Japón, el caos perfectamente organizado

Texto y fotos: Mikel Forcadell//

“No sé cómo consigo despedirme de esta ciudad una y otra vez”. Cuando mi amigo me dijo aquello no lo entendí bien. Desgranaba aquella frase cuando el bus que nos recogió en el aeropuerto de Haneda atravesaba Odaiba, la gran isla artificial de Tokio que la eclipsa con sus enormes rascacielos. Ya me lo habían advertido: “Te dolerá la boca de tanto abrirla. Tokio es diferente de cualquier otra ciudad en la que hayas estado nunca”. Tenían razón. Media hora en el corazón de Japón y ya no podía cerrarla. Una mueca atemporal de sorpresa cincelada en el rostro, dolor de cuello de girar a un lado y al otro y los ojos parpadeando sin parar eran los primeros síntomas.

A las seis de la mañana sonó el despertador en una de las habitaciones del hotel situado en Nihonbashi, al este de la ciudad. El sol hacía rato que daba los buenos días a sus más de treinta y cinco millones de habitantes que, como hormigas, recorrían las arterias de la segunda ciudad más poblada del planeta. Desde allí no podía verse la Tokyo Sky Tree, que con sus 634 metros es la torre más alta del mundo. Sin embargo, el enorme ventanal de la habitación ofrecía un horizonte repleto de rascacielos que se elevaban al lado de pequeños edificios de no más de dos plantas. Cualquier arquitecto se volvería loco allí. Una serie de grandes edificios sobrios y elegantes se alzaban junto a dispares negocios repletos de carteles de todos los colores que a uno se le pudiera imaginar. Tokio es el caos perfectamente organizado. Todo parece dispuesto de manera caótica y sin sentido y, sin embargo, no podía ser de otra forma. Entre edificio y edificio hay pequeñas separaciones. Japón es sacudida con frecuencia por terremotos por lo que las bases de sus construcciones funcionan como muelles. Esto ayuda a que los inmuebles se acompasen al movimiento de la tierra y no se vengan abajo.

Cualquier rincón de Tokio es perfecto para perderse, pero uno especialmente bueno es el Mori Building, situado en Roppongi -la fotografía de la parte superior del artículo muestra las vistas desde este edificio-. En una de sus múltiples plantas se encuentra una maqueta de la ciudad que da al visitante una idea de su extensión. Decenas de turistas aprovechan para armarse con sus cámaras y palo-selfie para tomarse fotos ante una de las vistas más impresionantes de la capital nipona: la Tokyo Sky Tree abrigada por cientos de edificios de todos los tamaños. Tokio no deja de sorprender… Eso pasa por mi cabeza mientras asciendo en el ascensor hasta la planta cincuenta y tres de aquel monstruoso edificio en Roppongi. Un funcionario ataviado con un impecable uniforme azul marino se encarga de llevar a cada visitante a la planta que desea ir. Con un arigatou gozaimasu –“muchas gracias”- nos despide, y ante nosotros se encuentra el Mori Art Museum, que aloja una exposición de Takashi Murakami, un vanguardista en toda regla. En Japón es de lo más normal que un restaurante se encuentre en la octava planta o, como en este caso, que asciendas al piso cincuenta y tres de un rascacielos para ver uno de los museos más interesantes de Tokio.

Otro de los rasgos que definen a Japón es lo prácticos que son sus habitantes en la mayoría de los aspectos de su vida cotidiana. Si tienes reparos a la hora de sentarte en la taza del inodoro, los nipones le añaden calefacción junto con un mando repleto de botones, como el famoso chorrito de agua para limpiarse. Si te resultan familiares esas largas noches de insomnio en las que la carretera más transitada es la que lleva de la cama a la nevera, en Japón fácilmente puedes bajarte a la puerta de la calle donde encontrarás un restaurante abierto a las cuatro de la madrugada en el que comer por tres euros. Si eres de los que acuden a un restaurante y se les hace la boca agua solo con el nombre del plato para luego darse cuenta de que su elección ha resultado ser todo un fiasco, no tendrás ese problema en Japón. En la entrada de los restaurantes hay un expositor con todos los platos de la carta realizados en cera para que el cliente sepa el aspecto de la comida que le servirán. Todo extrañamente práctico y útil. La comodidad al alcance de la mano. Y de los ojos.

