Delitos y cine: unas últimas palabras

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia //

Presentamos en esta ocasión una selección de tres películas que caen dentro de una categoría bastante extraña, las ultimas obras de sus directores. Muchos son los motivos que llevan a un cineasta a terminar con su producción artística. La falta de inspiración, la muerte, la caída en desgracia o, simplemente, la satisfacción de haber transmitido ya todo cuanto se quería contar. En cualquier caso, el análisis de estos testamentos, voluntarios o involuntarios, de los grandes directores resulta enriquecedor a la vez que melancólico. Al ser el cierre de la obra total de sus creadores, pueden ofrecernos una perspectiva de ellos mismos como gigantes de este medio. Al mismo tiempo, será inevitable lamentar que, tras de ellas, ninguna otra les seguirá.
Tres colores: Rojo (Krzysztof Kieslowski, 1994)

Krzysztof Kieslowski asombraba al mundo cuando anunció que dejaba el cine tras haber presentado la última película de su trilogía Tres colores en 1994. El realizador polaco cerraba, ante la sorpresa de todos, una etapa profesional que le había visto nacer como un discreto documentalista en su Polonia natal hasta convertirse en uno de los autores europeos más respetados del séptimo arte.

Kieslowski, ya canoso, con una mirada azulada y cansada, y con un eterno cigarrillo entre los dedos, había estado preocupado siempre por el ser humano. Los problemas y las situaciones a las que debían enfrentarse las personas corrientes habían animado siempre su impulso creativo, como demuestran sus primeros documentales, entre los que cabe destacar Bustos parlantes —en el que se entrevistaba a personas con edades comprendidas entre un año y cien para hacerles dos preguntas: “¿quién es usted?” y “¿qué considera más importante?”—, o algunas obras que, aunque ficticias, seguían atadas a un gran realismo tanto en las historias que contaban como en el tratamiento de las mismas —véase El aficionado, La cicatriz o Sin fin—. Hasta que llegó El Decálogo, pero eso es otra historia.

Tras su traslado a Francia a principios de los noventa, el cineasta polaco decidió llevar a cabo una trilogía que representara cada uno de los colores de la bandera del país galo unidos a un lema de la Revolución francesa. Así el azul se emparejaríTres colores rojo postera con la libertad, el blanco con la igualdad y el rojo haría lo propio con la fraternidad. Pero este precepto no iba a convertirse en una base sobre la que formular un denso tratado entorno a lo que esos conceptos significan realmente. Tampoco iba a estudiar su trayectoria histórica y su contraposición entre la sociedad en la que surgieron y la Francia de los años noventa. No. Kieslowski iba una vez más a construir pequeñas historias humanas en las que la libertad, la igualdad y la fraternidad alcanzaban valores muchísimo más concretos. Y así llegamos a su última película, Rojo, en la que cuenta la historia de Valentine, una modelo que entabla una sorprendente relación con un juez jubilado que espía en secreto a sus vecinos a través de la radio.

Decir que Tres colores: Rojo es el mejor film de esta trilogía quizás pueda depender del parecer de cada uno, pero sí se puede asegurar que es la parte más redonda, más suave y más cálida de las tres películas. No sólo por su capacidad para presentar el color rojo en prácticamente cada fotograma. O por sus grandísimas, excelentes, interpretaciones. Hay mucho en Rojo más allá de la mera curiosidad, como si se hubiera convertido en un tratado de todas las preocupaciones que llevaban acosando a la filmografía de Kieslowski y que finalmente pueden ser colocadas en el mismo tiempo para interrelacionarse y descubrir de lo que son capaces.

En el apartado técnico, a pesar de su sobriedad, el director polaco pone de manifiesto por qué era reconocido como uno de los mejores cineastas europeos de su época. Rojo, así como el resto de su filmografía, no presenta grandes alardes de cámara ni encuadres imposibles que consigan dejar claro que se trata de una obra de auteur. El realizador polaco sabía que una historia de las características de Rojo requería suavidad y calma, como cuando Valentine, casi oculta en la sombra, se detiene a escuchar algo que no debería. En otro momento, el fotógrafo de la campaña publicitaria para la que trabaja la modelo intenta besarla, pero ella aparta la cabeza. La escena transcurre a contraluz y solo se pueden apreciar las siluetas de los dos personajes, como si la propia película quisiera ahorrarles un gesto demasiado incómodo para ambos, protegiéndolos de la mirada del espectador.

