Dos ciudades entre dos mundos
Mikel Forcadell//
Un ir y venir de gente atesta la plaza Syntagma, el corazón de Atenas. Más lejos, la Acrópolis hace de guardián silencioso. Si tuviese una personalidad verdadera, la monumental construcción ateniense entornaría los ojos amenazadoramente sobre lo que contempla. Ya no se adivinan las regias construcciones griegas más allá de algunas columnas corintias, la norma en muchos edificios oficiales. Algún que otro frontón triangular remata las columnas. Si la Acrópolis fuera una entidad humana, pensé, se sentiría fuera de lugar.

De norte a sur, de este a oeste, las personas se adentran en la multitud de calles que salen de Syntagma, como venas que nacen del corazón palpitante de una ciudad. Cabellos rubio platino, provenientes del norte de Europa, contrastan con teces tostadas propias de gente nacida a orillas del Egeo. La influencia de seis siglos de dominio turco se deja notar en la fisonomía de los griegos. Unos y otros se plantan frente al parlamento, que corona la plaza, viendo cómo los miembros de la guardia griega hacen un silencioso y robótico baile… Armas al hombro, gorro en la cabeza, gestos grandilocuentes de brazos y piernas que se bamboleaban al unísono.
La Grecia antigua, la de los libros de arte, la de las películas de hechos épicos, ha desaparecido en Atenas. Costaba imaginar que Pericles hubiera convertido aquella ciudad en una de las metrópolis predominantes del mundo hacía más de dos milenios. Hay un cierto aura de elegancia y profunda dignidad alrededor de los griegos que llenan los alrededores de Syntagma. Quizás son sus pasos firmes, uno tras otro. A lo mejor, su cabeza elevada, mirando siempre al frente y raras veces al suelo. O quizás, la combinación de todo aquello unido a los últimos vestigios de la Atenas de antaño que aún descansaba allí. Una cierta falta de respeto con lo que una vez fue la gran potencia del Mediterráneo se dejaba notar en la disposición de los nuevos edificios y sus materiales. El regio mármol de las construcciones se había sustituido por ladrillos ensuciados por el paso del tiempo, dedicados a un servicio más funcional que estético. Al lado del parlamento, un pulcro edificio blanco reposa sobre una basa donde se levantan las columnas que sujetan un amplio pórtico. Junto con la fachada del parlamento es lo más griego que se puede ver en el centro de la ciudad.
Como hormigas, una continua riada de turistas peregrinan a lo alto de Atenas. Allí, la Acrópolis se alza queriendo tocar el cielo, queriendo dar la mano a Atenea, diosa protectora de la ciudad. En la antigüedad, la loma acogía la procesión de las Panateneas. Dignas y elegantes, las mujeres atenienses subían allí a ofrecerle ricos mantos bordados a la diosa. Milenios después, los soldados que custodiaban la metrópoli han sido sustituidos por vigilantes y funcionarios del ayuntamiento. Con el ceño fruncido y oteando el gentío con mirada de águila, procuran que nadie toque los restos. El camino de piedra hacia lo alto de la Acrópolis continúa hasta los Propileos, la magnífica puerta de entrada a la construcción. Allí, las espadas han desaparecido y el arma oficial son las cámaras cuyos flashes deslumbrarían a la mismísima Atenea.
En aquellos escalones de acceso, decenas de personas miran a uno y a otro lado. La gente posaba de mil formas diferentes: recreaciones de arqueros griegos disparando al cielo ateniense, bocas abiertas de las que parecían surgir fieros rugidos espartanos, o, simplemente una gran sonrisa para inmortalizar la visita. De repente, a mi lado, una de las vigilantes sopla con fuerza el pito y reprocha a una mujer alemana de mediana edad: “Gestures like that are not allowed” (posiciones como esas no están permitidas). El gesto de la germana, con las palmas de las manos abiertas hacen referencia al moutza, una vieja práctica bizantina: cuando los soldados llevaban a los reos encadenados, el pueblo recogía barro –y en el peor de los casos excrementos– para lanzárselos.
