Tiene nombre y se llama odio

Naiare Rodríguez//

“Que cojan y los lleven al penal, me cago en Dios, y que los tengan dentro de las murallas, que canten y bailen allí encerrados como en un campo de concentración hasta que se mueran todos. Están infectando a todo el mundo […] A ver si se mueren todos los hijos de la gran puta, pequeños, niños, abuelos y su puta madre”.

¿Te recuerda a una película de terror o se acerca más a un tema de tu libro de historia en el que, ahora, el protagonista no es Hitler ni Robespierre? ¿Es la primera vez que escuchas algo así? ¿Quiénes han sido las víctimas? ¿Te extraña? Esta vez, en tiempo de crisis por la llegada de la COVID-19, el odio, que ya está denunciado en la Fiscalía de Cantabria, se extendió por un audio vía WhatsApp contra el colectivo gitano de Santoña tras una declaración del alcalde de la localidad en la que se incidía en que los primeros fallecidos por el virus eran gitanos. No se queda aquí. Ayer, a tu vecino de origen asiático le podrían haber pegado una paliza o a tu compañera del trabajo, que es musulmana, podrían haberla obligado a salir del supermercado por supuesta falta de higiene. El odio que vive en la calle también está en las redes.

La presencia y permanencia del virus nos está cambiando la vida. Muchos dicen que lo hará positivamente y que empezaremos a valorar más el tiempo y los momentos. Pero yo no paro de cuestionarme esta visión positiva e idílica. Este surrealismo no solo está generando una crisis sanitaria y económica, sino que las brechas sociales son cada vez más evidentes. Y en este momento, no podemos ignorarlas y darles la espalda. Porque da igual lo que intenten hacer los enjuiciados. Da igual si los gitanos reparten comida o los asiáticos donan mascarillas sin dejar atrás a nadie. Para muchos, seguirán siendo virus andantes, focos de contagio y el centro de la diana del odio social.

Siempre pagan justos por pecadores. Los de siempre, los más vulnerables, los que pertenecen a comunidades de personas migrantes y racializadas, los pobres y los que llevan siendo señalados y estereotipados mucho tiempo. ¿En qué momento creemos tener el derecho de imponernos sobre el resto y de normalizar el comentario de Santiago Segura en el que se cagaba en “el puto chino que se había comido un pangolín semicrudo y una sopa de murciélago de entrante”? Porque esta vez el virus (y odio) comenzó en y contra China, pero ambos se han extendido por todo el mundo. Ahora, las miradas en las calles, esas que se vuelven a repoblar después del confinamiento, están más sucias que nunca. Insisten en el lavado de manos, pero todos deberíamos lavarnos la mirada, las palabras y el juicio que hacemos sobre los demás.

¿Qué hubiera pasado si la persona encargada en extender la COVID-19 hubiera sido negra o gitana? Quizás la respuesta sea más sencilla de lo que pensamos: habría sucedido lo mismo por la sencilla razón de no ser blancos europeos ni americanos. ¿Alguien habla de la propagación del virus por parte de los italianos o los españoles? Cri-Cri. Silencio.

Las personas de origen asiático fueron las primeras en alzar la voz contra los comentarios racistas relacionados con la pandemia y, por ello, crearon la campaña “No soy un virus”. Y tienen razón. No lo son. Ni ellos, ni los europeos, ni los americanos, ni el resto de los colectivos amenazados. El contagio no debería tener nombre, apellidos ni código postal. No olvidemos que todos somos víctimas y estamos muriendo, sobre todo, por irresponsabilidad.

Un joven de ascendencia china pasa dos días en la UCI del Hospital 12 de octubre de Madrid por un hematoma cerebral. El colectivo gitano de Haro (La Rioja) tiene prohibida la entrada en mercadillos e Iglesias evangélicas. Un barrio entero es acordonado porque la mayoría de sus habitantes son gitanos. Cinco estudiantes chinos no tienen permitida la entrada a un local de copas del centro de Huelva. La prensa francesa da voz a una “alerta amarilla”. Una mujer china es obligada a bajar del autobús e irse a casa. Japón llama a los chinos bioterroristas y habla sobre la intención del país de infectar a sus propios habitantes que son, en su mayoría, musulmanes.

No, señoras y señores. No estamos en el rodaje de una película de ficción, sino que son casos verídicos y actuales que se han mostrado en los medios de comunicación desde comienzos de año. Siento rasgar la venda de sus ojos con la cruda realidad. Los anticuerpos españoles no luchan contra los malditos virus chinos como dice Ortega Smith. Los gitanos no son transmisores del virus por no saber lavarse las manos o saltarse el confinamiento. El color de la piel y el idioma no son más transmisores que tus prejuicios. Y para eso, sí que no hay ni habrá vacuna.

Esta situación es la excusa perfecta de quienes tenían la semilla del odio sembrada en su interior porque sí, porque esto es una oportunidad más para contagiar racismo y xenofobia (que ya estaban asentados en la sociedad) y atacar a los más vulnerables. Esto ha sido una bofetada de esa realidad que negamos y que nos hace retroceder más que avanzar, aunque la solidaridad haya aflorado. Aquí y ahora, más que agarrar de la mano a nuestro vecino migrante, nuestra modista gitana y nuestro frutero asiático, les hemos lanzado al vacío. Incluso ahora con estas líneas porque, para que se entienda lo que reivindico, tengo que especificar sus rasgos, colectivo, comunidad y esencia; y son personas sin coletillas ni detalles. Como tú y como yo.

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