La forma de rodar de Kieslowski, sin ser clásica, sí obedece de forma cristalina a lo que exige la narración, sin por ello dejar de tener breves destellos que desvelan la mente cinematográfica del polaco. Un buen ejemplo podría ser cuando, en una tienda de discos, la cámara se desplaza hacia la derecha al mismo tiempo que se escucha lo que cada una de las personas que vemos está oyendo en ese momento a través de los auriculares que permiten probar los discos. Se trata de un momento que no importa demasiado en el transcurso de la historia, pero que sirve para poder identificar el genio creador de Kieslowski.

En lo referente a las obsesiones del realizador polaco, habría que destacar su gusto por la casualidad, a la que siempre ha dotado de un aura casi mágica que atraviesa nuestras vidas sin nosotros saberlo, convirtiendo pequeños gestos que pueden pasar desapercibidos en momentos de absoluta importancia para el devenir de la trama y de los personajes. En Rojo la casualidad lleva a que Valentine y su vecino, que apenas se conocen, comiencen a tejer caminos muy similares a pesar del absoluto desconocimiento que uno tiene del otro hasta prácticamente el final de la cinta. La casualidad hace también que el personaje interpretado por Irène Jacob acabe conociendo al misterioso juez al que da vida el veterano Jean-Louis Trintignant. Y la casualidad permitirá que Valentine coincida, también sin saberlo, con los protagonistas de las otras dos películas de la trilogía.

Kieslowski une también la casualidad con el vaticinio, llenando la película de pequeñas pistas que presentan lo que sucederá a continuación y que van desde unas gotas de lluvia convertidas en fuertes tormentas hasta una narración del pasado con demasiadas resonancias en el presente, consiguiendo que a partir de un simple movimiento de grúa ambos tiempos ocupen, por un instante, el mismo espacio. Lo que está sucediendo se convierte en una antesala para conocer lo que ya ocurrió. Un juego que además siempre favorece a la historia que se proyecta ante nosotros, ya que todos estos elementos sirven para conocer mejor a los personajes, para hacerlos todavía más humanos.

Como se ha mencionado anteriormente, aquí la fraternidad no es un tema de ensayo. No adquiere una relevancia fundamental que consiga unir al colectivo para resolver una injusticia social —aunque sí se soluciona, por fin, una situación que implica a una anciana y una botella, siendo esta una imagen que recorre todas las partes de la trilogía—. De hecho, si alguien se detiene a analizar un momento los personajes de la película comprobará que de verdadera importancia sólo existen tres o cuatro. Valentine tiene familia y una especie de novio, pero solo los conocemos a través de las conversaciones que ella mantiene por teléfono. La fraternidad se presenta entonces como la sensación de mutuo cariño que surge entre esa joven modelo y un juez solitario con un pasatiempo bastante censurable. Dos personalidades que parecían irremediablemente condenadas a repelerse pero que, sin embargo, acaban estableciendo una bellísima relación de amistad gracias a descubrir lo que cada uno lleva dentro. La fotografía, apagada y suave, acrecienta todavía más la sensación de calma y calidez que se respira de las conversaciones que ambos mantienen a la luz de la ventana. Y la película los convierte en ejemplo universal.

Tres colores rojo

Kieslowski siempre ha sido un cineasta que prefiere mostrar a decir. Sus imágenes sugerentes plantean preguntas para las que ni siquiera el director tiene respuesta. Y eso, una vez más, permite que sus películas obtengan un sabor conocido, real, casi transpirable. En un momento determinado el personaje de Trintignant, hablando de cómo desde que perdió a su amada no ha vuelto a tener pareja, le dice a Valentine: “quizás no he encontrado a la mujer… quizás no la he encontrado a usted”. Una declaración que sorprende, en parte, porque en su relación nunca había aparecido ningún gesto de romanticismo. Tampoco puede decirse que Kern esté enamorado de ella, ya que sus palabras nunca llegan a más, y el personaje de Irène Jacob no reacciona de ningún modo concreto. ¿Se trata entonces de una simple muestra de cariño? ¿O era solamente una forma de justificar una vida llena de soledad? Poco importa. Los dos personajes continuarán hablando hasta despedirse por un largo tiempo. Valentine se va a Inglaterra y no sabe cuándo podrá volver.

Tres colores: Rojo, con todos estos elegantes gestos, parecía adivinar también el fin del propio Kieslowski, que fallecería dos años después con poco más de cincuenta años. El eterno fumador que siempre afirmaba que le hubiera gustado ser taxista en vez de cineasta dejaba para la eternidad un legado que daba buena cuenta de todas sus obsesiones y preocupaciones. A pesar de su extremo pesimismo —cuando le preguntaban cómo estaba siempre decía: “así, asá”— en sus películas siempre puede percibirse un profundo respeto por el ser humano y por todo lo que le rodea, demostrando su capacidad para encontrar destellos de grandeza en los cotidiano. Con su última película, Tres colores: Rojo, dejaba un testamento cinematográfico que sigue teniendo sabor a despedida y a ilusión, como el recuerdo del final de unas vacaciones que, mucho tiempo después, continúa templando el corazón.