Syntagma es el corazón de la actual capital griega y, sin embargo, el orgullo griego camina y fluye por cada uno de los rincones de aquella meseta que se levanta a 156 metros. Pasados los Propileos, se accede a otra dimensión. Si uno se para, mira a uno y a otro lado y cierra los ojos, percibe un aire y atmósferas diferentes. Se siguen escuchando las decenas de flashes de cámaras que no pertenecen a esa a la Atenas de Fidias, Praxíteles o Policleto. Continúa el murmullo ensordecedor de multitud de idiomas que hubieran carecido de sentido en los tiempos de Aristóteles. Manteniendo los párpados bajados, sigo caminando lentamente. Hay muchos turistas que caminan como una estampida de animales asustados y es necesario tener cuidado. El tiempo se ha detenido y discurre de manera distinta. La nobleza, la elegancia y la fama que recorrían la Grecia de los templos y las ofrendas a las divinidades brilla a la derecha, donde se levanta el Partenón, el más grande de los templos dóricos. Y también a la izquierda, donde seis cariátides soportan inexpresivas el techo del Erecteion.
Cierro los ojos. Decenas de atenienses vestidos con ligeras túnicas pasean por una Acrópolis blanquísima y decorada al milímetro. Las puertas de los templos permanecen abiertas. El culto a Atenea, cuya victoria sobre Poseidón por el dominio del Ática era motivo de alegría entre los mortales, se celebra en el exterior del recinto. Quizá por ello, la decoración exterior de los edificios es tan soberbia; tanto que al turista de hoy en día le sorprendería. Vuelvo a abrir los ojos. Los siglos pasan volando y me traen al presente. El tiempo da una de cal y otra de arena al arte. Los monumentos se deterioran progresivamente a pesar de los cuidados y, a la vez, su valor histórico se incrementa.
Sin perder del todo esa magia del pasado que danza todavía en la meseta, observo el actual Partenón. A pesar de que gran parte de su decoración fue trasladada el National Gallery en Londres entre 1801 y 1803 por el embajador inglés en Turquía, Lord Elgin, la majestuosa construcción ateniense se alza en un buen estado. El techo se derrumbó en el siglo XVII como consecuencia de los ataques venecianos, pero la estructura de columnas sigue soportando parte del edificio. Caminando por el suelo de tierra y grava me acerco al borde de la Acrópolis, desde allí se observa la ciudad entera. El trajín de una ciudad en pleno movimiento, llena de luces, de coches que serpentean las calles bajo la atenta mirada de la construcción ateniense y del monte Licabeto, en pleno centro de Atenas. Abandonada la Acrópolis, la magia desaparece, como si el recuerdo y los secretos escondidos en las grietas de las antiguas estructuras helenas solo perteneciesen a ese espacio alojado a más de 150 metros de altura.
En los alrededores de la Acrópolis, la ciudad difiere del resto de Atenas. Calles empedradas y cuidadas engalanan las vistas y la convierten en algo más bello, respetando la memoria de Atenas. Las tiendas de recuerdos se suceden una tras otra, intercalándose con numerosos puestos de comida tradicional griega, souvlakis, gyros… Un par de chicos de no más de dieciséis años se pasean entre los turistas que recorren los alrededores de la Acrópolis tocando el acordeón. Un pequeño tren se para cada cierto tiempo a recoger personas para ver de manera más cómoda lo que aquella zona de Atenas tiene que ofrecer.
Atenas es como una pila que fluctúa entre dos polos que, al final, según las leyes de la física, se acaban atrayendo. La capital griega se mueve en pleno siglo XXI y, a veces, cada ciertos metros, vuelve sobre su pasado y se recrea en las columnas y frontones que rematan sus edificios. Sale a flote también en los souvenirs, en las pequeñas esculturas de soldados espartanos y atenienses, en los marcos de fotos hechos de mármol, en los vestidos blancos… Aun así, la magia del pasado, la de las narraciones de los grandes héroes, se ha desvanecido de Atenas, y suspira en la Acrópolis y algunos resquicios de la que una vez fue la capital del Mediterráneo.
