de la lluvia a las puertas de una ciudad en ruinas, cuando un tercero hace su aparición, también para resguardarse del aguacero. Al observar como los otros dos guardan un religioso silencio, decide entablar conversación con ellos. Vienen de un juicio en el que han participado en calidad de testigos. La muerte de un samurái durante un viaje con su esposa, presuntamente a manos de un hábil bandido, ocupaba la sesión de aquel día. Uno tras otro, el bandido, la esposa e incluso el propio samurái muerto, prestan declaración. Ninguna de las versiones coincide. Al hablar, los acusados miran a la cámara. Nosotros ocupamos el lugar del juez, la cuarta pared está rota y Kurosawa deja en nuestras manos el reflexionar sobre quién miente y quien cuenta la verdad, si es que alguno lo hace.

Rashomon Mediante esta fábula, de un preciosismo y misticismo inaudito, Akira Kurosawa plantea un enredo narrativo y ético en el que la verdad es un concepto sencillamente imposible. El hombre miente. Miente a los demás y se miente a sí mismo en un proceso que liquida la posibilidad de una verdad universal. Miente para no aceptar el mundo, o por anodina necesidad, o por vicio… siempre encuentra una razón y, si no la encuentra, la fabrica. Este es el desolador universo que el director proyecta ante nosotros. Pero Kurosawa, fiel a su estilo, no se acomoda en este descorazonador nihilismo, no nos abandona a nuestra suerte en este mundo tan oscuro, nos ofrece un leve rayo de luz. La solución a esta catástrofe, a la ausencia de la verdad, es la moral. Al final de la película, después de impresionantes duelos espada en mano y trágicos suicidios, la fe en la humanidad viene restaurada de la mano del más humilde de los personajes. El leñador, que también había obrado mal, encuentra la redención en un acto de pura y genuina generosidad.

Este, amigos cinéfilos, es el mensaje que Akira Kurosawa quería transmitir al mundo. El mensaje que Japón necesitaba oír en esos tristes años. El de una historia en la que solo se sabe que ha ocurrido una terrible desgracia, pero es imposible saber por qué. En la que todo el mundo tiene su visión de lo ocurrido y todo el mundo se equivoca o se ha equivocado. Y, pese a todo, pese a los pecados cometidos o a la sangre manchando sus manos, sigue existiendo la salvación. Incluso si, por la débil condición humana, el leñador había mentido, más tarde intentará redimirse. Esa fuerza irresistible que empuja al hombre a intentar mejorarse a sí mismo, esa tierna calidez que las personas nos mostramos a veces, esa es, y no otra, la esperanza en la que creía Akira Kurosawa.

Cuentos de Tokio (Yasujirō Ozu, 1953)

Con esta película nos encontramos ante una de las obras más aclamadas de Ozu a nivel internacional al mismo tiempo que sirve como ejemplo primordial para adentrarse en esa “edad de oro” que vivió el cine nipón durante la década de los cincuenta. Cuentos de Tokio es una película sencilla, que no simple, en la que debido a su concreción cualquiera puede verse reflejado pese a que se sustenta sobre unos pilares marcadamente japoneses. Ozu narra en esta historia cómo una pareja de ancianos decide viajar a Tokio para visitar a sus hijos, a los que hace tiempo que no ven. Lo que debería ser un encuentro cargado de afecto y buenas intenciones termina convirtiéndose en una serie de gestos que hace de los abuelos una carga molesta. Entre hijos que no pueden dedicarles demasiada atención por trabajo y nietos que ni siquiera les saludan, el matrimonio descubrirá la luz en su nuera, Noriko, que vive sola desde que su marido murió en la guerra. Noriko termina por ser esa muestra de afecto que la pareja protagonista necesitaba sentir, reconfortándolos en su trato y cariño, haciéndoles sentir de nuevo útiles y queridos.