Sacrificio (Tarkovsky, 1986)

Siguiendo nuestra recopilación de últimas obras llegamos a Sacrificio, el depurado testamento cinematográfico de Tarkovsky. Él mismo era consciente del carácter testamentario de esta película y buscó la simplicidad de los elementos formales que había desarrollado a lo largo de su trayectoria. 

Por ejemplo el espacio, muy variado en otros films como La infancia de Iván, Andrei Rublev, o Stalker, se reduce aquí a dos lugares en la misma isla: El interior de la casa de familia incluyendo sus alrededores ; y la habitación de la criada María a unos kilómetros. Sacrificio poster

De la misma manera el tiempo se condensa en una ventana de 24 horas durante el cumpleaños de Alexander (Erland Josephson), de amanecer a amanecer, y la fábula se puede resumir en el sacrificio de un hombre para beneficio de una humanidad que ha entrado en la tercera guerra mundial. Para incidir en el camino espiritual necesario para esta entrega Tarkovsky cuenta esta historia con un tono alegórico, de forma que el sacrificio de Alexander consiste en acostarse con la divinizada María y quemar su casa de familia asumiendo que será encerrado en un manicomio. De hecho Alexander puede ser interpretado como un loco que ha soñado con el anuncio de esa guerra, ya que tras acostarse con María la guerra ya ha desaparecido, y quema la casa porque lo prometió si la guerra terminaba. Como su admirado Dostoyevski, Tarkovsky nos habla de la estrecha relación entre santidad y locura. 

Alexander partirá a este viaje desde un estado pesimista en sus reflexiones sobre su época (tan cercana a la nuestra) y resignado sobre su propia vida. Eso mismo frustra a su mujer (Susan Fleetwood), que siempre ha tenido grandes expectativas de él. Su ambición y soledad busca solución en un doctor amigo de la familia, que sin embargo siente un hastío ya insoportable por su forma de vida. La contraparte de su racionalidad y amargura es Otto, el cartero, supersticioso y escéptico respecto a la capacidad de la razón para entender los fenómenos de la vida, y por tanto guía fundamental de Alexander en su camino espiritual. 

En cuanto al estilo destaca la lógica poética que rige el montaje de largos planos secuencia, en especial durante los planos oníricos. Esta longitud de los planos intensifica la tremenda expresividad de los contados planos cortos a lo largo de la película. La iluminación a cargo de Sven Nykvist se integra también en esta simplicidad (luz natural, uno o dos focos de luz suave, ligeras penumbras, etc). Esto no es sorprendente dado que la carrera de Nykvist se distingue precisamente por la depuración que había conseguido en su colaboración con Bergmann. 

Sacrificio

En definitiva, con una dramaturgia esencializada y plagada de discusiones reflexivas Tarkovsky nos deja su mensaje final acerca de la decadencia espiritual de nuestras sociedades capitalistas y el camino moral abierto a cada uno de nosotros.

 

An Elephant Sitting Still (Hu Bo, 2018)

Cuentan que en Manzhouli hay un elefante. Un elefante sentado y quieto. Tan impresionante es la indiferencia del animal a cuanto le rodea que los dueños del zoo han tenido a bien convertirlo en una atracción turística. El elefante, aparentemente atrapado en un continuado trance, come sin darse demasiada cuenta y duerme en la misma posición que mantiene el resto del tiempo. Los visitantes, que día tras día lo observan con asombro, no sospechan que el elefante está quieto por haberlo comprendido todo. No sospechan que el elefante y ellos mismos resultan, a grandes rasgos, completamente indistinguibles.

An Elephant Sitting Still resulta singular analizando solamente las condiciones de su estreno. Esta película es, simultáneamente, la opera prima y ultima obra del director chino Hu Bo, que se suicidó poco antes de su estreno. Sabiendo esto, y más teniendo en cuenta la naturaleza existencial del film, resulta difícil obviar este trágico suceso durante las casi cuatro horas de visionado.  No obstante, sería un error, y contrario al espíritu del autor y su obra, verse atraído hasta esta película por una visión morbosa y romántica de la misma. Pese a ello, es inegable que esta clásica figura, la del sensible creador atormentado por el mundo, ha ayudado a atraer la atención de numerosos festivales y salas a lo largo del globo. Que se le va a hacer, así somos los seres humanos y en parte así nos relata esta película. Animales atrapados por sus propias obsesiones, tragedias y egoísmos. Animales que ven en la muerte algo mucho mas sugestivo y atrayente que en la vida. An Elephant Sitting Still poster