Roma, el museo más grande del mundo
La capital de Italia ya no es de los romanos. Eso piensas andando por los alrededores del Coliseo. Español, alemán, francés, italiano, inglés y alguna que otra lengua del este se mezclaban en una cacofonía de sonidos. Por encima de ellos se elevaban las voces de los guías, que intentaban una y otra vez que alguno de los turistas se decidiesen por sus servicios. Es un lugar entre dos mundos: por un lado, la Roma del Imperio, la de la Antigua República, la del Cinquecento renacentista. Y por otro, la Roma de las tiendas, la de los negocios, la del transporte público. Un respeto se respira y se deja notar en la disposición de las calles y edificios. Las vías son amplias, espaciosas, y cualquier curioso que quiera contemplar los edificios puede hacerlo sin problemas. Todas y cada una de las estructuras combinan entre sí: mármoles, piedras y argamasa de la Antigua Roma conviven con los edificios más recientes, con fachadas austeras, de tonos ocres y marrones, camufladas entre los vestigios romanos. Viviendas que presentan pequeñas decoraciones en ventanas y aleros, y que hacen de la capital italiana el museo más grande del mundo.

Son dos los corazones que bombean la vida de la ciudad: el Coliseo y el Vaticano. El primero se alza en el mismo centro, en una cavidad entre colinas. A sus pies, cientos de turistas observan las cuatro plantas del edificio, construido en diferentes órdenes: corintio, jónico y toscano. La megafonía repite en diferentes idiomas las consignas para los que acceden al recinto, como reducciones de precios para los menores y los mayores. Rafael, un guía natural de Córdoba, sonríe continuamente mientras intenta abordar a cualquiera que hable español. “Hay muchísimos turistas españoles y, creedme, el Coliseo merece la pena, así como saber su historia”, afirma. Uno puede imaginarse toda esta parafernalia hace dos mil años, cuando el Anfiteatro Flavio se construyó… Guías ofreciendo recorrer el Bernabeu de la época.
Casi al lado, se levanta el monumento a Victor Manuel II, el rey que unificó Italia. Es, sin duda, uno de los edificios más singulares de Roma. Un enorme palacio construido en mármol blanco, brillante que, en los días de sol, deslumbra a los viandantes. Los italianos lo llaman “la tarta de boda” o, también, “la máquina de escribir”, el apodo que los aliados le otorgaron cuando alcanzaron las puertas de Roma. Más allá de la Piazza Venezia, el Tíber atraviesa la ciudad de norte a sur. Si uno cruza el puente de la Isla Tiberina, llega al Trastevere, uno de los barrios más célebres y bellos de la capital. Sus calles adoquinadas serpentean, estrechas, llevando al turista a la Edad Media en su versión más refinada y próxima al Renacimiento. Su aire bohemio se ve contaminado por restaurante baratos y tiendas de souvenirs. En las calles, comerciantes ambulantes sacan sus puestos llenos de gafas Ray Ban falsificadas que venden por menos de quince euros a los curiosos, o diez si el turista es avispado. Sobre las fachadas caen suavemente entramados de tallos verdes coronados de flores rosas y rojas. Mientras, los músicos hacen las delicias de los turistas, casi más numerosos que los propios romanos. Lo dicho: Roma ya no es de los romanos.
No muy lejos del Coliseo, la piazza Navona se abre en un largo rectángulo. En su centro, la Fuente de los Cuatro Ríos, de Bernini. Una de sus figuras alza la mano suplicante frente a la Iglesia de Santa Inés en Agonía. Alrededor de la fuente, los puestos de artistas ambulantes entretienen a los curiosos, la mayoría detenidos para rellenar sus botellas de agua o disfrutar de un helado. Más frecuentes que los monumentos en Roma son sus heladerías, y, en ocasiones, el verdadero reto de la ciudad no es lanzar monedas a la Fontana di Trevi, sino decidir en cuál de las diez heladerías que hay por plaza te compras el helado.

Cuando te acercas al segundo ventrículo de Roma, la ciudad del Vaticano, la visita tanto a la Basílica de San Pedro como a los Museos Vaticanos puede ser agridulce. La larga Vía Della Conciliazione, la avenida que muere en la Columnata de Bernini, está a punto de reventar. Resulta imposible andar más de cinco metros sin que un trabajador de una agencia de turismo te pare y te ofrezca un maravilloso paquete de visitas. El agobio suele acabar en gente respondiendo de malas maneras y a gritos. Unos ciudadanos españoles, por su acento gallegos, increpan a uno de esos guías: es el décimo noveno que les para en media hora.