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Un restaurante de ramen o fideos japoneses en Shibuya

Estar en la capital de Japón es estar en un tiempo y lugar alternativos, una ciudad que vive a mitad de camino entre el pasado y el futuro. A lo largo de Tokio se despliegan edificios sacados de siglos pasados que conviven con otros que pueden alzarse en ciudades como Nueva York o Londres. Hay rincones en los que adentrarse por completo en el bullicio y ajetreo incesantes de Tokio. Espacios en los que sentirse enormemente pequeño, como el cruce de Shibuya, recorrido por cientos de personas para que desaparecen inmediatamente por alguna de sus calles iluminadas por decenas de carteles de colores. Un paisaje totalmente psicodélico, como sacado del futuro.

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Uno de los puntos de mayor concentración de personas es el cruce de Shibuya
El corazón de Tokio

Me habían avisado de la importancia que la armonía tenía en la sociedad japonesa. Un ambiente de respeto flotaba por la capital nipona. Inundaba sus karaokes, sus extravagantes supermercados y Todo a cien. Se hundía en el metro y se filtraba por las mascarillas de miles de japoneses que conformaban un pueblo unido. En el país del Sol Naciente el grupo siempre va por delante del individuo. Apenas eran las ocho de la mañana y un grupo de vecinos se afanaban en barrer la calle eliminando cualquier rastro de suciedad del suelo. La falta de papeleras no incrementaba la falta de higiene, ni mucho menos. Todo estaba pulcro, limpio, ordenado.

La identidad de Tokio hay que buscarla en el choque entre culturas, en la transición constante entre pasado y presente. El bus en el que me encontraba junto con otros sesenta europeos recorría Omotesando, una avenida repleta de marcas de lujo creada originalmente como acceso a Meiji Jingu o Santuario Meiji. Un lazo que conecta el Tokio actual con el sacado de siglos pasados, con el de postales que derrochan nostalgia y paisajes exóticamente bellos y fascinantes. El Tokio por el que paseaban orgullosos samuráis y atractivas mujeres enfundadas en kimonos mientras lo humano se fundía con lo natural. Así podía describirse el paso del Tokio bullicioso y actual al descanso del Santuario Meiji, un complejo sintoísta alojado en un bosque de 700.000 metros cuadrados en pleno centro. El santuario es un homenaje al emperador Meiji, cuyo reinado marcó el fin del aislamiento japonés y permitió a Japón pasar de la Edad Media a la Moderna en 1868 -aunque no sería hasta 1912 cuando se construyese este recinto-.

Es un lugar en el que sentirse realmente pequeño y alejado de Tokio. Un gran tori o arco de entrada da acceso al espacio sagrado. Antes de traspasar las puertas que marcan el inicio del verdadero santuario hay dos grandes pilones de agua en los que los visitantes deben purificarse lavando sus manos y enjaguándose la boca. Es uno de los primeros ritos que marca el credo sintoísta al visitar sus templos. Una religión que establece una profunda conexión con la naturaleza, muy alejada de cualquier otra practicada en Occidente. De sus casi 130 millones de habitantes al menos el 80% son sintoístas. Una fe que tiene sus raíces en los siglos VII y VIII con la publicación de las primeras novelas japonesas –el Kojiki y el Nihon Shoki- que explican la creación de Japón a partir los dioses de la mitología nipona.

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El tori marca la entrada al recinto sagrado de Meiji Jingu, en pleno centro de Tokio

La parte que mezcla lo comercial, lo turístico y lo tradicional japonés viene a continuación. Un gran recinto al aire libre, delimitado por casetas de arquitectura oriental y un suelo embaldosado, hace parpadear hasta al turista más exigente. Ni mil ojos darían para verlo todo en Meiji Jingu. Los japoneses pasean tranquilamente por el santuario, tranquilos entre el bullicio de las decenas de idiomas que se entremezclan allí. Los visitantes extranjeros van de un lado para otro. Todos quieren hacerse con un omamori o amuleto que, según el tipo, te concede suerte en los estudios, en la salud… O bien su interés se decanta por pedir un deseo escribiéndolo en un ema o tablilla de madera. Pero todos, japoneses o extranjeros, interrumpen lo que están haciendo y dirigen sus miradas hacia la celebración de un matrimonio sintoísta que acaba de comenzar.