Cuentos de Tokio poster Cuentos de Tokio muestra, en resumen, una historia concretísima que se alimenta del clima vivido en el Japón de posguerra. La intimidad de esta familia nipona viene marcada no solo por el aislamiento que provoca la propia pantalla, sino por su encuadramiento entre las distintas puertas típicas de las casas japonesas —a veces incluso con tres niveles de profundidad, acentuando esa intimidad hasta casi lo imposible—. Pero una de las grandezas de esta película es que a pesar de sus rasgos orientales y sus referencias constantes a la vida de un país tan peculiar como Japón, acaba siendo fácilmente asumida por cualquier espectador del mundo. Su universalidad radica en que prácticamente todos hemos vivido una situación similar, en un lado o en otro, y nos podemos reconocer en el comportamiento de alguno de los personajes que pueblan el film. Ozu no plasma una obra con buenos y malos, antagonistas o figuras despreciables, simplemente pretende hacerse eco de una realidad que muchas veces como sociedad nos negamos a ver porque casi todos hemos pecado en este sentido: los ancianos parecen ser un lastre dentro de nuestras vidas ajetreadas y llenas de compromisos. La calma y sosiego que marcan la vida de los mayores parece no coincidir con una realidad frenéticas llena de trabajo, encuentros y actividades. Ver cómo los hijos de esta pareja de ancianos no pueden apenas recibirles porque deben marcharse inmediatamente a trabajar o porque incluso no les apetece nos puede resultar despreciable, pero en cierta forma también nos vemos reflejados y nos obliga a recordar cuando no visitamos a nuestra abuela porque había que estudiar o cuando apenas hablamos con el abuelo porque nos apetecía más hacer otra cosa.

Cuentos de Tokio imagen En Cuentos de Tokio esta ruptura entre padres e hijos no es solo generacional sino también histórica. Japón ha cambiado —como demuestran los numerosos planos en los que aparecen chimeneas de fábricas o barriadas obreras al estilo occidental— y la productividad capitalista ha terminado también con ese respeto secular que las culturas orientales rendían a sus mayores. Por suerte siempre quedarán personas como Noriko haciendo sentir de nuevo dignos a aquellos que parecen no ser de utilidad. El humanismo de Ozu, que carece de cualquier tipo de artificiosidad, nos destruye a la vez que nos reconforta, un poco como pasa con la vida.

Nubes dispersas (Mikio Naruse, 1967)

Presentamos ahora este film porque ejemplifica la madurez cinematográfica del director japonés más injustamente desconocido fuera de sus fronteras. El estilo de Naruse desarrolló el drama realista inspirado en la sociedad japonesa de posguerra, en el núcleo familiar. El espectador de 1967 podía reconocer el ambiente de los personajes como el suyo, por ejemplo, en cuanto a las referencias a las prestaciones sociales, condiciones de trabajo y anuncios de Coca Cola. Por otra parte, el arte de Naruse parte de situaciones contemporáneas para recrear temas universales y representar una particular visión del mundo, que siempre profundiza en la tristeza y la compasión. Es famosa su explicación de que todos sus personajes, a poco que se mueven, chocan con una pared, porque tal y como él lo veía, la realidad traiciona las ilusiones del individuo.

Nubes dispersas (1) Esto se ve ilustrado perfectamente en Nubes dispersas por ambos protagonistas, Yumiko (en la magistral interpretación de Yoshio Tsuchiya) y Mishima (Yûzô Kayama). Mishima trabaja como chofer y en un accidente atropella y mata al marido de Yumiko. A pesar de estar eximido de responsabilidades legales porque no fue culpa suya, se siente culpable y quiere recompensar a Yumiko , la cual no quiere verle ni acordarse de su pasado. A partir de ahí avanza una trama en la que ambos se enamoran.

Este film también ilustra a la perfección el estilo narrativo e interpretativo de Naruse como su mayor contribución a la historia del cine. El drama se desenvuelve en planos breves, que solo se alargan para permitir, en momentos de tensión, un mejor despliegue de la interpretación. Posiblemente sea en el montaje donde la mano del director es más reconocible, pues consigue una alta fluidez, normalmente con pequeños gestos y movimientos que ocultan el corte del plano y dan la sensación de toma continua. A su vez, Naruse acerca o aleja la cámara, la mueve o la pausa conforme a un ritmo sereno, más parecido al de Ozu en su base, pero que se crispa en ocasiones de gran excitación.

Por último, el otro gran rasgo a destacar es la interpretación fresca y viva que logra en cada una de sus películas, y que en este caso se encarna en los dos protagonistas, ambos actores de gran trayectoria en Japón. Es bastante famosa también la fama del director según la cual no dirigía apenas a los actores, ni les daba referencia alguna acerca de cómo interpretar su papel. Es difícil conocer con exactitud el grado de verosimilitud de estas afirmaciones, pero en cualquier caso ello nos orientaría más a aceptar el proceso de interpretación como una creación libre y con origen más en el propio actor que en las indicaciones del director.

En definitiva, lo que transmiten los films de Naruse es una tremenda lucidez de la condición humana y, desde ahí, un gran amor por el individuo. Esa fue la inspiración y la fuerza que le permitió dedicarse a su oficio casi de forma monacal a lo largo de varias décadas.Nubes dispersas

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