Tras una larga espera en una fila formada por teselas de medio mundo –españoles, chinos, noruegos, americanos, franceses…–, se accede a lo que podría considerarse la mayor concentración de arte del mundo. Amplias puertas de seguridad aseguran que nada ni nadie pueda atentar en el interior del museo. No todo allí son obras del Renacimiento y los grandes artistas florentinos y romanos. Hay esculturas que se remontan a tres milenios atrás, a Sumer y Egipto. Los lienzos contemporáneos tampoco faltan.
Las antaño colecciones privadas de los papas son una sucesión de pasillos infinitos, paredes engalanadas con tapices y techos agobiantes por la explosión de color. Decenas y decenas de curiosos se apelotonan en uno de los patios. Delante de ellos y debajo de un pequeño porche, El Laocoonte y sus Hijos. La expresión de sufrimiento del sacerdote troyano se vería intensificada si viera la incontenible riada de personas que se hacen fotos con él mientras dos víboras le rompen los huesos.
Como un rebaño, los turistas nos adentramos en las estancias vaticanas, las cuatro galerías pintadas por Rafael Sanzio. La más importante de ellas, la Stanzia Della Signatura, alberga su mayor obra de arte: La escuela de Atenas. Es un espacio saturado de obras bellísimas. El disfrute de los turistas, armados con cámaras y palos de selfie, se ve enturbiado por los guías, que, pensando solo en su grupo, agitan sin parar algo parecido a plumeros para señalar las diferentes partes de los cuadros. Escaleras arriba, escaleras abajo se llega al tesoro del museo: la Capilla Sixtina. Resulta curioso pensar que la prohibición de tomar fotos y de estar en absoluto silencio tenga un origen algo comercial: en 1980, la capilla necesitaba unas costosas reformas que muy pocas organizaciones estaban dispuestas a sufragar. Finalmente, fue una cadena de televisión japonesa, Nippon Television, la que aportó dinero, y, a cambio, se quedó con los derechos de copyright de los 548 metros cuadrados que, posiblemente, mejor representan los logros artísticos de la raza humana. Según un guía con acento mexicano, en un principio, la prohibición afectó a los fotógrafos profesionales y no a los turistas, pero, al no ser posible distinguir entre unos y otros, se acabó aplicando a todos. Después de las reformas, la regla debería haberse anulado, sin embargo, los responsables del museo decidieron mantener la prohibición para proteger las obras.

Una visita al Vaticano no sería como Dios manda si uno no se para en la plaza de San Pedro y, a la sombra de los dos brazos de columnas, contempla ese espacio que trata de abarcar lo infinito. Dos máximas guían esta obra: primero, la barroca, es decir, que los espacios sean dinámicos y no se puedan abarcar por completo con la mirada. Y, segundo, la apostólica, que todos los fieles se sientan parte del cuerpo de la Iglesia. Esas, al menos, fueron las intenciones de su creador, Gian Lorenzo Bernini. Las exclamaciones maravilladas se contraponen con los quejidos de niños al borde del llanto por lo tedioso de una visita que no entienden de todo. Sin embargo, una niña de pelo rubio intenso se detiene en mitad de la plaza y señala con la boca abierta la cúpula de Miguel Ángel. Religioso o no, es un lugar que sobrecoge.
Con los últimos rayos de Sol, los monumentos de Roma y su millar de estatuas cierran los ojos y dormitan tranquilos, sin turistas que incomoden su noche con flashes y diálogos. Cientos de secretos se esconden por las calles empedradas de la capital de Italia. Han vivido caídas de imperios, alegrías por el fin de una horrenda dictadura y miles de momentos íntimos entre dos personas. Hay figuras y edificios en Roma que ya lo han visto todo. Centenares de cómplices inanimados sabrán guardar los secretos que pronunciamos un día en la capital del que fue uno de los grandes imperios de la historia.