Como si fuera un personaje sacado de las páginas de la prensa del corazón, decenas de turistas se afanan en sacarle instantáneas a la novia que viste un kimono blanco cubierta por una capa roja con motivos animales blancos, dorados y negros. Una vez está preparada, se reúne con el novio, vestido con un hakama que imita a los colores de una cebra –larga falda que llega hasta los pies- y un haori de color negro intenso –parte de arriba que, a diferencia del yukata, es más abierto y se encuentra entre la túnica y la chaqueta-.

Tanto el novio como su pareja calzan los zori o zapatos tradicionales japoneses que requieren de unos calcetines denominados tori. A continuación, una corta procesión de familiares, lujosamente ataviados, les sigue. Todo se realiza en un absoluto silencio que respetan tanto los cónyuges como cualquier observador que no se pierde ni el más mínimo paso.

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Una pareja celebra un matrimonio sintoísta en Meiji Jingu

Una vez la procesión se adentra en el santuario, nos dirigimos al último paso del rito sintoísta. Un suntuoso hall vestido de mármoles jaspeados y negros se topa con unas puertas corredizas de madera y papel sacadas de la más profunda tradición nipona. Allí los turistas rinden sus armas y las cámaras han de guardarse. Y no solo eso, al igual que cualquier estancia cuyo suelo está formado por tatamis, es necesario descalzarse. Una vez traspasamos las puertas damos con un enorme estancia a modo de teatro. La parte inmediatamente posterior a las puertas es un gran espacio para el público, sin asientos, solo el tatami. La segunda, que se extiende hasta el fondo, la constituye un escenario repleto de instrumentos, altares y objetos necesarios para llevar a cabo la misa. Primero entra un monje con ropajes ceremoniales y dando la espalda al público, frente a un altar, comienza una monótona letanía que inunda la sala. Una vez finaliza enarbola un palo del que cuelgan volantes blancos que se bambolean a un lado y otro con el movimiento del monje. Tras ello, un nuevo oficiante aparece y entona otro canto rítmico que sume al público en un silencio soporífero animado finalmente por la melodía de dos flautas tocadas por otros dos compañeros. La ceremonia llega a su fin cuando dos sacerdotisas comienzan una danza al ritmo de la música. Un rito que combina música y un canto que facilita la conexión con los kami o espíritus que viven en la naturaleza. Las últimas notas de las flautas y los pasos de las sacerdotisas flotan en el ambiente por unos segundos y, después, la magia desaparece. El ritual ha acabado y el Tokio actual vuelve a aparecer.

Más allá de Tokio

El shinkansen o tren-bala circula rápido a través de los pueblos y tierras que llevan al norte de Japón, hacia la prefectura de Niigata. Los enormes rascacielos de Tokio van disminuyendo progresivamente dando lugar a pequeñas ciudades donde es raro ver edificios que se eleven más de dos plantas. Mientras, termino mi bento. Consiste en una caja separada en secciones en las que se aloja una pequeña porción de comida donde, por supuesto, siempre tiene que haber arroz. Costaría entender la cultura japonesa sin el arroz, ingrediente que antaño hacía las veces también de moneda. A pesar de su aspecto delicioso no termino de acostumbrarme a comer a las once y media del mediodía. Tras dos horas de viaje llego a Joetsu, una ciudad de alrededor de 200.000 habitantes. Allí el alcalde recibe a los seis estudiantes europeos que participamos en un programa intercultural. Es un señor bonachón sin apenas idea de inglés que habla cordialmente, explicando los puntos fuertes de la ciudad, como el bello castillo medieval, y lamentándose por que no hayamos ido en primavera, cuando los arboles de cerezo ofrecen un paisaje que quita el aliento. En apenas veinte minutos se marcha instándonos a que nos sumerjamos en el Japón más tradicional. Y eso hacemos.