“Otro asqueroso día empieza de nuevo”. Esta es una de las primeras líneas del guion y, a la vez, una declaración de intenciones. A lo largo del film, Hu Bo nos relatará las cotidianas tragedias de una serie de personajes inconexos en un primer momento y que, en el avanzar de los fotogramas, irán cruzándose, se prestarán ayuda o se enfrentarán los unos a los otros en esta extraña colmena. Un joven que hace frente a un padre alcoholico y al abuso escolar, un anciano al que intentan internar en un asilo en contra de su voluntad, una joven que ve su vida arruinada al divulgarse uno de sus videos de contenido sexual o una pareja en adulterio son ejemplos de los personajes a los que acompañaremos a lo largo de un día por las calles de Shijiazhuang.

Mediante estos seres desgraciados, que vagan miserables por el mundo, Hu Bo pretende hacer una ambiciosa alegoría de la naturaleza y sociedad humana. El universo, tal y como lo perciben sus personajes, es un lugar sucio, injusto y carente de sentido. La vida es trágica en un sentido completo, y nada es lo bastante bueno como para compensar esto. El elefante sentado y quieto del zoo de Manzohouli, que es frecuente mencionado, atrae poderosamente la atención de varios de los protagonistas. El paquidermo, inmóvil, es prisionero del vacío de su propia existencia, de su trágico destino como reo en el zoo. Ante esta realidad aplastante, ante este sinsentido de no poder hacer nada se haga lo que se haga, el elefante opta por, simplemente, sentarse y estar quieto. La mas absoluta de las rendiciones o la más pobre de las oposiciones. Al aceptar lo trágico y vacío de este mundo, solo logra vaciarse también a sí mismo. Deja, como hacen nuestros protagonistas y en ocasiones nosotros mismos, tan solo un cascaron hueco tras de sí que seguirá moviéndose por siempre, empujado una melancólica inercia.

Para Hu Bo la sociedad está podrida y vacía. No hay nada que salvar en ella. La humanidad y la calidez no tienen cabida y, si encontraran su espacio, el egoísmo, la indiferencia y la avaricia lograrían anteponerse eventualmente. No hay clavo ardiente al que aferrarse y, si se encuentra, no aguantará mucho hasta ser tragado por el mismo abismo sobre el que todos pendemos. Esta película no es solo una critica, es una enmienda a la totalidad de nuestro sistema social, que antepone la riqueza, el poder y el narcisismo a todo lo demás. Y los personajes retratados son, a la vez, victimas y verdugos de esta siniestra realidad. Como espectador, la sensación es desgarradora, los personajes dan por normal su doloroso pasado y su futuro carente de esperanza. La tragedia y el sinsentido están tan asimilados que ni tan siquiera lloran. 

Todos estos sentimientos y pensamientos se plasman magistralmente en la película. De hecho, sus 230 minutos de duración se encuentran justificados en este punto. La enorme duración del film junto a su asfixiante atmosfera es el elemento clave en la inmersión del espectador en esa sensación de vacío existencial. Ayudan también los planos cortos y primeros planos de las miradas perdidas y desesperadas de sus protagonistas, así como el aparato sonoro, muy discreto y un poco precario en cuanto a medios, pero muy acertado también en algunas escenas. La cámara en mano y los escenarios urbanos transmiten la sensación de caminar junto a los protagonistas a lo largo de su búsqueda. 

An Elephant Sitting Still

Ciertamente se nota la influencia de su maestro directo y amigo personal, Bela Tarr, tanto en la fotografía como en ritmo, pero añadiendo a la formula un componente propio difícil de explicar. Crea algo nuevo de un estilo ya de por sí muy refinado y esto, siendo una opera prima, resulta francamente impresionante. 

Entiendo que, tras una descripción tan negativa de la sociedad y de sus habitantes, pueda uno sentir reticencias a la hora de elegir esta película, que claramente no es para un domingo por la tarde. Si sirve de incentivo para alguien, en los últimos momentos de la obra se intuye algo curioso. Un pequeño resplandor luminoso entre tanta oscuridad. Una esperanza entre tanto dolor, que no garantiza nada, pero calienta con su presencia. Algunos de los personajes no se rendirán tan fácilmente y seguirán persiguiendo, con acierto o no, una salvación. Esto resulta en extremo reconfortante ya que significa que ni siquiera Hu Bo, pese a sus circunstancias y a su visión del cosmos, logró pintar un mundo completamente negro. 

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