Al día siguiente nos encontramos traspasando el umbral de una casa nipona propia del siglo XVIII. Tras dejar los zapatos en una casilla avanzamos por el tatami hacia una habitación decorada con bellos biombos y tallas de madera. En una larga mesa reposan varias cajas de madera. Al abrirlas un delicioso aroma de diferentes tipos de comida se extienden por la habitación. Con calma degustamos la comida, saboreando cada bocado con la conciencia de aquel que se siente afortunado por vivir una experiencia sacada de un libro de Kawabata. La comida acaba después de beber el té y, entre sorbo y sorbo, trato de grabar en mi cabeza cada rincón de aquella estancia que tantos recuerdos debe albergar. La experiencia japonesa no acaba allí. Los chicos nos dirigimos a una pequeña habitación donde dos mujeres nos ayudan a ponernos el kimono. No sería nada apropiado vestir ropa occidental para celebrar una ceremonia del té. La vestimenta es muy similar a la que vestía el novio en Meiji Jingu. De hecho, sería exactamente igual, si no fuera porque las rayas del hakama eran más gruesas.

Chicos y chicas nos encontramos poco después en una sala más amplia. Ellas lucen vistosos kimonos llenos de colores chillones y luminosos. Los chicos completamos la parte oscura y triste. En la estancia las sillas han sido retiradas al fondo y en su lugar se han dispuesto cojines así como una parcela de suelo libre de objetos. Nos sentamos a la japonesa, de rodillas sobre nuestros talones. La postura es dolorosa e incómoda. A los pocos minutos estamos sentados de cualquier manera. Algo que no parece importar a tres ancianas japonesas que, enfundadas en sus kimonos, llevan consigo teteras y utensilios para iniciar la ceremonia del té. Me sorprendo –algo que desde que llegué ya no es una sorpresa en sí misma-. No es tan sencillo como parece, sino todo lo contrario. Exige un protocolo muy minucioso y respetuoso entre quien lo prepara y quien va a bebérselo. Agitar y remover el té adecuadamente con trazos seguros quien lo prepara y girar el tazón en sentido correcto, beber y volver a girarlo dos veces quien lo bebe. Una ceremonia que acaba haciendo una reverencia en señal de profundo respeto entre ambas partes. Las maestras fueron indulgentes con nosotros pero la práctica es realmente compleja. Lleva años conocer todos los detalles que giran alrededor de la ceremonia del té: gestos, posturas, frases pronunciadas en los momentos adecuados, cuándo tomar los dulces, qué conducta se espera que tengas en la sala del té… Una ceremonia que resume el carácter y el espíritu japonés de armonía, de equilibrio y respeto entre el anfitrión y el huésped, entre lo humano y todo aquello que le rodea. Japón contenida en una sala.

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Una joven japonesa enseña las bases de la ceremonia del té

Es fácil quedar desconcertado cuando llegas a Japón, cuando deambulas por sus rincones, cuando hablas con sus gentes y vives como un japonés más. Cuando la vida transcurre en un tiempo que no pertenece al resto del mundo. Como decía Yukio Mishima en El pabellón de oro: “Lo que yo lloraba era el mediodía perdido, la claridad perdida, el verano perdido…”. Ya no sabía si lo perdido era el Japón tradicional, la identidad japonesa nacida de sus costumbres o si precisamente esa dualidad, tradición y vanguardia, era lo que hacía tan especial a Japón. Pero fascina, y su exotismo enamora a cualquiera que se deje seducir por su tradición milenaria. Mientras escribo, el viento se levanta y la noche cae en el país del Sol Naciente.

 Autor:

Mikel Forcadell foto Mikel Forcadell nombre

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Vivo a medio camino entre Asia y Occidente. Soy periodista, viajero incansable y proyecto de experto en relaciones interculturales con Japón. He caminado entre los interminables rascacielos de Tokio, he bebido en pequeños bares atenienses, me he fascinado por el arte en Roma y he perdido la noción del tiempo en casas de té japonesas. Soy la curiosidad y el afán de saber hecho persona.

Twitter Blanca Uson


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